lunes, 6 de julio de 2020

SAN GOAR PRESBÍTERO Y ERMITAÑO EN TRÉVERIS (f 575)

SDJ06JUIL SAINT GOAR


SAN GOAR
PRESBÍTERO Y ERMITAÑO EN TRÉVERIS (f 575)

SDJ06JUIL SAINT GOAR



La mayoría de los autores señalan el nacimiento de Goar hacia el año 525. Sus padres pertenecían a la nobleza de Aquitania y eran, por sus virtudes, el ornato y la edificación de la provincia. Goar dio desde su infancia señales de verdadera santidad. La historia nos lo muestra orlado con la aureola de la inocencia su exquisita pureza daba a su rostro una expresión más suave que la alborada, junto a este lirio de inmaculada blancura crecía lozana y fresca la rosa de la caridad, que ya en los tiernos años inspiraba todas sus acciones e hizo que se mostrara siempre extremadamente amable y obsequioso para con los demás. Apenas alcanzó Goar la edad de la razón, ya se entregó de lleno a la práctica de las obras buenas. Gozábase en consolar a los afligidos y socorrer a los pobres, y su corazón se inflamaba cada día en el amor al prójimo. La pureza de su vida y el ardor de la caridad le granjearon muy pronto el afecto de cuantos le rodeaban, circunstancias que él aprovechó para darse por entero al apostolado de los pobres y de los ignorantes. Ya desde sus tiernos años hablaba de Dios con tal fervor y celo, que ponía admiración en cuantos le escuchaban, sus palabras, precedidas siempre del ejemplo, penetraban suavemente en los corazones por duros que fuesen. Sus instrucciones, exhortaciones y consejos, encendían en las almas la llama de la virtud, y muchos pecadores, escuchándole, renunciaron a los placeres del mundo y abandonaron la senda del vicio.

SACERDOTE Y ERMITAÑO

Tan bellos comienzos atrajeron sobre Goar la atención de su obispo, que, complacido de la actuación del niño, quiso investirle del carácter sacerdotal para hacer más fecundo su apostolado. Cuando el joven apóstol llegó a la edad requerida, recibió los órdenes sagrados. Fue siempre sacerdote celosísimo del cumplimiento de sus deberes, y muy fervoroso en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Ejerció, además, el ministerio de la predicación y con sus exhortaciones convirtió a gran número de personas que haban permanecido sordas a otros llamamientos y que acudieron a la primera invitación del Santo. Los esfuerzos de Goar para hacer desaparecer los abusos y las constumbres inveteradas de la época —resabios de bárbaros y paganos tiempo— viéronse coronados con resultados tan satisfactorios, que le dieron motivo para temer que su humildad fuera empañada por la vanagloria, a causa de las alabanzas que le prodigaban. Para huir de semejante peligro, resolvió retirarse a la soledad, y poniendo por obra su propósito, se encaminó a un lugar desierto situado a orillas del Rin. Tras larga correría, paróse a descansar a orillas de un riachuelo llamado Vocaire, que regaba la hermosa campiña de Tréveris. Era aquél un país sembrado de muchos templos paganos donde los falsos dioses contaban con entusiastas adoradores. El celoso sacerdote encontró en estos parajes un vasto campo abierto a su celo apostólico, pidió a Fibicio, obispo de Tréveris, licencia para construir un modesto santuario, y pronto una capillita quedó adosada a la ermita que Goar se había edificado. Encerrándose en profundo retiro, encontró en la oración, las vigilias, los ayunos y las austeridades de la vida solitaria, las fuerzas necesarias para cumplir los trabajos del apostolado a que había de entregarse. Provisto de armas tan poderosas, abandonó luego su eremítica soledad, devorado su corazón por el celo de la salvación de las almas. Recorrió los pueblos vecinos predicando la palabra de Dios y señalando su paso con numerosas conversiones. Para dar más autoridad a su palabra, favorecióle el Señor con el precioso don de milagros. A su voz, los paganos renunciaban a sus errores y abandonaban los templos de los falsos dioses. Sin embargo, no se veía Goar al obrigo de pruebas y tentaciones. El demonio, irritado, le acometió, unas veces secretamente, y otras de manera manifiesta, pero cada combate suponía un triunfo para el siervo de Dios, con lo cual las luchas no hacían sino aumentarle el ardor y el entusiasmo por la causa de Cristo.

