domingo, 27 de mayo de 2018

LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO - LA FUERZA DEL ESPÍRITU SANTO








LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
De la homilía de Benedicto XVI el día de Pentecostés (23-V-2010)

Queridos hermanos y hermanas:


En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus!, «¡Ven, Espíritu Santo!». Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.


El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,1-11) presenta el «nuevo curso» que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia.




Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.


El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas...», etc. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres elementos: los «romanos», es decir, el mundo occidental; los «judíos y prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.


En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: «He venido a arrojar fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12,49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3,2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.


Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor!


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LA FUERZA DEL ESPÍRITU SANTO

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 en la solemnidad de Pentecostés

Amadísimos: Ningún humano discurso es capaz de dar a entender los grandiosos dones que en el día de hoy [Pentecostés] nos ha otorgado nuestro benignísimo Dios. Por eso, gocémonos todos a la par, y alabemos a nuestro Señor rebosando de alegría. La festividad de este día debe, en efecto, reunir a todo el pueblo en pleno. Pues así como en la naturaleza las cuatro estaciones o solsticios del año se suceden unos a otros, así también en la Iglesia del Señor una solemnidad sucede a otra solemnidad transmitiéndonos sucesivamente las variadas facetas del misterio. Así, hemos recientemente celebrado la fiesta de la Pasión, de la Resurrección y, finalmente, de la Ascensión de nuestro Señor a los cielos; hoy, por último, hemos llegado al mismo culmen de los bienes, al fruto mismo de las promesas del Señor.


Porque si me voy -dice- os enviaré otro Paráclito, y no os dejaré desamparados. ¡Ved cuánta solicitud! ¡Ved qué inefable bondad! Hace sólo unos días subió al cielo, recibió el trono real, recuperó su sede a la derecha del Padre; y hoy hace descender sobre nosotros el Espíritu Santo y, con él, nos colma de mil bienes celestiales. Porque -pregunto-, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo?


Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la adopción, somos -por decirlo así- plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero. Es lo que Pablo proclama, diciendo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Como a él le parece -dice-, no como se le ordena; repartiendo, no repartido; por propia autoridad, no sujeto a autoridad. Pablo, en efecto, atribuye al Espíritu Santo el mismo poder que, según él, tiene el Padre.


Y así como dice del Padre: Dios es el que obra todo en todos, afirma igualmente del Espíritu Santo: El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. ¿No advertís su plena potestad? Los que poseen idéntica naturaleza, es lógico que posean idéntica potestad; y los que tienen una igual majestad de honor, también tienen una misma fuerza y poder. Por él hemos obtenido la remisión de los pecados; por él nos purificamos de todas nuestras inmundicias; por la donación del Espíritu, de hombres nos convertimos en ángeles, nosotros que nos acogimos a la gracia, no cambiando de naturaleza, sino -lo que es todavía más admirable- permaneciendo en nuestra humana naturaleza, llevamos una vida de ángeles. ¡Tan grande es el poder del Espíritu Santo!

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