martes, 29 de mayo de 2018

CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO






CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS
EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO
por Michel Hubaut, franciscano

Aprender a contemplar el cuerpo eucarístico de Cristo
con los ojos del Espíritu

La primera Admonición de san Francisco es una bella y concisa síntesis de su visión trinitaria y sacramental de la revelación cristiana.

Francisco abre esta exhortación sobre Cristo eucarístico con una rápida pero sugestiva evocación del Cristo histórico, cuya misión esencial fue revelarnos, hacernos «conocer», hacernos «ver» el amor del Padre y el camino que nos conduce a Él. Sugiere, pues, que Cristo eucarístico prosigue la misma misión. El cuerpo eucarístico es una revelación que hace «ver» el amor del Padre y conduce a Él. Para Francisco, los sacramentos están en la lógica de la encarnación de Jesús. No hay sino una sola historia de la salvación, una sola revelación, pero se despliega en etapas diversas.

En cada etapa, el Dios de la Alianza revela, se expresa, según modalidades diferentes. La nueva presencia de Cristo eucarístico es la última revelación de Dios salvador, el último signo de su amor, de su encuentro con la humanidad.


Notemos una vez más que, para Francisco, esta salvación-revelación es una colaboración de las tres personas de la Trinidad. Puesto que «el Padre habita en una luz inaccesible», la misión del Hijo es hacerlo «ver», tanto en su encarnación en Palestina como en su actual Eucaristía. Y la misión del Espíritu es hacer «ver» a Cristo aquí y hoy. Porque si Jesús es el desvelamiento del Padre, tiene a su vez necesidad de ser desvelado por el Espíritu. ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, «ver» en el hijo del carpintero al que es igual al Padre? ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, sobrepasar un simple conocimiento histórico, carnal, para confesar a Cristo Señor y reconocerle presente en este sacramento?

Hay, en Francisco, una especie de circularidad del «conocimiento» en la fe. El Hijo revela al Padre y el Espíritu Santo revela al Hijo. Ningún aspecto del cristianismo puede «verse» fuera de la Trinidad viviente donde cada persona está al servicio de esta revelación de la salvación. La fe no puede brotar sino de su respectiva misión y de su estrecha colaboración.

Este texto está como ritmado, estructurado por el verbo clave «ver», que recurre trece veces, sin contar los otros verbos de visión, como contemplar, mirar, mostrar... Todo se juega, pues, al nivel de ver, mirar. Creer es aprender a «ver» con los ojos del Espíritu, el Paráclito, como gusta a Francisco llamarle, nuestro consejero interior. Francisco opone con frecuencia en sus escritos al hombre ciego, cerrado sobre sí mismo, que no ve, y al hombre abierto a la realidad invisible, que ve y que cree; en otras palabras, los «ojos de la carne» y los «ojos del Espíritu».

Ayer, el Espíritu, en el corazón de los apóstoles, les permitía «ver» en Jesús de Nazaret al Hijo del Padre. Hoy, sólo el Espíritu en nuestros corazones nos permite «ver» en el pan eucarístico la nueva presencia de Cristo. Más todavía, sólo el Espíritu en nosotros es capaz de acogerlo y de «comulgar» realmente con esta presencia. Él solo nos permite creer, amar, seguir y vivir a Cristo. Francisco supo «contemplar» a Cristo eucarístico con los «ojos del Espíritu». Supo «ver», discernir con fervor, gozo y reconocimiento, este nuevo signo de la revelación. ¿No es, por otra parte, Cristo mismo, como lo escribe Francisco, quien escogió este medio de permanecer siempre con los que crean en él hasta el fin del mundo? Francisco, en efecto, ve en la Eucaristía un lugar privilegiado de la realización de esta promesa: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo». La Eucaristía es una manifestación visible, sensible, actual, permanente de Cristo salvador. La fe es, pues, el acto fundamental, decisivo, que hace al hombre disponible a la palabra-revelación del Hijo, a la mirada interior del Espíritu.

Volvemos a encontrar en Francisco el ardiente deseo de «ver corporalmente», es decir, al nivel de los signos, a su Señor y su Dios. No es desde luego casual que no utilice casi nunca la palabra demasiado abstracta de «eucaristía» y prefiera la expresión más concreta de «cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo», que prolonga sacramentalmente el misterio de su encarnación reveladora y redentora.

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