miércoles, 30 de agosto de 2017

¿Qué ha pasado con el pecado?

En las revelaciones de Fátima de 1917, hay un marcado acento respecto de la pecaminosidad del mundo. Nuestra Señora de Fátima llamó al mundo a recobrar la conciencia de su propia pecaminosidad. Treinta años más tarde ya el Papa Pío XII[1]declararía que el fenómeno más alarmante de su tiempo era que el mundo había perdido el sentido de pecado.
«La pérdida del sentido del pecado es, por lo tanto, una forma o fruto de la negación de Dios: no sólo de la atea, sino además de la secularista. Pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria».[2]
El tercer obispo de Fátima Monseñor Alberto Cosme do Amaral en un discurso pronunciado el 10 de diciembre de 1975, dijo:
«Teniendo en cuenta el mensaje de Fátima, el pecado no es un fenómeno de orden sociológico, sino que es, según el verdadero concepto teológico, una ofensa contra Dios con las evidentes consecuencias sociales. Quizás la vida no ha sido nun0ca más pecaminosa que en el siglo XX, pero hay algo nuevo que se añade a los pecados de este siglo: el hombre actual, más pecador que sus antepasados, ha perdido el concepto de pecado. Peca, se ríe y hasta se vanagloria del pecado cometido… el hombre hoy en día ha llegado a este estado porque ha colocado una división entre él y Dios… creyendo que cuando se ignora a Dios, todo es posible».[3]
En Viena el 10 de septiembre de 1984, afirmaba el mismo prelado que el Tercer S
ecreto se refiere sobre todo a la Fe Católica, a la apostasía de las naciones. La apostasía tiene lugar, por supuesto, con la pérdida de la fe:
«Su contenido… sólo concierne a nuestra fe. Identificar el Secreto con anuncios catastróficos o con un holocausto nuclear es deformar el significado del Mensaje. La pérdida de la fe de un continente es peor que la aniquilación de una nación».[4]
I. ¿Qué ha pasado con el pecado?
El Dr. Karl Menninger renombrado psiquiatra, en 1973 publicó el famoso libro ¿Qué ha pasado con el pecado?, en el que escribió:
Los seres humanos han llegado a ser más numerosos, pero escasamente morales. Ellos están ocupados, viniendo y yendo, obteniendo y perdiendo, peleando y defendiendo, creando y destruyendo… Ellos ahora se comunican con otros en mil maneras, rápido y lento; se transportan rápidamente sobre la tierra, el mar, y a través del aire… Ésta ha llegado a ser la época de la tecnología, incontrolable y triunfante. Nos jactamos de nuestros inventos, innovaciones, y dispositivos… Y mientras obtenemos y acumulamos, nos jactamos y desafiamos… De repente, despertamos de nuestros sueños placenteros con una comprensión espantosa de que algo estaba equivocado
En todos los lamentos y reproches hechos por nuestros videntes y profetas, uno echa de menos la palabra “pecado”, una palabra que solía ser un lema verdadero de los profetas. Esta fue una palabra una vez en la mente de todos, pero ahora raramente escuchada. ¿Significa esto que ningún pecado está implicado en nuestros problemas?… ¿No es alguno nunca más culpable de algo?… Todos nosotros admitimos la ansiedad y la depresión, e incluso los sentimientos vagos de culpa; pero ¿no ha cometido nadie algún pecado? En efecto, ¿dónde se fue el pecado? ¿Qué le pasó?
El escrito del Dr. Menninger consecuentemente no sólo fue proverbial sino profético.
«¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una “anestesia” de la conciencia?» Se preguntaba también el papa Wojtyla.[5]
Benedicto XVI expresó que la pérdida del sentido del pecado tiene en su origen la pérdida del sentido de Dios.
