La Misa, misterio de fe y amor.
La Iglesia es la familia de los hijos de Dios, extendida por todo el mundo, y esta familia tiene un hogar en el que se reúnen todos.
Por: P Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net
En la Misa, estamos hablando de un misterio de fe y de amor. De fe, porque a Jesús no lo vemos; de Amor, porque del suyo participamos.
En cuanto a la fe, decir que es un "misterio" no es quedarse en un "no se puede entender": es más bien un mar sin orillas, y penetrar en él es como atravesar la puerta de un gran palacio y encontrarnos una estancia preciosa llena de tesoros que tiene a su vez cinco puertas, cada una de las cuales da a habitaciones más espléndidas... tesoros escondidos nos depara la Misa si ponemos el corazón, si profundizamos en ella desligándonos de los lazos de la tierra y del tiempo y penetramos con Jesús en el cielo. El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir.
Y es también misterio de amor. Dicen de un obispo que daba catequesis a unos peques, y preguntó por qué comulgar a Jesús. Entonces, un gitano de entre los más traviesos, contestó: "Zeñó, porque pa querelo hay que rosarlo". Hay muchos jóvenes que no van a Misa, cierto, y otros usan esta excusa para tampoco ir ellos, pero no se trata de hacer lo que todos, sino de actuar en conciencia. Podemos recordar la vieja historia de un chico que tenía una novia en el pueblo, y se fue a hacer la mili. Desde ahí escribía a la novia cada día. El cartero llevaba puntualmente las cartas a casa de la novia cada día, pero él, influido por malas compañías, no iba nunca al pueblo a verla, sino que utilizaba los permisos para irse de juerga. Cuando acabó la mili y volvió al pueblo, fue a casa de la novia y se encontró con la sorpresa de que la novia se había casado... ¡con el cartero! Ojos que no ven, corazón que no siente, y al no ver nunca a su novio y ver sólo al cartero, acabó por enamorarse de él. Si dejamos de tratar a una persona, poco a poco podemos quererla menos, y si esto nos pasa con Dios nuestro corazón puede llenarse con las cosas en las que ponemos el corazón. Si dejamos de tratar a Dios nos “casamos” con otras cosas…
Decía una chica, leyendo el "Cántico espiritual" de San Juan de la Cruz, que "hasta entonces no se me había ocurrido plantearme mi relación con Dios como la de dos amantes... la palabra amor no me sonaba como amor real... esto me abrió una puerta, y pido al Señor cuando comulgo que me haga descubrirle/vivir como mi Amado, y sentirme yo su amada". La Misa es un acontecimiento de amor, en el que Jesús, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo". Esta entrega nos interpela y nos lleva a preguntarnos: ¿Estamos tratando a Dios como se merece?
La Misa también es un encuentro con Jesús, y con los hermanos. Las grandes experiencias humanas (enamoramiento, amistad, contemplación, sentido estético, etc.) son muy difíciles de transmitir si no es desde la "experiencia vivida". Es como si alguien nos pregunta: “cuéntame el sabor de las cerezas, de las fresas…” le diremos: “toma, come una”, porque sólo desde el gusto podemos hablar. También si nos describen desde fuera las vidrieras de las catedrales, explicaremos que no se puede ver la luz que ellas desprenden sino desde dentro, que hay que entrar para gozar de estas cosas…
Sin la experiencia del amor de Dios, el fracaso y la muerte, el dolor y los desengaños que acompañan el camino de la vida nos dan un carácter agrio y resentido, y en cambio el sentido de Dios nos hace ver que tanto nacer como morir son fases hacia la resurrección, así todo tiene un lugar en los planes de Dios.
Nos abre las puertas a la esperanza. No estamos solos, pues nos dice Jesús: "Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). No es Jesús un recuerdo pasado sino que se queda Él mismo. Aquel “Yo soy el que soy/el que seré” es “Enmanuel”, Dios-con-nosotros, presencia viva del Resucitado en medio de los suyos que se presenta de nuevo por el Espíritu Santo en la "ekklesia", asamblea convocada por el Señor resucitado, quien ofreció su vida "para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Se hace una fiesta que ya se vive desde los primeros cristianos: "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hechos 2, 42). Nos toca vivir el mandato de Jesús: "Haced esto en memoria mía". Así como la memoria de una persona conserva su identidad, y la de un pueblo, así el memorial del Señor que nos acompaña siempre constituye nuestra identidad, que hemos de conservar.
La Iglesia es la familia de los hijos de Dios, extendida por todo el mundo, y esta familia tiene un hogar en el que se reúnen todos, y en él una mesa donde se celebra la comida preparada y servida con amor. Faltar a esta comida es separarse de la vida familiar, pues esa comida -esa cena- es el acto familiar por excelencia, donde padres e hijos, hermanos entre ellos, renuevan su mutuo afecto y tratan las cuestiones de familia, y se dan consejos y exhortaciones, ánimos para el bien de todos; cuando falta un hijo por cualquier motivo, es en la mesa donde se nota su ausencia, y también ahí es cuando más se añoran los difuntos que ya no están entre nosotros. Así también la Iglesia mira con afán alrededor de su mesa, en la mesa del altar, a ver si encuentra a todos sus hijos, y con frecuencia llora ausencias. Algunos ni siquiera entran en el comedor, otros entran pero miran la comida desde lejos, inapetentes, desganados, anoréxicos o con el paladar estragado con otros sabores, y no encuentran gusto en el alimento del alma, y así la Iglesia llora por estos hijos.
No son ritos formalistas, sino que en los gestos hay la expresión del corazón, ciertas “rutinas” necesarias en la vida, pues -comenta otro- "la vida me ha enseñado que ha de haber momentos fuertes de plegaria y de celebración, que el alimento de la fe no puede dejarse a la sola espontaneidad, sino que ha de haber cierto orden para hacer las cosas como en el horario de comidas. Dicho de otro modo, he aprendido la importancia de los ritos y de su repetición, como un cierto sentido cíclico en el tiempo". La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, como se ve desde los primeros documentos cristianos. En la primera carta de Pablo a los Corintios ya se habla de las colectas a favor de los hermanos necesitados, y en los Hechos de los Apóstoles se ve cómo ponían todo en común.
Fragmento del Capítulo 2 del Libro "Mi Querida Misa. La belleza de la Eucaristía y del domingo"
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