Sólo los nombres de tres Angeles se nos han dado a conocer: Gabriel (Fortaleza de Dios); Miguel, (¿Quién como Dios?), y Rafael, (Medicina de Dios).
Por: Pbro. Juan María Gallardo | Fuente: encuentra.com
El Comienzo de la Creación
“Crear” significa “hacer de la nada”. Hablando con propiedad, sólo Dios, cuyo poder es infinito, puede crear.
Hay científicos que se afanan hoy en día en los laboratorios tratando de “crear” vida en un tubo de ensayo. Una y otra vez, tras fracasos repetidos, mezclan sus ingredientes químicos y combinan sus moléculas. Si lo conseguirán algún día o no, no lo sé. Pero aunque su paciencia fuera recompensada, no podría decirse que habían “creado” nueva vida. Todo el tiempo habrían estado trabajando con materiales que Dios les ha proporcionado.
Cuando Dios crea, no necesita materiales o utensilios para poder trabajar. Simplemente, quiere que algo sea, y es. “Hágase la luz” dijo el principio, “y la luz fue...” “Hágase un firmamento en medio de las aguas”, dijo Dios, “y así se hizo” (Gén. 1, 3-ó).
La voluntad creadora de Dios no sólo ha llamado a todas las cosas a la existencia, sino que las mantiene en ella. Si Dios retirara el sostén de su voluntad a cualquier criatura, ésta dejaría de existir en aquel mismo instante volvería a la nada de la que salió.
Mucho se ha dicho en los últimos tiempos acerca de la relación entre la teoría de la evolución y la creación divina, y si una tendría que contraponerse con la otra.
Podemos afirmar que Dios pudo haber elegido el medio de la evolución para crear el cosmos y mantenerlo en cosntante cambio, esto sin que deje de regir su infinita sabiduría. Además, para Dios no hay tiempo porque va más allá de él porque es infinito, es decir Uno, y no necesita el tiempo para obrar.
Los Ángeles, creaciones de Dios.
Las primeras obras de la creación divina que conocemos (Dios no tiene por qué habérnoslo dicho todo) son los ángeles. Un ángel es un espíritu, es decir, un ser con inteligencia y voluntad, pero sin cuerpo, sin dependencia alguna de la materia. El alma humana también es un espíritu, pero el alma humana nunca será ángel, ni siquiera durante el tiempo en que, separada del cuerpo por la muerte, espere la resurrección.
El alma humana ha sido creada para estar unida a un cuerpo físico. Decimos que tiene “afinidad” hacia un cuerpo. Una persona humana, compuesta de alma y cuerpo, es incompleta sin éste. Hablaremos más extensamente de ello cuando tratemos de la resurrección de la carne. Pero, por el momento, sólo queremos subrayar el hecho de que un ángel, sin cuerpo, es una persona completa, y que un ángel es muy superior al ser humano.
Hoy en día hay mucha literatura fantástica sobre los “marcianos”. Estos supuestos habitantes de nuestro vecino planeta son generalmente representados como más inteligentes y poderosos que nosotros, pobres mortales ligados a la tierra. Pero ni el más ingenioso de los escritores de ciencia ficción podrá nunca hacer justicia a la belleza deslumbradora, la inteligencia poderosa y el tremendo poder de un ángel. Si esto es así del orden inferior de las huestes celestiales del orden de los propiamente llamados ángeles -, ¿qué decir de los órdenes ascendentes de espíritus puros que se hallan por encima de los ángeles? Se nos enumeran en la Sagrada Escritura como arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines.
Es muy posible que un arcángel esté a tanta distancia en perfección de un Angel como éste de un humano. Aquí, por supuesto, bien poco sabemos sobre los Angeles, sobre su naturaleza íntima o los grados de distinción que hay entre ellos. Ni siquiera sabemos cuántos son, aunque la Biblia indica que su número es muy grande: “Millares de millares le sirven, y diez mil veces mil están ante ti”, dice el libro de Daniel (7, 10).
Sólo los nombres de tres Angeles se nos han dado a conocer: Gabriel, “Fortaleza de Dios”; Miguel, “¿Quién como Dios?”, y Rafael, “Medicina de Dios”. Con respecto a los Angeles, parece como si Dios se hubiera contentado con dejamos vislumbrar apenas las maravillas y la magnificencia que nos aguarda en el mundo más allá del tiempo y del espacio. Como las líneas de perspectiva de un cuadro conducen la atención hacia el asunto central, así los coros ascendentes de espíritus puros llevan irresistiblemente nuestra atención hacia la suprema Majestad de Dios, de un Dios cuya infinita perfección es inconmensurablemente superior al más exaltado de los serafines. Y, recordemos que no estamos hablando de un mundo de fantasía e imaginación.
