La institución de la Eucaristía, el más santo de todos los sacramentos, también tuvo lugar en la Última Cena. En ella se contiene al mismo Cristo bajo las especies de pan y vino.
Testimonio de la Beata Ana Catalina Emmerich
“Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse… Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más Santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo…
Jesús se colocó entre Pedro y Juan: las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de la bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo vi a Jesús explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa…
Tomó un paño blanco que cubría el cáliz y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Después le vi quitar de encima del cáliz una tapa redonda, y la puso sobre la misma tablita. Luego sacó los panes ácimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso, a derecha y a izquierda, las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos…
Elevó con sus dos manos la patena con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomo después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita: entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa.
Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos, encima del plato en donde habían estado los panes; tomó con la cuchara, que sacó del pie del cáliz, un poco del agua vertida sobre sus manos, y la derramo sobre las de ellos; después el plato pasó alrededor de la mesa, y todos se lavaron con él las manos… todo me recordó, de manera extraordinaria, el santo sacrificio de la Misa.
Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que iba a darles todo lo que tenía, es decir, Él mismo, como si se hubiera derretido todo en amor. Le vi volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo, y lo echó en el cáliz.
Mientras hacía esto, me pareció ver a la Virgen Santísima recibir el Sacramento de un modo espiritual, a pesar de no estar presente…
Jesús oró y enseñó todavía: las palabras salían de su boca como el fuego de luz, y entraban en los apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan… y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, gran resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los apóstoles como un cuerpo resplandeciente.
Los vi a todos penetrados de luz; Judas sólo estaba tenebroso. Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo señas a Judas que se acercara; éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: “Haz pronto lo que quieres hacer”. Después dio el Sacramento a los otros apóstoles, que se acercaron de dos en dos.
Jesús elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la Sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los apóstoles, que bebieron dos de una misma copa…”
Escribe Santa Faustina Kowalska en su Diario:
“(684) + La Hora Santa. Jueves. En aquella hora de plegaria Jesús me permitió entrar en el Cenáculo y estuve presente durante lo que sucedió allí. Sin embargo, lo que me conmovió más profundamente fue el momento antes de la consagración, en que Jesús levantó los ojos al Cielo y entró en un misterioso coloquio con su Padre. Aquel momento lo conocemos debidamente sólo en la eternidad.
Sus ojos eran como dos llamas, el rostro resplandeciente, blanco como la nieve, todo su aspecto majestuoso, su alma llena de nostalgia. En el momento de la consagración descansó el amor saciado, el sacrificio completamente cumplido. Ahora se cumplirá solamente la ceremonia exterior de la muerte, la destrucción exterior, [pero] la esencia está en el Cenáculo.
En toda mi vida no tuve un conocimiento tan profundo de este misterio como en aquella hora de adoración. Oh, con qué ardor deseo que el mundo entero conozca este misterio insondable”.
Habla Jesús a Sor Josefa:
“En aquel momento, próxima ya la redención del género humano, mi Corazón no podía contener sus ardores y, como era infinito el amor que sentía por los hombres, no quise dejarlos huérfanos.
Para vivir con ellos hasta la consumación de los siglos y demostrarles mi amor, quise ser su alimento, su sostén, su vida, su todo.
¡Cómo quisiera hacer conocer los sentimientos de mi Corazón a todas las almas! ¡Cuánto deseo que se penetren del amor que sentía por ellas, cuando en el Cenáculo instituí la Eucaristía.
En aquel momento vi todas las almas que, en el transcurso de los siglos, habrían de alimentarse de mi Cuerpo y de mi Sangre, y los efectos divinos producidos en muchísimas.
¡En cuántas almas esa Sangre inmaculada engendraría la pureza y la virginidad! ¡En cuántas encendería la llama del amor y del celo! ¡Cuántos mártires de amor se agrupaban en aquella hora ante mis ojos y en mi corazón! ¡Cuántas otras almas después de haber cometido muchos y graves pecados, debilitadas por la fuerza de la pasión, vendrían a Mí para renovar su vigor con el Pan de los fuertes…!
¡Ah! ¡Quién podrá los sentimientos de mi corazón en aquellos momentos! Sentimientos de amor, de gozo, de ternura… Mas… ¡cuánta fue también la amargura que embargo mi corazón!
Si grande era mi alegría… no fue menor la tristeza el ver cuántas habrían de abandonarme en el sagrario, y cuántas no creerían en la Presencia real. ¡En cuántos corazones manchados tendría que entrar… y cómo mi Carne y mi Sangre, así profanadas, habrían de convertirse en causa de condenación para muchas almas…
Por amor a las almas me quedo prisionero en la Eucaristía, para que en todas sus penas y aflicciones puedan venir a consolarse con el más tierno de los corazones, con el mejor de los padres, con el amigo más fiel. Mas ese amor que se deshace y se consume por el bien de las almas, no ha de ser comprendido…
Vosotras, almas queridas, ¿por qué estáis frías e indiferentes a mi amor? Sé que tenéis que atender a las necesidades de vuestra familia, de vuestra casa, y que el mundo os solicita sin cesar, ¿pero no tendréis un momento para venir a darme una prueba de amor y agradecimiento? No os dejéis llevar de tantas preocupaciones inútiles y reservad un momento para venir a visitar al Prisionero del Amor…
Todo esto se me puso delante al instituir la Eucaristía. El amor me encendía en deseos de ser el alimento de las almas. No me quedaba entre los hombres para vivir solamente con los perfectos, sino para sostener a los débiles y alimentar a los pequeños. Yo los haré crecer y robusteceré sus almas. Descansaré en sus miserias y sus buenos deseos me consolarán…”
No hay comentarios. :
Publicar un comentario