sábado, 26 de junio de 2021

Niña, levántate!

 

 Niña, levántate! 

¡Buenos días, gente buena!

Domingo XIII Ordinario B

Evangelio

Marcos 5, 21-43

Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré curada». Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba curada de su mal. Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?».

Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?». Pero él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido. Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a los pies y le confesó toda la verdad. Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda curada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?». Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas».

Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga. Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba.

Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él. Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!».

En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.

Palabra del Señor

Y de repente, una mujer que ha sufrido mucho, pero tan tenaz que no quiere saber de rendirse, se acerca a Jesús y toma como instrumento de curación un gesto conmovedor: tocar con la mano: la hemorroísa, la mujer impura, condenada a no ser tocada por ninguno, - jamás una caricia, nunca un abrazo-, decide tocar: salta la regla con el gesto más tierno y humano: un tocar, una caricia, un decir: aquí estoy también yo. La excluida se brinca la ley porque cree en una fuerza más grande que la ley. Jesús aprueba el gesto trasgresor de la mujer y le dirige palabras bellísimas, palabras para cada uno de nosotros, terapia dulce del vivir.: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad”. Le da no solamente curación física, sino también salvación y paz, y la ternura de sentirse hija amada, ella, la marginada.

La casa de Jairo era una nave destrozada por la tempestad: su hija, una niña de apenas doce años, ha muerto. Había gente que lloraba y gritaba. Frente a la muerte, Jesús es tocado y se conmueve, pero luego juega a recuperar, recomienza, y dice a Jairo: no dejes de tener fe. Y a la gente: la niña no está muerta, duerme. Y se ríen de él. Entonces Jesús sacó a todos de la casa. Ellos se quedaron fuera con sus flautas inútiles, fuera del milagro, con todo su realismo. La muerte es evidente, pero la evidencia de la muerte es una ilusión porque Dios inunda de vida hasta los caminos de la muerte.

Tomó consigo al padre y la madre de la niña y los que iban con él. Jesús no ordena las cosas por hacer, toma consigo; crea comunidad y cercanía. Toma al padre y a la madre, los dos que la aman más, recompone el cerco de los afectos en torno a la niña, porque lo que vence a la muerte no es la vida, es el amor.

Y mientras se pone cuerpo a cuerpo con la muerte, es como s dijera: entramos juntos en el misterio, en silencio, corazón a corazón: toma consigo a tres discípulos preferidos, los lleva a una lección de vida, a la escuela de los dramas de la existencia, quiere que se echen encima, aunque sea por solo una hora, el dolor de una familia. Para que así adquieran esa sabiduría del vivir que viene de las heridas verdaderas, el saber sobre la vida y sobre la muerte, sobre el amor y sobre el dolor que nunca hubieran podido aprender en los libros: hay mucha más “presencia”, mucho más “cielo” junto a un cuerpo y un alma en el dolor que junto a todas las teorías de los estudiosos.

Y entró donde estaba la niña. Un cuartito interno, un camastro, una silla, una lámpara, y por todo, siete personas, y el dolor que atenaza la garganta. El lugar donde Jesús entró no es solo un cuartito interno de la casa de Jairo, es el cuarto más íntimo del mundo, el más oscuro, uno sin luz: la experiencia de la muerte, a través de la cual deben pasar todos los hijos de Dios. Jesús entra en la muerte porque ahí van todos los que él ama. Lo hará para estar con nosotros y como nosotros, para que nosotros podamos estar con él y como él. No explica el mal, entra en él, lo invade con su presencia y dice: Aquí estoy yo.

Talitá kum! Niña, levántate! Y nos levantará a todos, tomándoos de la mano, llevándonos a lo alto, repitiendo las dos palabras con las que el Evangelio relata la resurrección de Jesús: levantarse y despertarse. Las palabras de cada mañana nuestra, de nuestra pequeña resurrección de cada día. Y de inmediato la niña se levantó y caminaba, restituida al abrazo de los suyos, a una vida vertical y encaminada.

A toda criatura, a toda flor, a todo niño, a cada caída, baja todavía la bendición de aquellas apalabras: Talitá kum, vida joven, a ti te digo, levántate, revive, resurge, retoma el camino, vuelve a dar y a recibir amor.

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien!

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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