Dios hizo a los Angeles con libre albedrío para que fueran capaces de hacer su acto de amor a Dios, de elegir a Dios. Só1o después verían a Dios cara a cara; sólo entonces podrían entrar en la unión eterna con Dios que llamamos “cielo”.
Dios no nos ha dado a conocer la clase de prueba a que sometió a los Angeles. Muchos teólogos piensan que Dios dio a los Angeles una visión previa de Jesucristo, el Redentor de la raza humana, y les mandó que le adoraran... Jesucristo en todas sus humillaciones, un niño en el pesebre, un criminal en la cruz. Según esta teoría, algunos Angeles se rebelaron ante la perspectiva de tener que adorar a Dios encamado. Conscientes de su propia rnagnificencia espiritual, de su belleza y dignidad, no pudieron hacer el acto de sumisión que la adoración a Jesucristo les pedía. Bajo el caudillaje de uno de los ángeles más dotados, Lucifer, “Portador de luz”, el pecado de orgullo alejó de Dios a muchos Angeles, y recorrió los cielos el terrible grito “Non serviam”, “No serviré” Y fue así como comenzó el infierno.
El Diablo y el Infierno
El Infierno, como estaba siendo visto, comenzó con la negación de una de las creaturas de Dios a servirle. Porque el infierno es, esencialmente, la separación de Dios de un espíritu. Más tarde, cuando la raza humana pecó en la persona de Adán, daría Dios al género humano una segunda oportunidad. Pero no hubo segunda oportunidad para los ángeles rebeldes. Dadas la perfecta claridad de su mente angélica y la inimpedida libertad de su voluntad angélica, ni la misericordia infinita de Dios podía hallar excusa para el pecado de los Angeles. Comprendieron (en un grado al que Adán jamás podía llegar) cuáles serían las consecuencias de su pecado. En ellos no hubo “tentación” en el sentido en que ordinariamente entendemos la palabra. Su pecado fue lo que podríamos llamar “a sangre fría”. Por su rechazo de Dios, deliberado y pleno, sus voluntades quedaron fijas contra Dios, fijas para siempre. En ellos no es posible el arrepentimiento, no quieren arrepentirse. Hicieron su elección por toda la eternidad. En ellos arde un odio perpetuo hacia Dios y hacia todas sus obras.
No sabernos cuántos Angeles pecaron; tampoco Dios ha querido informarnos de esto. Por menciones de la Sagrada Escritura, inferimos que los Angeles caídos (o “demonios”, como les llamamos comúnmente) son numerosos. Pero, parece lo más probable que la mayoría de las huestes celestiales permanecieran fieles a Dios, hicieran su acto de sumisión a Dios y están con él en el cielo.
A menudo se llama “Satán” al demonio. Es una palabra hebrea que significa “adversario”. Los diablos son, claro está, los adversarios, los enemigos de los hombres. En su odio inextinguible a Dios, es natural que odien también a su criatura, el hombre. Su odio resulta aún más comprensible a la luz de la creencia de que Dios creó a los hombres precisamente para reemplazar a los Angeles que pecaron, para llenar el hueco que dejaron con su defección.
Al pecar, los Angeles rebeldes no perdieron ninguno de sus dones naturales. El diablo posee una agudeza intelectual y un poder sobre la naturaleza impropios de nosotros, meros seres humanos. Toda su inteligencia y todo su poder van ahora dirigidos a apartar del cielo a las almas a él destinadas. Los esfuerzos del diablo se encaminan ahora incansablemente a arrastrar al hombre a su misma senda de rebelión contra Dios. En consecuencia, decimos que los diablos nos tientan al pecado.
No sabemos el límite exacto de su poder. Desconocemos hasta qué punto pueden influir sobre la naturaleza humana, hasta qué punto pueden dirigir el curso natural de los acontecimientos para inducimos a tentación, para llevarnos al punto en que debemos decidir entre la voluntad de Dios y nuestra voluntad personal. Pero sabemos que el diablo nunca puede forzamos a pecar. No puede destruir nuestra libertad de elección. No puede, por decirlo así, forzamos un “Sí” cuando realmente queremos decir “No”. Pero es un adversario al que es muy saludable temer.
¿En realidad existe el Diablo?
Alguien ha dicho que incluso el más encarnizado de los pecadores dedica más tiempo a hacer cosas buenas o indiferentes que cosas malas. En otras palabras, que siempre hay algún bien incluso en el peor de nosotros.
