sábado, 13 de abril de 2019

Como entró en la carne así entró en la muerte

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Templo de San Francisco - Celaya, Gto.


Como entró en la carne así entró en la muerte
¡Buenos días, gente buena!
Fr. Arturo Ríos Lara, ofm.
Domingo de Palmas C
Evangelio
Lucas 22,14-23,56
Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios».
Y tomando una copa, dio gracias y dijo: «Tomen y compártanla entre ustedes.
Porque les aseguro que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios».
Luego tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía».
Después de la cena hizo lo mismo con la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes.
Palabra del Señor.


Con el Domingo de palmas inicia la semana suprema de la historia y de la fe. El cristianismo nació de estos días “santos”, no de la meditación sobre la vida y obras de Jesús, sino de la reflexión sobre su muerte.  El Calvario y la cruz son el punto en que se concentra y de donde emana todo lo que se refiere a la fe de los cristianos.

Por eso, de improviso, desde las palmas hasta la Pascua, el tiempo profundo, el del respiro del alma, cambia de ritmo: la liturgia se hace lenta, toma otro paso, multiplica los momentos en que se acompañan con calma, casi hora por hora, los últimos días de la vida de Jesús: desde la entrada a Jerusalén hasta la carrera de Magdalena la mañana de Pascua, cuando hasta la piedra del sepulcro se viste de ángeles y de luz. Son los días supremos de la historia, los días de nuestro destino.

Y mientras los creyentes de toda fe se vuelven hacia Dios, y lo llaman cercano en los días de sus sufrimientos, nosotros los cristianos vamos hacia Dios, estamos cercanos a él, en los días de su sufrimiento. “La esencia del cristianismo es la contemplación del rostro del Dios crucificado” (C. María Martini). Estando a su lado, como en ese viernes en el Calvario, así hoy en las infinitas cruces donde Cristo es todavía crucificado en sus hermanos, en su carne doliente y santa. Como con Jesús, Dios no nos salva del sufrimiento; no nos protege de la muerte, sino en la muerte. No libera de la cruz sino en la cruz.

La lectura del Evangelio de la Pasión es de una belleza que nos aturde: un Dios que me ha lavado los pies y no le ha bastado; lo veo colgar desnudo y deshonrado, y debo apartar la mirada. Luego volteo de nuevo la cabeza, vuelvo a mirar la cruz, y veo a uno con los brazos abiertos que me grita: te amo. Pero, ¿a mí? Sangra y grita, o tal vez susurra, para no ser invasivo: te amo.

¿Por qué Cristo ha muerto en la cruz? Dios no ha mandado ese homicidio. Él no ha permitido o pedido que fuera sacrificado Jesús, el inocente en lugar de todos los culpables, para satisfacer su necesidad de justicia. “Yo no bebo la sangre de los corderos, yo no como la carne de los toros”, cuantas veces lo gritó en los profetas.
La justicia de Dios no es dar a cada uno su merecido, sino darse él mismo a cada uno, dar toda su vida. Así que Encarnación y Pasión se abrazan, es la misma lógica que prosigue hasta el extremo. Jesús entra en la muerte, como ha entrado en la carne, porque en la muerte entran todos los hijos de los hombres. Y la atraviesa, recogiéndonos a todos desde las lejanías más perdidas, para sacarnos llevándonos consigo, a lo alto, con la fuerza de su resurrección.

¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!

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