CÓMO PRACTICABA LA HOSPITALIDAD

De la Santa Misa, más que de ninguna otra devoción, sacaba Goar el celo ardoroso que desplegaba en la evangelización de los pueblos. Celebraba el Santo Sacrificio todos los días en cumplimiento de una obligación que él mismo se había impuesto y rezaba, además, todo el salterio. Se le iba gran parte de la noche en vigilias y oraciones, y no bien la aurora esparcía sobre la tierra los primeros resplandores, él comenzaba el cántico de los salmos, y ofrecía luego la Víctima sin mancha. Pronto fue aquel sitio el lugar de cita de todos los pobres y enfermos de la comarca. Cuando Goar había terminado sus largas devociones, se entregaba por completo a las obras de caridad. Hacía sentar a los pobres a su mesa, y él mismo les servía la comida, dando al propio tiempo libre curso a su celo apostólico con tal unción de fe y amor, que muchos de ellos se convertían a Dios o, por lo menos, cambiaban de conducta. Los que tenían la suerte de ser comensales suyos, recogían sus palabras y, atraídos por sus ejemplos y palabras, se hacían a menudo discípulos e imitadores suyos. Goar acogía con gusto a cuantos peregrinos llegaban a su ermita, servíalos con cariño y procurábales cuantos cuidados necesitaban, esmerándose para que la hospitalidad que ofrecía fuese lo más cómoda posible. Tan absorto estaba en predicar que con frecuencia, en el fervor de sus amonestaciones se olvidaba del propio alimento.

