lunes, 2 de septiembre de 2024

SAN GREGORIO MAGNO - POR AMOR A CRISTO, CUANDO HABLO DE ÉL, NI A MÍ MISMO ME PERDONO De las homilías de san Gregorio Magno

 



SAN GREGORIO MAGNO
Benedicto XVI, Ángelus del día 3-IX-2006

Queridos hermanos y hermanas:

El calendario romano recuerda hoy, 3 de septiembre, a san Gregorio Magno, Papa y doctor de la Iglesia (540-604). Su figura singular, diría casi única, es un ejemplo tanto para los pastores de la Iglesia como para los administradores públicos: en efecto, fue primero prefecto y después Obispo de Roma. Como funcionario imperial se distinguió por su capacidad administrativa y su integridad moral, de modo que cuando tenía sólo treinta años desempeñó el cargo civil más alto: praefectus urbis. En su interior, sin embargo, maduraba la vocación a la vida monástica, que abrazó en el año 574, a la muerte de su padre. Desde entonces, la Regla benedictina se transformó en un elemento fundamental de su existencia. También cuando el Papa lo envió como representante suyo al emperador de Oriente, en Constantinopla, conservó un estilo de vida monástico, sencillo y pobre.

Llamado a Roma, aunque vivía en un monasterio, fue estrecho colaborador del Papa Pelagio II y, cuando este murió, víctima de una epidemia de peste, Gregorio fue aclamado por todos como su sucesor. Por todos los medios trató de rechazar ese nombramiento, pero al final tuvo que rendirse y, dejando muy a su pesar el claustro, se dedicó a la comunidad, consciente de cumplir un deber y de ser un simple «siervo de los siervos de Dios». «No es realmente humilde -escribe- quien comprende que por voluntad divina debe estar al frente de los demás y a pesar de ello rechaza el nombramiento. En cambio, si acepta la voluntad de Dios, evitando el vicio de la obstinación, y está dotado de los dones con los que puede ayudar a los demás, cuando le viene impuesta la máxima dignidad del gobierno de las almas, en su corazón debe huir de ella, pero muy a su pesar debe obedecer» (Regla pastoral I, 6). Es como un diálogo que entabla el Papa consigo mismo en ese momento.

Con profética clarividencia, san Gregorio intuyó que estaba naciendo una nueva civilización del encuentro entre la herencia romana y los pueblos llamados «bárbaros», gracias a la fuerza de cohesión y de elevación moral del cristianismo. El monaquismo se revelaba una riqueza no sólo para la Iglesia sino para toda la sociedad.

De salud débil pero de fuerte temple moral, san Gregorio Magno llevó a cabo una intensa acción pastoral y civil. Dejó un vasto epistolario, admirables homilías, un célebre comentario al libro de Job y los escritos sobre la vida de san Benito, además de numerosos textos litúrgicos, famosos por la reforma del canto, que por su nombre se llama «gregoriano». Pero la obra más celebre es, sin duda alguna, la Regla pastoral, que ha tenido para el clero la misma importancia que tuvo la Regla de san Benito para los monjes de la Edad Media. La vida del pastor de almas debe ser una síntesis equilibrada de contemplación y acción, animada por el amor que «alcanza cimas altísimas cuando se inclina misericordiosamente ante los males profundos de los demás. La capacidad de inclinarse ante la miseria ajena es la medida de la fuerza que impulsa hacia lo alto» (Regla pastoral II, 5). En esta enseñanza, siempre actual, se inspiraron los padres del concilio Vaticano II para delinear la imagen del pastor de nuestros tiempos.

Oremos a la Virgen María para que los pastores de la Iglesia y también los responsables de las instituciones civiles sigan el ejemplo y la enseñanza de san Gregorio Magno.

[Después del Ángelus] Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española... Pidamos a la Virgen María que nos ayude a descubrir siempre la sabiduría y la bondad contenidas en los mandamientos divinos, para cumplir como ella en todo momento la amorosa voluntad de Dios.

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POR AMOR A CRISTO, CUANDO HABLO DE ÉL,
NI A MÍ MISMO ME PERDONO
De las homilías de san Gregorio Magno
sobre el libro del profeta Ezequiel (Libro 1, 11, 4-6)

Hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel. Fijémonos cómo el Señor compara sus predicadores a un atalaya. El atalaya está siempre en un lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca. Y todo aquel que es puesto como atalaya del pueblo de Dios debe, por su conducta, estar siempre en alto, a fin de preverlo todo y ayudar así a los que tiene bajo su custodia.

Estas palabras que os dirijo resultan muy duras para mí, ya que con ellas me ataco a mí mismo, puesto que ni mis palabras ni mi conducta están a la altura de mi misión.

Me confieso culpable, reconozco mi tibieza y mi negligencia. Quizá esta confesión de mi culpabilidad me alcance el perdón del Juez piadoso. Porque, cuando estaba en el monasterio, podía guardar mi lengua de conversaciones ociosas y estar dedicado casi continuamente a la oración. Pero, desde que he cargado sobre mis hombros la responsabilidad pastoral, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría, solicitado como estoy por tantos asuntos.

Me veo, en efecto, obligado a dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los individuos en particular; otras veces tengo que ocuparme de asuntos de orden civil, otras, de lamentarme de los estragos causados por las tropas de los bárbaros y de temer por causa de los lobos que acechan al rebaño que me ha sido confiado. Otras veces debo preocuparme de que no falte la ayuda necesaria a los que viven sometidos a una disciplina regular, a veces tengo que soportar con paciencia a algunos que usan de la violencia, otras, en atención a la misma caridad que les debo, he de salirles al encuentro.

Estando mi espíritu disperso y desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al ministerio de la palabra? Además, muchas veces, obligado por las circunstancias, tengo que tratar con las personas del mundo, lo que hace que alguna vez se relaje la disciplina impuesta a mi lengua. Porque, si mantengo en esta materia una disciplina rigurosa, sé que ello me aparta de los más débiles, y así nunca podré atraerlos adonde yo quiero. Y esto hace que, con frecuencia, escuche pacientemente sus palabras, aunque sean ociosas. Pero, como yo también soy débil, poco a poco me voy sintiendo atraído por aquellas palabras ociosas, y empiezo a hablar con gusto de aquello que había empezado a escuchar con paciencia, y resulta que me encuentro a gusto postrado allí mismo donde antes sentía repugnancia de caer.

¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la montaña, sino que estoy postrado aún en la llanura de mi debilidad? Pero el Creador y Redentor del género humano es bastante poderoso para darme a mí, indigno, la necesaria altura de vida y eficacia de palabra, ya que por su amor, cuando hablo de él, ni a mí mismo me perdono. 

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