miércoles, 23 de mayo de 2018

PENTECOSTÉS, LA IGLESIA, LA VIRGEN MARÍA - EL SEÑOR EXALTA A SUS SANTOS PARA REAVIVAR LA FE DE LOS HOMBRES




 PENTECOSTÉS, LA IGLESIA, LA VIRGEN MARÍA
Benedicto XVI, Regina Caeli del 23 de mayo de 2010

Queridos hermanos y hermanas:

Cincuenta días después de la Pascua, celebramos la solemnidad de Pentecostés, en la que recordamos la manifestación del poder del Espíritu Santo, el cual -como viento y como fuego- descendió sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo y los hizo capaces de predicar con valentía el Evangelio a todas las naciones (cf. Hch 2,1-13). Sin embargo, el misterio de Pentecostés, que justamente nosotros identificamos con ese acontecimiento, verdadero «bautismo» de la Iglesia, no se limita a él. En efecto, la Iglesia vive constantemente de la efusión del Espíritu Santo, sin el cual se quedaría sin fuerzas, como una barca de vela a la que le faltara el viento. Pentecostés se renueva de modo particular en algunos momentos fuertes, tanto en ámbito local como universal, tanto en pequeñas asambleas como en grandes convocatorias.

Los concilios, por ejemplo, han tenido sesiones que se han visto gratificadas por efusiones especiales del Espíritu Santo, y entre ellos está ciertamente el concilio ecuménico Vaticano II. Podemos recordar también el célebre encuentro de los movimientos eclesiales con el venerable Juan Pablo II, aquí en la plaza de San Pedro, precisamente en Pentecostés de 1998. Pero la Iglesia conoce innumerables «pentecostés» que vivifican las comunidades locales: pensemos en las liturgias, especialmente en las que se viven en momentos especiales para la vida de la comunidad, en las cuales se percibe de modo evidente la fuerza de Dios infundiendo en las almas alegría y entusiasmo. Pensemos en las numerosas asambleas de oración, en las cuales los jóvenes sienten claramente la llamada de Dios a enraizar su vida en su amor, incluso consagrándose totalmente a él.


Por lo tanto, no hay Iglesia sin Pentecostés. Y quiero añadir: no hay Pentecostés sin la Virgen María. Así fue al inicio, en el Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en la oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos», como nos relata el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,14). Y así es siempre, en cada lugar y en cada época. Fui testigo de ello nuevamente hace pocos días, en Fátima. En efecto, ¿qué vivió esa inmensa multitud en la explanada del santuario, donde todos éramos realmente un solo corazón y una sola alma? Era un renovado Pentecostés. En medio de nosotros estaba María, la Madre de Jesús. Esta es la experiencia típica de los grandes santuarios marianos -Lourdes, Guadalupe, Pompeya, Loreto- o también de los más pequeños: en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu.

Queridos amigos, en esta fiesta de Pentecostés, también nosotros queremos estar espiritualmente unidos a la Madre de Cristo y de la Iglesia invocando con fe una renovada efusión del divino Paráclito. La invocamos por toda la Iglesia, y de modo particular en este Año sacerdotal por todos los ministros del Evangelio, a fin de que el mensaje de la salvación se anuncie a todas las naciones.

[Después del Regina Caeli] En este día, en el que se celebra la solemnidad de Pentecostés, os invito a rezar de un modo especial por la Iglesia, para que sus miembros, fortalecidos con la gracia del Espíritu Santo, sientan cada día más la alegría de pertenecer a la gran familia de los discípulos de Cristo y, con fe viva, esperanza firme y ardiente caridad, den testimonio en el mundo del Evangelio de la salvación.

* * *

EL SEÑOR EXALTA A SUS SANTOS
PARA REAVIVAR LA FE DE LOS HOMBRES
De la Constitución Fidélis Dóminus,
del papa Benedicto XIV (25-III-1754)

Fiel es el Señor a su palabra, al decir frecuentemente en la Sagrada Escritura que exaltará a los que se constituyeron en imágenes fieles de su Hijo por el ejercicio de la virtud de la humildad, reservando para ellos todo honor y gloria no sólo en el reino de los cielos, sino también en el mundo presente, para su propia exaltación y aumento de la fe en los demás hombres.

Ejemplo vivo lo hallamos en el bienaventurado Francisco. Este santo varón puso especial empeño en verse pequeño y humilde ante su propia consideración y ante la estima de los demás; y hoy, por declaración expresa de la santa Madre Iglesia, es honrado entre los amigos de Dios en el cielo, y en toda la tierra. Su cuerpo glorioso, fiel trasunto de la mortificación de Cristo hasta el lecho de su muerte, ahora resplandece en sepulcro glorioso, convertido además en santuario famoso, adonde concurren los pueblos de todo el mundo a postrarse con fervor y devoción, mientras se multiplican allí los signos y prodigios.

No habían transcurrido dos años de su muerte, cuando se iniciaron las obras en lugar digno para custodiar con suma piedad sus restos mortales, en las afueras de la ciudad de Asís, junto a las murallas; lugar que el papa Gregorio IX, nuestro predecesor, hizo suyo y transfirió la propiedad a la Santa Sede Apostólica, reservando todos los derechos inherentes a la iglesia que se construiría en dicho lugar en dependencia directa y perpetua de la misma Sede Apostólica.

En la ciudad de Asís el mismo papa Gregorio IX canonizó al patriarca Francisco, y aprovechó esta efemérides para colocar él personalmente la primera piedra de la nueva iglesia, que nombró «Cabeza y Madre» de la Orden de los Menores, concediendo especiales prerrogativas y privilegios a este magnífico templo, que luego acrecentarían los romanos Pontífices.

Terminadas felizmente las obras de este magnífico templo, el 25 de mayo del año 1230, con solemne pompa fue trasladado el cuerpo de san Francisco; y el domingo anterior a la fiesta de la Ascensión del Señor, 25 de mayo de 1253, personalmente, el papa Inocencio IV, con gran solemnidad, celebró el rito de la consagración de esta iglesia.

Así pues, Nos, a ejemplo de nuestros predecesores, deseamos acrecentar su esplendor y gloria, puesto que estamos seguros de que el Patriarca seráfico impetrará del Señor más abundantes bendiciones y gracias celestes para la Iglesia Romana, cuanto la Sede Apostólica más engrandezca su extraordinaria figura. Por tanto, por la presente Constitución, valedera para siempre, erigimos dicha iglesia de San Francisco en Basílica patriarcal y Capilla papal.

No hay comentarios. :

Publicar un comentario