ES ACUSADO ANTE EL OBISPO DE TRÉVERIS


No todos veían con buenos ojos la conducta de Goar. Dos familiares del obispo de Tréveris, acudieron a la ermita, para cobrar un tributo destinado al culto y ornato de la iglesia de San Pedro. La vista de la ermita y de los pobres y peregrinos con quienes Goar repartía su pan desde la mañana, impresionó desfavorablemente a los dos emisarios, los cuales consideraron este acto de caridad como una infracción de las reglas monásticas del ayuno y de la abstinencia. Al regresar a Tréveris denunciaron a Goar ante el obispo, como a hombre amigo de comilonas y como piedra de escándalo para todo el país, pues arrastraba a muchos hombres a estos mismos excesos que con sus malos ejemplos propagaba. El obispo creyó de buena fe cuanto le contaron sus familiares, y les ordenó que volvieran apresuradamente a la ermita y trajesen a Goar a su presencia para pedirle cuenta de su conducta. Goar los recibió con su acostumbrada amabilidad, sin manifestar la menor extrañeza por esta visita inesperada. Cuando los enviados le comunicaron la orden del obispo, exclamó. «El Señor me dé fuerzas para que la obediencia no sufra retraso». Pasó la noche en oración, y al amanecer del día siguiente, después de celebrada la misa, dijo a su discípulo. «Hijo mío, prepara la comida para que los enviados de nuestro Pontífice puedan comer con nosotros». Cuando esto oyeron los familiares del obispo, se indignaron, y echaron en cara al sacerdote su desprecio de las leyes del ayuno y sus excesos en la comida. Goar, sin alterarse por estas acusaciones, les demostró que las leyes del ayuno no son superiores a las de la caridad. Estaba todavía hablando cuando su discípulo introdujo a un peregrino. Goar le invitó también a sentarse a la mesa y no tuvo ningún reparo en comer con él. Cuando los familiares del obispo se disponían a salir, el ermitaño les ofreció provisiones para el camino, que ellos aceptaron gustosos. Montaron a caballo y emprendieron la vuelta a Tréveris; Goar los seguía a pie. Los dos jinetes se alejaron poco a poco hasta que se perdieron en el horizonte. Cabalgaban en silencio, cuando he aquí que se sintieron acometidos de hambre tan atroz, tan atormentadora sed, y cansancio tan extraño, que creían llegada su última hora. Sabían que por allí corría un arroyuelo, y se pusieron a buscarlo, muy presto encontraron el cauce, pero sin una gota de agua. Se acuerdan entonces de las provisiones que les diera Goar en el momento de la partida; las buscan en sus alforjas, pero habían desaparecido. En vista de ello, tratan de llegar pronto a Tréveris y redoblan la velocidad, mas pronto, uno de ellos, extenuado de fatiga, sed y hambre, cae del caballo y pierde el conocimiento. El otro compañero, reconociendo su falta, espera al ermitaño que los seguía de cerca, se echa a sus pies y le pide ayuda. Goar, siempre amable y caritativo, le escucha y accede a sus deseos. Mas antes le dice. «Acordaos de que Dios es amor el que permanece en amor está en Dios y Dios en él. Cuando esta mañana os invitaba a tomar conmigo algún alimento no teníais que haber despreciado aquel acto de amor. Dios os castiga a fin de que aprendáis a practicar la caridad, vínculo de toda perfección». De improviso se presentaron a su vista tres ciervas. Goar les mandó que se detuvieran, y fue obedecido al punto; se acercó a ellas, las ordeñó, y después las dejó seguir su carrera a través de los bosques. Vuelto a los dos hambrientos, les ofreció la leche que la Providencia le había suministrado, «id —les dijo luego— a buscar agua al río y llenad las alforjas de provisiones». Así lo hicieron, el riachuelo, seco pocos momentos antes, llevaba una límpida corriente, en la que se refrigeraron; al mismo tiempo, las provisiones, reaparecidas milagrosamente, confortaron sus decaídas fuerzas. Este milagro les abrió los ojos; convencidos de la santidad de Goar, hablaron de él al obispo, no como acusadores, sino como amigos entusiastas y pregoneros de sus virtudes. Rústico —tal era el nombre del prelado— se resistió a creerlos, hizo reunir a todo su clero, y esperó al caritativo ermitaño. Quería proceder con discreción y conocimiento antes de formar juicio.

