Confieso que la santidad pecadora de la Iglesia tiene para mí algo de consolador. ¿No nos desalentamos ante una santidad inmaculada que sólo actuara en nosotros juzgando y abrasando? ¿Quién se atreverá a decir que no necesita que nadie le soporte, más aún, que le porte? El que vive porque otros le soportan, ¿cómo va a negarse a soportar a los demás? El único don que puede ofrecer, el único consuelo que le queda, ¿no es soportar a otros como a él mismo se le soporta? En la Iglesia, la santidad empieza soportando y acaba portando, y claro, cuando se deja de soportar se deja también de portar, y entonces la existencia se vuelve inconsistente y se queda sin contenido. El cristiano reconoce que la autarquía es imposible y la debilidad de lo propio. Cuando la crítica a la Iglesia es amarga como la bilis y empieza a convertirse en burla, lo que ahí se esconde es orgullo. A eso se une normalmente un gran vacío espiritual que ya no ve en la Iglesia nada propio y peculiar, sino sólo una institución con miras políticas. Se tacha a su organización de lamentable y brutal, como si lo peculiar de la Iglesia fuera la organización y no el consuelo de la palabra y de los sacramentos, que conserva incluso en sus días más aciagos. Los verdaderos creyentes no dan demasiada importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas, pues viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si alguien quiere saber lo que es la Iglesia, que entre en ella. Pues la Iglesia no está sobre todo donde se organiza, se reforma o se gobierna, sino en los que creen con sencillez y reciben en ella el don de la fe, que para ellos es vida. Sólo sabe qué fue la Iglesia de antes y qué es la Iglesia de ahora el que ha experimentado cómo la Iglesia sitúa al hombre por encima de sus formas y servidumbres, y cómo es para él patria y esperanza, patria que es esperanza, camino que lleva a la vida eterna.
Con esto no queremos decir que hay que quedarse en el pasado y que hemos de aguantarlo todo tal como es. Pues soportar puede ser también algo muy activo, una lucha para que sea la Iglesia quien siempre porte y soporte. La Iglesia sólo vive en nosotros, vive de la lucha entre pecado y santidad, igual que esa lucha vive del don de Dios sin el cual no podría existir. Pero esa lucha será útil y constructiva cuando esté vivificada por el espíritu que soporta, por el amor real. Este es el criterio que siempre debe medir la lucha crítica por una santidad mayor, criterio que no se opone a la resignación, sino que la exige. La medida es la construcción. La amargura que se dedica exclusivamente a destruir, se descalifica por sí sola. Una puerta cerrada puede ser el signo que anima a los que están dentro. Pero creer que se puede hacer más solos que en equipo es pura ilusión, como también lo es poner la Iglesia de los «santos» en lugar de la «Iglesia santa», que es santa porque el Señor le da graciosamente el don de la santidad.
Ratzinger, Joseph. (2016). Introducción al cristianismo . España: Ediciones Sígueme.
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