domingo, 14 de junio de 2020

LA CAUSA DE TODA PERTURBACIÓN CONSISTE EN QUE NADIE SE ACUSA A SÍ MISMO






De las Instrucciones de san Doroteo, abad.
LA CAUSA DE TODA PERTURBACIÓN CONSISTE EN QUE NADIE SE ACUSA A
SÍ MISMO
Tratemos de averiguar, hermanos, cuál es el motivo principal de un hecho
que acontece con frecuencia, a saber, que a veces uno escucha una
palabra desagradable y se comporta como si no la hubiera oído, sin
sentirse molesto, y en cambio, otras veces, así que la oye, se siente
turbado y afligido. ¿Cuál, me pregunto, es la causa de esta diversa
reacción? ¿Hay una o varias explicaciones? Yo distingo diversas causas y
explicaciones y sobre todo una, que es origen de todas las otras, como ha
dicho alguien: «Muchas veces esto proviene del estado de ánimo en que
se halla cada uno.»
En efecto, quien está fortalecido por la oración o la meditación tolerará
fácilmente, sin perder la calma, a un hermano que lo insulta. Otras veces
soportará con paciencia a su hermano, porque se trata de alguien a quien
profesa gran afecto. A veces también por desprecio, porque tiene en nada
al que quiere perturbarlo y no se digna tomarlo en consideración, como si
se tratara del más despreciable de los hombres, ni se digna responderle
palabra, ni mencionar a los demás sus maldiciones e injurias.
De ahí proviene, como he dicho, el que uno no se turbe ni se aflija, si
desprecia y tiene en nada lo que dicen. En cambio, la turbación o aflicción
por las palabras de un hermano proviene de una mala disposición
momentánea o del odio hacia el hermano. También pueden aducirse otras
causas. Pero, si examinamos atentamente la cuestión, veremos que la
causa de toda perturbación consiste en que nadie se acusa a sí mismo.
De ahí deriva toda molestia y aflicción, de ahí deriva el que nunca
hallemos descanso; y ello no debe extrañarnos, ya que los santos nos
enseñan que esta acusación de sí mismo es el único camino que nos
puede llevar a la paz. Que esto es verdad, lo hemos comprobado en
múltiples ocasiones; y nosotros, con todo, esperamos con anhelo hallar el
descanso, a pesar de nuestra desidia, o pensamos andar por el camino
recto, a pesar de nuestras repetidas impaciencias y de nuestra resistencia
en acusarnos a nosotros mismos.
Así son las cosas. Por más virtudes que posea un hombre, aunque sean
innumerables, si se aparta de este camino, nunca hallará el reposo, sino
que estará siempre afligido o afligirá a los demás, perdiendo así el mérito
de todas sus fatigas.
El que se acusa a sí mismo acepta con alegría toda clase de molestias,
daños, ultrajes, ignominias y otra aflicción cualquiera que haya de
soportar, pues se considera merecedor de todo ello, y en modo alguno
pierde la paz. Nada hay más apacible que un hombre de ese temple.
Pero quizá alguien me objetará: "Si un hermano me aflige, y yo,
examinándome a mí mismo, no encuentro que le haya dado ocasión

alguna, ¿por qué tengo que acusarme?"
En realidad, el que se examina con diligencia y con temor de Dios nunca se
hallará del todo inocente, y se dará cuenta de que ha dado alguna ocasión,
ya sea de obra, de palabra o con el pensamiento. Y, si en nada de esto se
halla culpable, seguro que en otro tiempo habrá sido motivo de aflicción
para aquel hermano, por la misma o por diferente causa; o quizá habrá
causado molestia a algún otro hermano. Por esto, sufre ahora en justa
compensación, o también por otros pecados que haya podido cometer en
muchas otras ocasiones.
Otro preguntará por qué deba acusarse si, estando sentado con toda paz y
tranquilidad, viene un hermano y lo molesta con alguna palabra
desagradable o ignominiosa y, sintiéndose incapaz de aguantarla, cree que
tiene razón en alterarse y enfadarse con su hermano; porque, si éste no
hubiese venido a molestarlo, él no hubiera pecado.
Este modo de pensar es, en verdad, ridículo y carente de toda razón. En
efecto, no es que al decirle aquella palabra haya puesto en él la pasión de
la ira, sino que más bien ha puesto al descubierto la pasión de que se
hallaba aquejado; con ello, le ha proporcionado ocasión de enmendarse, si
quiere. Este tal es semejante a un trigo nítido y brillante que, al ser roto,
pone al descubierto la suciedad que contenía.
Así también el que está sentado en paz y tranquilidad, según cree,
esconde, sin embargo, en su interior una pasión que él no ve. Viene el
hermano, le dice alguna palabra molesta y, al momento, aquél echa fuera
todo el pus y la suciedad escondidos en su interior. Por lo cual, si quiere
alcanzar misericordia, mire de enmendarse, purifíquese, procure
perfeccionarse, y verá que, más que atribuirle una injuria, lo que tenía que
haber hecho era dar gracias a aquel hermano, ya que le ha sido motivo de
tan gran provecho. Y, en lo sucesivo, estas pruebas no le causarán tanta
aflicción, sino que, cuanto más se vaya perfeccionando, más leves le
parecerán. Pues el alma, cuanto más avanza en la perfección, tanto más
fuerte y valerosa se vuelve en orden a soportar las penalidades que le
puedan sobrevenir.

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