EL SEÑOR VUELVE POR EL HONOR DE SU SIERVO

Lo primero que hizo Goar al entrar en Tréveris. fue acudir a visitar al Santísimo Sacramento en compañía de su querido discípulo, luego se encaminó al palacio episcopal. Al llegar a la sala del Consejo —según dice la leyenda— obró un prodigio: a falta de percha, colgó su manteo de un rayo de sol. El obispo tomó de ello ocasión para acusarle de magia, atribuyendo este milagro a su comunicación con el espíritu de las tinieblas. Luego le reprochó su intemperancia y el desprecio que hacía de las leyes monásticas del ayuno y de la abstinencia. El acusado escuchaba en silencio, sorprendido y asombrado del milagro que le reprochaban; él había creído suspender su manteo de un objeto destinado a ese fin. Apenas hubo terminado el obispo su parlamento, Goar, levantando los ojos al cielo respondió. «Dios, juez justísimo, que escudriña los corazones y sondea los pensamientos, sabe muy bien que nunca fui iniciado en el arte de la magia. Si ciertos animales salvajes se detuvieron brindándome su leche, no les obligué a ello mediante culpables encantamientos. Sólo la caridad me guiaba a procurar, con el permiso divino y por su orden, salvar la vida de los que me acompañaban. Me reprocháis el comer y beber desde que apunta la aurora. Dios que ve todas las cosas, y es juez supremo, podría deciros si mis actos se inspiran en la inmortificación o en la caridad». Mientras el ermitaño se defendía con su habitual dulzura y mansedumbre, llegó un clérigo que llevaba en brazos a un niño recién nacido, abandonado por su madre en la pila de mármol destinada al efecto en la iglesia. Al verle, volviéndose hacia los eclesiásticos, dijo Rústico con aire de triunfo: «Ahora veremos si las obras de Goar se deben a Dios o al demonio. Que haga hablar a este niño para que diga en nuestra presencia quiénes son sus padres, y creeremos entonces en la santidad de sus obras. Si no lo puede hacer, lo tomaremos como prueba palpable de que sus obras son fruto de comercio con el espíritu de las tinieblas. El hombre de Dios se estremeció al oír tal proposición. Se esforzó en convencer al obispo, de que no debía exigirle cosa tan extraordinaria «Además —decía— ese milagro no serviría más que para cubrir de vergüenza a los padres de la criatura. Sólo la caridad me inspira en mis obras, y en nombre de esta misma caridad, debo resistirme a ejecutar lo que me mandáis». El obispo, rechazando tales excusas, le ordenó que se conformase con sus deseos. Goar levantó los ojos al cielo, hizo a Dios una ardiente oración, y se aproximó al niño. Luego se volvió hacia la asamblea y preguntó: «¿Qué edad tiene este niño? —Tres días» —se le respondió— . Inclinándose en seguida-hacia él, le dijo: «En nombre de la Santísima Trinidad, te conjuro que nos digas, clara y distintamente, y por su nombre, quiénes son tu padre y tu madre». Entonces el niño señaló con su manecita a un personaje allí presente, infiel a sus deberes, y dijo: «He ahí a mi padre: —y le nombró— , mi madre se llama Flavia». En seguida se cambiaron los papeles. Goar vio a sus pies al culpable derramando copiosas lágrimas. Él también lloraba por haber sido el instrumento de la revelación de este pecado vergonzoso, pero en su ardiente caridad encontró palabras de consuelo y aliento. Levantóse el sacrilego con la seguridad de que el ermitaño uniría sus oraciones y penitencias a las suyas propias para obtener de Dios el perdón de tamaño pecado. En efecto, Goar le prometió hacer con él y por él una penitencia de siete años. El auditorio quedó asombrado de tanta caridad y humildad. El culpable escuchó provechosamente las exhortaciones de Goar, se sometió a todos los rigores de las reglas canónicas, dispuesto a borrar la memoria de los graves desórdenes pasados, y su austerísima penitencia le valió llegar a ser un gran Santo, honrado como tal en la Iglesia de Tréveris.

SAN GOAR EN LA CORTE DE SIGEBERTO

La noticia de este milagro se extendió rápidamente, y no tardó en llegar hasta la misma corte de Sigeberto, rey de Austrasia. El monarca quiso tener una entrevista con el taumaturgo para oír de sus propios labios los pormenores de la asamblea de Tréveris. Con este fin le envió emisarios que pronto le trajeron a su presencia. Sigeberto le rogó que le contase cuanto había sucedido. Pero la modestia prohibía a nuestro Santo manifestar las circunstancias de un hecho que tanta gloria podía reportarle, y optó por guardar silencio. Algo contrariado el monarca, le ordenó, en nombre de la autoridad que le confería el poder real, que manifestase cuanto había ocurrido en Tréveris. Goar se inclinó ante una orden tan expresa. Pero como la caridad es siempre ingeniosa, rogó al rey que le contase lo que supiera del caso. Accedió Sigeberto, y cuando hubo ter
minado, le dijo su interlocutor. «Estoy obligado a obedeceros, pero no tengo nada que añadir a vuestro relato, ya que vos lo sabéis todo». Esta respuesta a la vez ingeniosa y humilde, le ganó las simpatías de todos; y una voz unánime se levantó de toda la cámara del rey proclamando a Goar digno del episcopado, y proponiendo al príncipe que le elevase a la silla de Tréveris; Goar era el único que discrepaba de la opinión general, y suplicó a Sigeberto que no le apartara de su dulce soledad. El rey se mostró sordo a estas súplicas; pero el hombre de Dios redobló sus instancias hasta haber conseguido un plazo de veinte días. Confiaba el Santo que en aquella demora habría de presentarse alguna razón o circunstancia que lo redimiera del compromiso. Porque se le hacía muy cuesta arriba a su humildad tener que cargar sobre sí el peso de aquel grandísimo honor con que se le quería distinguir. Juzgaba que no a él sino a otros más preclaros y virtuosos varones correspondía semejante deferencia, y que el Cielo iba a valerse del lapso concedido para rectificar los juicios de los hombres, más dados a juzgar por circunstancias. Pero no quiso confiar sus esperanzas en meras razones, y se propuso hacer méritos para poner al Señor de su parte. Contaba, por lo pronto, con aquel plazo que el rey le concediera, y con el fin de aprovecharlo para sus intentos, despidióse de la Corte, quizá con esperanza de no retornar.