«Donde se excluye a Dios de la vida pública, el sentido de la ofensa contra Dios –el auténtico sentido del pecado– desaparece, y cuando se relativiza el valor absoluto de las normas morales se desvanecen las categorías del bien y del mal, junto con la responsabilidad individual».[6]
¿Saben lo que le ha pasado el pecado?, que ha fijado su residencia en nuestros corazones y la mayoría de la gente ni lo sabe. No da mucho trabajo bloquear el sol, una moneda pequeña puesta sobre cada uno de los ojos, y ya está. Así también el pecado ignorado bloquea a Cristo de nuestras vidas y endurece nuestros corazones.
Y, no solamente es la pérdida del sentido de Dios, y consecuentemente del pecado, sino que lo más lamentable es, que hoy se justifica el mal como bien y viceversa.
II. ¡Qué difícil resulta hoy hacer una buena confesión!
Se ha llegado a ensalzar tanto los «derechos humanos»[7], su autonomía y su personalidad, endiosando a la persona humana, en una «religión del hombre», el humanismo ateo, que busca dejar en la penumbra la trascendencia de Dios, sus derechos y sus sanciones.
«Cristianismo horizontal» que se olvida de Dios, centrado exclusivamente en «el prójimo», que coloca al hombre y no a Dios como centro de la religión. Dios se encuentra solamente en la faz, las funciones, las fortunas y el futuro del hombre. La primacía del hombre se identifica con la primacía de Dios.[8]
El hombre moderno auto-indulgente, rehúsa acercarse al Sacramento de la Penitencia, busca recibir el perdón de los pecados de una manera barata, sin el sacrificio de humillarse delante del sacerdote. Inflado de autosuficiencia, ya no es capaz de postrarse delante de Dios en un acto de adoración, y tanto menos, postrarse delante de un hombre, para obtener por su ministerio el perdón de sus pecados.
Lo que es real en la vida, hay que legalizarlo: aborto, prostitución, drogas, homosexualismo, etc., luego lo que es legal es bueno.
Así, muchos han abandonado la confesión como ecos impersonales de la anti-Iglesia: «yo me confieso directamente con Dios».
El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. El pecado es una palabra, un acto o un deseo contarios a la Ley eterna, ya que se levanta contra el amor que Dios nos tiene. El pecado nos aparta de Dios, nuestro Padre amoroso y misericordioso. El pecado es «amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios».
Los pecados actúan en el alma de una manera oprimente, agobian a quien los carga. La tristeza del mundo actual es debida al pecado. Solamente evitándose el pecado personal, por la confesión de los pecados se derribarán las «estructuras de pecado».
Jesús que ha vencido al pecado nos llama a la conversión –una derrota del poder del Maligno. El cristiano debe luchar contra el pecado convencido de que es un absurdo estar con Jesús y al mismo tiempo apegado al pecado. El Sacramento de la Penitencia, es una obra de la Divina Misericordia. Debemos por lo tanto acercarnos al confesionario con gozo, y no –como quisiera el Demonio– con miedo.
Es que se desconoce el efecto maravilloso y complejo de una buena confesión y los prodigios que obra en toda alma que se prepara dignamente para recibir uno de los sacramentos que es puro milagro. Como en el Calvario, con los dos malhechores, lo que para uno puede ser una ocasión de humildad y purificación, puede convertir el otro en maldición.
Es consolador este breve diálogo entre San Francisco de Sales y un amigo suyo que le endilga esta pregunta:
– ¿Qué diríais de mí si os confesara un crimen monstruoso que hubiera cometido?
– Diría que sois un santo, porque solamente los santos saben arrepentirse y confesarse con toda sinceridad y humildad.
Ésa es la razón, por la que una confesión bien hecha, borra los mayores crímenes y deja el alma arrepentida con toda la luminosidad de un ángel o un santo.
Cuando queremos resolver las cosas a nuestro modo, como lo hicieron nuestros primeros padres, o como el «mal ladrón», nos encontramos con la misma consecuencia: perdemos el paraíso.