Es esto lo que hace tan difícil comprender la real naturaleza de los demonios. Los ángeles caídos son espíritus puros sin cuerpo. Son absolutamente inmateriales. Cuando fijaron su voluntad contra Dios en el acto de su rebelión, abrazaron el mal (que es el rechazo de Dios) con toda su naturaleza. Un demonio es cien por cien mal, cien por ciento odio, sin que pueda hallarse un mínimo resto de bien en parte alguna de su ser.
La inevitable y constante asociación del alma con estos espíritus, cuya maldad sin paliativos es una fuerza viva y activa, no será el menor de los horrores del infierno. En esta vida nos encontramos a disgusto, incómodos, cuando tropezamos con alguien manifiestamente depravado. A duras penas podemos soportar la idea de lo que será estar encadenado por toda la eternidad a la maldad viva y absoluta, cuya fuerza de acción sobrepasa inconmensurablemente la del hombre más corrompido.
A duras penas soportamos el pensarlo, aunque tendríamos que hacerlo de vez en cuando. Nuestro gran peligro aquí, en la tierra, es olvidarnos de que el diablo es una fuerza viva y actuante. Más peligroso todavía es dejarnos influir por la soberbia intelectual de los descreídos. Si nos dedicamos a leer libros “científicos> y a escuchar a gente “lista”, que pontifican que el diablo es “una superstición medieval” hace tiempo superada, insensiblemente terminaremos por pensar que es una figura retórica, un símbolo abstracto del mal sin entidad real.
Y éste sería un error fatal. Nada conviene más al diablo que el que nos olvidemos de él o no le prestemos atención, y, sobre todo, que no creamos en él. Un enemigo cuya presencia no se sospecha, que puede atacar emboscado, es doblemente peligroso. Las posibilidades de victoria que tiene un enemigo aumentan en proporción a la ceguera o inadvertencia de la víctima.
El diablo puede hacer muchas cosas para tentarnos, Pero no puede hacernos pecar. No hay poder en la tierra o en el infierno que pueda hacernos pecar. Siempre tenemos nuestro libre albedrío, siempre nos queda nuestra capacidad de elegir, y nadie puede imponemos esa decisión. Pepe puede decir “iNo!” al compañero que le propone la juerga; Rosa puede decir “iNo!” a la vecina que le recomienda el anticonceptivo. Y todas las tentaciones que el diablo pueda ponernos en nuestro camino, por potentes que sean, pueden ser rechazadas con igual firmeza. No hay pecado a no ser que, y hasta que, nuestra voluntad se aparte de Dios y escoja un bien inferior en su lugar. Nadie, nunca, podrá decir en verdad “Pequé porque no pude evitarlo”.
Dios a nadie pide imposibles. Él no nos pediría amor constante y lealtad absoluta si nos fuera imposible dárselos. Luego ¿debemos atribulamos o asustarnos porque vengan tentaciones? No, es precisamente venciendo la tentación como adquirimos mérito delante de Dios; por las tentaciones encontradas y vencidas, crecemos en santidad. Tendría poco mérito ser bueno si fuera fácil. Los grandes santos no fueron hombres y mujeres sin tentaciones; en la mayoría de los casos las sufrieron tremendas, y se santificaron venciéndolas.
Hay algunos caso en las que el diablo ataca a la presonas más directa y violentamente, y estas son la posesión y la obstinación diabólica.
La primera se refiere al caso en que el diablo el diablo penetra en el cuerpo de una persona y controla sus actividades físicas: su palabra, sus movimientos, sus acciones. Pero el diablo no puede controlar su alma; la libertad del alma humana queda inviolada y ni todos los demonios del infierno pueden forzarla. En la posesión diabólica la persona pierde el control de sus acciones físicas, que pasan a un poder más fuerte, el del diablo. Lo que el cuerpo haga, lo hace el diablo, no la persona.
La otra forma de molestia es la obstinación.En ella, más que desde el interior de la persona, el diablo ataca desde fuera. Puede asir a un hombre y derribarlo, puede sacarlo de la cama, atormentarlo con ruidos horribles y otras manifestaciones. San Juan Bautista Vianney, el amado Cura de Ars, tuvo que sufrir mucho por esta clase de influencia diabólica.
Tanto la posesión diabólica como la obsesión, raras veces se encuentran hoy en tierras cristianas; parece como si la Sangre redentora de Cristo hubiera atado el poder de Satán. Pero son aún frecuentes en tierras paganas, como muchas veces atestiguan los misioneros, aunque no tanto como antes del sacrificio redentor de Cristo.
En caso de posesión, se puede expulsar el diablo del cuerpo de la presona a través de un rito especial llamado exorcismo.
Queridos todos y cada uno:
a quienes deseen obtener una pronta respuesta, les sugerimos escriban a nuestras direcciones de correo electrónico: juanmariagallardo@gmail.com
Muchas gracias!!
Pbro. Juan María Gallardo
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