RETORNO A LA SOLEDAD

Goar volvió jubiloso a las orillas del Rin, para encerrarse en su celda. Pasaba los días y las noches suplicando al Señor que le enviase una enfermedad para que Sigeberto no pudiera realizar sus planes. Y con el fin de hacer más eficaz su oración, la acompañó con grandes mortificaciones. Oyó el Señor las súplicas de su fiel siervo, y antes de que llegase a su término el plazo concedido por el rey, se vio Goar acometido por una fiebre muy violenta. Era el principio de una enfermedad que debía retenerle en cama por espacio de siete años, y conducirle al fin a la sepultura. Sigeberto no pudo, pues, elevar a su candidato a la silla episcopal de Tréveris. Libre ya de aquella preocupación, pensó Goar en satisfacer cumplidamente la promesa que había hecho en Tréveris. A tal fin, ofrecióse al Señor como víctima propiciatoria. La enfermedad que le aquejaba proporcionóle crueles sufrimientos que el Santo aceptaba de bonísimo humor y con entrega total de su voluntad en manos del Altísimo. Al mismo tiempo que ofrecía al cielo el mérito de sus dolores, no descuidaba de orar fervorosamente por la propagación de la fe, y para pedir el triunfo de la Iglesia.

MUERTE DE GOAR

Pasados siete años, recobró Goar la salud. Apenas lo supo Sigeberto, le mandó nuevos emisarios para que aceptase la mitra que le había propuesto tiempo hacía. Goar respondió que la hora de su muerte estaba próxima, y que rogaba no se pensase más en privarle de la paz y de la dicha que se gozan en la soledad. Pidió, además, al rey le enviase dos sacerdotes para que le asistieran en sus últimos momentos. Sigeberto accedió, pero los dos enviados llegaron sólo para recoger el último suspiro del valiente soldado de Cristo, del amigo de los pobres y de los humildes. El cuerpo de San Goar fue enterrado en la capillita edificada por el Santo. Más tarde, Pipino el Breve mandó construir a orillas del Rin una magnífica basílica para guardar en ella las preciosas reliquias. Aunque en el sepulcro se realizaron multitud de milagros, parece que Goar se complacía principalmente en salvar del naufragio a los que le invocaban en semejante trance. Se dice que quien a sabiendas pasaba por delante de la iglesia dedicada al Santo sin entrar a dirigirle una súplica, tenía su castigo. Cuéntase que Carlomagno, durante una excursión que hizo por el Rin, dejó de ofrecer al Santo sus homenajes. Durante la travesía se levantó una furiosa tempestad, y por más de doce horas el navío del emperador perdió el rumbo sin que el piloto, a pesar de sus esfuerzos pudiera gobernarlo. Al día siguiente enviaba Carlomagno a la iglesia de San Goar veinte libras de plata y dos tapices de seda.

EDELWEIS

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