III. Misericordia y justicia.
Pero lo más dramático hoy para acceder al sacramento de le penitencia, es que no faltan sacerdotes y hasta obispos, que enseñan que basta «la confesión a solas con Dios» o acuden a la absolución colectiva. También la dificultad de parte de los fieles de encontrar sacerdotes que les administren el Sacramento del Perdón los empuja al abandono de esta práctica sacramental, y si los encuentran, a ese síndrome del confesionario vacío se suma otro drama que estriba en confesiones realizadas ante sacerdotes que condonan todos los pecados y hasta los justifican haciendo del sacramento algo trivial y sin consecuencias santificantes ni santificadoras.
La Iglesia, los sacramentos, la confesión en último caso, no están para hacernos sentir bien, amados sí, pero no bien.
El Papa Pío XII, en la Encíclica «Mystici corporis» afirma que la confesión frecuente «aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del sacramento».
La confesión es una resistencia a Satanás y al pecado. Unos se acercan al confesionario sin ningún examen. ¿Qué buena confesión puede resultar de una persona que ignora culpablemente la situación de su alma? Sólo la verdad y la aceptación de la responsabilidad del pecado personal nos lleva a un verdadero examen de conciencia, y a un verdadero propósito de enmienda.
Los más no verifican un verdadero propósito de enmienda, ya que no piensan en las personas, en los lugares, en los libros y películas que son la causa de sus pecados; no meditan sobre las estratagemas con que les engaña el demonio; no miden los peligros y el lugar en que se hallan. Salen del confesionario sin una preocupación por el futuro, sin planes a realizar para evitar nuevos pecados, sin proyectos concretos para alejarse de aquella persona que es causa de su perdición, o de no acudir a aquel antro que le provoca el pecado, o de no ver tales programas que le son incentivo invencible para el mal.
Por eso no pocos llegan al confesionario sin ningún dolor. Han cometido pecados y los confiesan con la misma frialdad con que contarían los goles que han metido en un partido. No se trata de un dolor físico, no, que no es necesario, sino de una vergüenza de su conducta, de una pena de haber dado a Dios tantos dolores en la Cruz. Están simplemente leyendo una pista sin compromiso de que se trata de sus propios errores, de sus propias traiciones.
«La persona que no tiene remordimiento de sus pecados se ha reducido a la estupidez animal. Ha perdido el sello del hombre racional».[9]
Si no se admite la responsabilidad del pecado personal, y no hay arrepentimiento, sincomprender lo ocurrido interpretándolo en su verdad,[10] no hay consecuentemente absolución real, y por lo tanto no hay misericordia.
La misericordia es verdadera solamente cuando busca el verdadero bien del prójimo. Este bien consiste, sobre todo, en su salvación eterna. Alentar su permanencia en el vicio y el pecado por una compasión equivocada es ignorar su bien espiritual y evitar su salvación eterna. No puede haber crueldad mayor.
El que se prepara bien, con la verdad completa de sus pecados, y confiesa mejor, se verá libre de los más monstruosos crímenes.
Germán Mazuelo-Leytón
[1] PÍO XII. Radiomensaje en la conclusión del Congreso Catequístico de Estados Unidos, en Boston, 26/10/1946. En: Discorsi e Radio messaggi, VIII (1946), 288.
[2] Ibid.
[3] JOHNSTON, FRANCIS, Fátima: The Great Sign.
[4] DE LA SAINTE TRINITÉ, Frère MICHEL, The Whole Truth About Fatima, Volumen III – El Tercer Secreto, Immaculate Heart Publications, Buffalo, Nueva York, 1990, p. 676.
[5] JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, nº 18.
[6] BENEDICTO XVI, Discurso a los obispos de Canadá Occidental, 9-10-2006.
[7] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, La religión de los derechos humanos, http://adelantelafe.com/la-religion-de-los-derechos-humanos/
[9] VILARIÑO S.J., P. REMIGIO, El pecado mortal.
[10] JUAN PABLO II, Encíclica Evangelium vitae, nº 99.

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