domingo, 30 de diciembre de 2018

El amor y el sacrificio de la Sagrada Familia en Belén

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San José no podía ignorar que la Santísima Virgen estaba encinta, y ¿qué podía pensar, sino que había sucedido naturalmente?  


¡Qué pruebas prepara Dios para las almas santas! Cuando José se vio obligado a abandonar como infiel a quien había elegido como la más pura de las vírgenes, estaba a punto de hacer algo que sería fatal tanto para la pureza de la madre como para la vida del niño. Pero así se iniciaba la Sagrada Familia

San José no podía ignorar que la Santísima Virgen estaba encinta, y ¿qué podía pensar, sino que había sucedido naturalmente? Porque a ningún hombre se le hubiera ocurrido suponer la verdad, imaginar una especie de milagro que Dios nunca antes hubiera realizado.

Él era "un hombre justo" (Mateo 1,19), y su justicia requeriría que renunciara a la compañía de alguien a quien no podía considerar inocente. Estaba haciendo lo mejor que se podía esperar cuando "resolvió despedirla en silencio" (Mateo 1:19).

Si San José hubiera cedido a los celos, que son tan "tenaz como el infierno" (Cantar de los Cantares 8,6), ¿qué no habría hecho?

Bajo una ley de rigor inflexible, no había límite a lo que su venganza podría haber exigido, y su propia justicia habría avivado las llamas de su pasión. Sin embargo, Jesús había comenzado a derramar su espíritu de mansedumbre sobre el mundo, y lo compartió con aquel a quien había elegido para servir como su padre.



El más moderado y equitativo de los hombres, San José nunca consideró el curso de acción más extremo. Solo deseaba despedirse en secreto de alguien a quien no podía aceptar sin culpa.

Y, sin embargo, qué tristeza era pensar que había sido engañado en su confianza por la castidad y virtud de su prometida. ¡Perder a quien amaba y dejarla como presa indefensa de la calumnia y el reproche público!

Dios pudo haberle ahorrado esta miseria al revelarle el misterio antes, pero entonces su virtud no se habría puesto a prueba.

Tampoco habríamos visto la victoria de San José sobre la más indomable de todas las pasiones, y los celos más justos que alguna vez existieron no habrían sido pisoteados por su virtud.

En los mismos eventos, vemos la fe de María. Ella vio el sufrimiento de su esposo y comprendió todas las consecuencias de su sagrada procreación, aunque sin parecer ansiosa, sin atreverse a iluminar a su esposo o revelar el secreto del cielo; ella sabía el riesgo de verse a sí misma desconfiada y abandonada, o tal vez perdida y condenada. Dejó todo en las manos de Dios y se mantuvo en paz.

Estas fueron las circunstancias en las cuales un ángel del Señor fue enviado a José y le dijo:

"José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo". (Mt. 1,20).

Qué tranquilizantes son esas palabras. Qué asombro y qué humildad la de José. Si queremos entender algo de esto, solo Dios nos ayudará.

"Tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús". (Mateo 1,21)

¿Por qué tú? No eres el padre. Él no tiene padre sino Dios. Pero Dios le ha transferido sus derechos. Serás un padre para Jesucristo. Formado por el Espíritu Santo en el vientre de aquel que te pertenece, él también te pertenece.

Con la autoridad y los derechos de un padre, entonces, ten también el corazón de un padre hacia Jesús. Dios, "que solo formó sus corazones". (Sal 33:15), hoy pone en ti el corazón de un padre.

Cuán bendito eres, porque al mismo tiempo le da a Jesús el corazón de un hijo para ti.

Tú eres el verdadero esposo de su santa Madre; compartes con ella a este Hijo amado y las gracias que fluyen de su amor. Ve entonces y, en el momento apropiado, nombra al niño, dándole el nombre de Jesús, tanto para ti como para nosotros, para que Él sea nuestro Salvador al igual que el tuyo.

Después de su sueño y las palabras del ángel, José fue un hombre cambiado. Se convirtió en padre y esposo en su corazón. El efecto de su matrimonio fue el cuidado tierno que tuvo por María y el divino Niño.

Comenzó este bendito ministerio viajando a Belén, y sabemos todo lo que siguió.

¿Qué es lo que hacen, príncipes de la tierra, que ponen todo el mundo en movimiento para llevar a cabo una contabilidad de los sujetos de su imperio? Desean conocer su productividad, sus ingresos y el tamaño del ejército que se puede ensamblar, por lo que declaran un censo. Esto era lo que pensaban que estaban haciendo.

Sin embargo, Dios tenía otros planes, mismos que llevaban a cabo sin tener idea de ello. Su Hijo debía nacer en Belén, el hogar humilde de David.

Él hizo que su profeta lo pronosticara setecientos años antes (ver Miq. 5,2), y ahora todo el mundo está preparado para que se cumpla la profecía.

Cuando estaban en Belén, para obedecer al príncipe, pero también para obedecer la orden de Dios, "llegó para María el momento del parto" (Lucas 2,6), y Jesús, el Hijo de David, nació en Belén, "la ciudad de David" (Juan 7,42).

Los registros públicos atestiguaron su origen. El Imperio Romano dio testimonio del linaje real de Jesucristo, y César, sin saberlo, llevó a cabo las órdenes de Dios.

Vayamos también a inscribirnos en Belén. Belén, la casa del pan. Vayamos allí para probar el pan del cielo, el pan de los ángeles se convierte en alimento humano.

Consideremos todas nuestras iglesias como verdaderos Belén, verdaderos hogares del pan de vida. Este es el pan que Dios da a los pobres en el nacimiento de Jesús.

Si con él aman la pobreza y llegan a adorarlo en el pesebre, entonces encontrarán verdadera riqueza, entonces:

"Los pobres comerán hasta saciarse". (Sal 22:27).

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