El don que nos trae la Pascua consiste en un gran silencio, una inmensa tranquilidad y un claro regusto del alma.
Es el regusto del cielo, pero no el cielo de alguna repentina exaltación. La visión de la Pascua no es turbulenta ni agitada, sino un descubrimiento del orden sobre todo orden, un descubrimiento de Dios y de todas las cosas en El. Es un vino que no emborracha, una alegría sin ningún veneno oculto en ella. Es vida sin muerte.
Al saborearla un momento, nos sentimos capaces, brevemente, de ver y de vivir todas las cosas en su propia verdad, y de poseerlas en su sustancia que se halla oculta en Dios, más allá de todo sentido. El deseo se aferra en vano al aspecto exterior y al accidente de las cosas, pero la caridad las posee en la sencilla profundidad de Dios.
¡Si la Misa pudiera ser cada día lo que es en la mañana de Pascua! ¡Si las plegarias pudieran ser tan claras, si el Cristo Resucitado pudiera brillar en mi alma, a mi alrededor y ante mí, con esa sencillez pascual! ¡Porque en esa sencillez está nuestra alegría: éste es el pan sin levadura que es maná y alimento del cielo: esta pureza, esta libertad, esta sinceridad pascual!
¡Oh, Dios mío! ¿Qué podría hacer para convenceros de
que anhelo vuestra verdad y vuestra sencillez, para compartir vuestra infinita sinceridad, que es espejo de Vuestra Verdad y de Vuestra Segunda Persona? Sólo los humildes pueden verlo. Es demasiado sencillo para que pueda comprenderlo cualquier inteligencia privilegiada. A veces gozamos de la clara luz que es la Vida de todas las cosas. Bautismo. Primera Misa. Mañana de Pascua. ¡Dadnos siempre este pan del cielo! ¡Dadnos a beber siempre de esta agua para que nunca más tengamos sed.-
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