sábado, 25 de abril de 2020

El peregrino de Emaús que se detiene en nuestra casa


Templo de San Francisco - Celaya, Gto.



¡Buenos días, gente buena!
26 de abril
Domingo III de Pascua A
Evangelio
Lucas 24,13-35
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.

El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.

Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo.

Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron». Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos.

Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».

En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Palabra del Señor


La escena de Emaús es una obra maestra de catequesis litúrgica y misionera. Se describe el itinerario de dos discípulos que dejan Jerusalén, ilusos desilusionados, y vuelven para recomenzar gozosos y confiados hacia el testimonio, porque han sido encontrados por el Crucificado-Resucitado, explicación de toda la Escritura y presencia perenne entre los suyos en el sacramento del “pan partido”. El inicio del camino es un alejarse del Crucificado. La crisis de la cruz parece haber sepultado toda esperanza. El que la ha hecho nacer, se la llevó con él a la tumba. No bastan voces de mujeres para hacerla renacer. Jesús alcanza a los dos de inmediato y les pide compartir con ellos preguntas y escándalo. Esta es la primera etapa, la del problema puesto a cada persona acerca de acontecimiento Jesús, el Crucificado. La llamada de Cristo se alcanza en el camino de nuestra fe incompleta y de su pregunta. Jesús no llega de frente sino desde atrás, como dice el texto griego, y camina al lado, como un forastero. El paso al reconocimiento tiene necesidad de la explicación de las Escrituras. Solamente el Resucitado será el intérprete adecuado. El corazón rescaldado y reabierto por el signo de la Palabra explicada clama por el viático de una señal más íntima, la del pan partido. Pero Jesús desaparece. La Iglesia no puede retener a Jesús en la visibilidad histórica de antes. Debe saber y creer que él está vivo con ella y la vivifica en la Eucaristía. Los discípulos entienden y regresan a Jerusalén para compartir con los apóstoles su testimonio. Emaús es una obra maestra de diálogo confortante. Emaús asegura a todos que cuando escuchan la Escritura en la liturgia de la Palabra y participan en la fracción del pan en la liturgia eucarística, son realmente encontrados con Cristo y reencuentran fe y esperanza.

El peregrino de Emaús que se detiene en nuestra casa

Jesús se acercó y comenzó a caminar con ellos. Dios se acerca siempre, caminante de los siglos y de los días, y mueve toda la historia. Camina con nosotros, no para corregir nuestro paso o marcar el ritmo. No impone ningún paso, toma el nuestro. Nada es obligado. Todo caminar le viene bien. Con tal de que uno camine. Le basta el paso del momento. Jesús alcanza a los dos caminantes, lo mira, los ve tristes, aminora el paso: ¿de qué vienen hablando? Y ellos le cuentan su historia: una ilusión que ha naufragado en la sangre sobre la colina.

Lo han seguido, lo han amado: nosotros esperábamos que fuera él… la única vez que en el Evangelio aparece el término esperanza, pero solo como añoranza y   nostalgia, cuando ella es el presente del futuro (S. Tomás); como pesar por las expectativas de poder postergadas. Por esto “no pueden reconocer” al Jesús que había trastornado al sol y al aire las raíces mismas del poder. Y es, como a los comienzos en Galilea, todo un conversar, confrontarse, enseñar, aprender, discutir, en las largas horas de camino.

Llegados a Emaús, Jesús parece querer “ir más lejos”. Como uno que no tiene morada fija, un Dios que migra a espacios libres y abiertos que pertenecen a todos. Entonces nacen palabras que se han convertido en canto, una de nuestras plegarias más hermosas: quédate con nosotros, porque se hace tarde. Tienen hambre de palabra, de compañía, de casa. Lo invitan a quedarse, de una manera tan delicada que parece casi que son ellos los que piden hospitalidad. Luego la casa, no se dice nada de ella, para que pueda ser la casa de todos. Dios no esta por todas partes, está en la casa donde se le deja entrar. Se queda. Y el pasajero se detiene, estaba a gusto por el camino, donde todos son más libres; está a gusto en la casa, donde todos son más verdaderos.

El relato ahora se recoge en torno al perfume del pan y a la mesa, hecha para reunir a tantos en torno a si, para ser rodeada por todos lados de comensales, para unirlos entre ellos: las miradas se buscan, se cruzan, se funden, se nutren unos de otros.

Lo reconocieron al partir el pan. Lo reconocieron no porque fuera un gesto exclusivo e inconfundible de Jesús, - todo papá partía el pan a los propios hijos -, quien sabe cuántas veces lo habrán hecho también ellos, tal vez en ese mismo lugar, cada vez que la tarde caía sobre Emaús. Pero tres días antes, el jueves en la noche, Jesús había hecho algo inaudito, se había dado un cuerpo de pan: tomen y coman, esto es mi cuerpo. Lo reconocieron porque partir, romper y entregarse contiene el secreto del Evangelio: Dios es pan que se entrega para el hambre del hombre. Se da, nutre y desaparece: ¡tomen, es para ustedes! El grande milagro: no somos nosotros que existimos para Dios, es Dios que vive para nosotros.
¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!


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