sábado, 26 de enero de 2019

HOMENAJE A SAN POLICARPO - PADRE APOSTÓLICO OBISPO DE ESMIRNA Y MÁRTIR

Policarpo

(69-155)

Desde su más tierna infancia fue cristiano; y por su grande piedad era amado de sus maestros, los Apóstoles.

Trabó amistad con varios discípulos del Señor, especialmente con San Juan Evangelista, que le nombró Obispo de Esmirna, cumpliendo su cometido con gran satisfacción y edificación de todos y provecho de la Iglesia naciente.

San Policarpo fue uno de los más famosos entre aquellos Obispos de la Iglesia primitiva a quienes se les da el nombre de Padres Apostólicos, por haber sido discípulos de los Apóstoles y directamente instruidos por ellos.

Fue cercano y mantuvo contactos con otros Padres Apostólicos como San Ireneo de Lyon (quien fue su discípulo), San Papías y San Ignacio de Antioquía.

Rompió lanzas contra los herejes e instruyó a los fieles para que supieran guardarse de estos hijos primogénitos de Satanás.

Cuando Florino, que había visitado con frecuencia a San Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San Ireneo le escribió: “Esto no era lo que enseñaban los obispos, nuestros predecesores. Yo te puedo mostrar el sitio en el que el bienaventurado Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar. Todavía recuerdo la gravedad de su porte, la santidad de su persona, la majestad de su rostro y de sus movimientos, así como sus santas exhortaciones al pueblo. Todavía me parece oírle contar cómo había conversado con Juan y con muchos otros que vieron a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de ellos. Pues bien, puedo jurar ante Dios que si el santo obispo hubiese oído tus errores, se habría tapado las orejas y habría exclamado, según su costumbre: ¡Dios mío!, ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes cosas? Y al punto habría huido del sitio en que se predicaba tal doctrina”.

San Policarpo fue elegido obispo de Esmirna por el mismo San Juan antes que este fuese desterrado a la isla de Patmos. Se tiene por cierto que los elogios que da el Apóstol en su Apocalipsis (cap. 2, v, 9) al Ángel, o sea al Obispo de Esmirna, son dirigidos a San Policarpo:

Al ángel de la Iglesia de Esmirna escríbele: Estas cosas dice el primero y el último, el que estuvo muerto y volvió a la vida: Conozco tu tribulación y tu pobreza —pero eres rico— y la maledicencia de parte de los que se llaman judíos y no son más que la sinagoga de Satanás. No temas lo que vas a padecer. He aquí que el diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel; es para que seáis probados; y tendréis una tribulación de diez días. Sé fiel hasta la muerte, y Yo te daré la corona de la vida.

Policarpo

MUCHOS PADRES ANTIGUOS, ENTRE ELLOS SAN PAPÍAS, SAN JUSTINO, TERTULIANO, SAN HIPÓLITO, LACTANCIO, SAN VICTORINO, SAN TEÓFILO, ETC., SOSTIENEN QUE EL REINADO ESTABLECIDO POR CRISTO SE MANIFESTARÁ ENTRE SU SEGUNDA VENIDA Y EL JUICIO.
SAN IRENEO, EL CUAL INVOCABA A LOS PRESBÍTEROS DISCÍPULOS DE SAN JUAN, LA DEFENDÍA COMO UNA “VERDAD DE FE TAN CIERTA COMO LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE”.

***

San Policarpo gobernó por espacio de setenta años la iglesia de Esmirna con tanto acierto y prudencia, que vino a ser como la cabeza de todos los Obispos del Asia por la grande fe en que le tenían.

Tenía tal fama de santidad, que a su paso las gentes besaban la fimbria de sus vestidos, convencidos de la influencia que por ello habían de experimentar.

Todo el progreso del Cristianismo en Asia se atribuía a Policarpo, por lo cual sus enemigos quisieron darle muerte, lo que realizaron en los últimos años del reinado de Antonino Pío.

San Policarpo fue a Roma a dialogar con el Papa Aniceto para ver si podían ponerse de acuerdo para unificar la fecha de la fiesta de Pascua entre los cristianos de Asia y los de Europa.

Caminando por Roma se encontró con el hereje Marción, que negaba varias verdades de la religión católica. El otro le increpó, al ver que no parecía advertirle: ¿Qué, no me conoces? Y el Santo le respondió: ¡Sí, te conozco. Sé que eres el primogénito de Satanás!

El santo obispo había heredado este aborrecimiento hacia las herejías de su maestro San Juan, quien salió huyendo de los baños al ver a Cerinto.

Ellos comprendían el gran daño que hace la herejía.

La permanencia de San Policarpo en Roma sirvió de mucho alivio a los fieles, pues refutaba las nuevas herejías que entonces empezaban a esparcirse.

Regresado San Policarpo al Asia, tuvo que sufrir la persecución que el emperador Marco Aurelio suscitó contra la Iglesia, y en especial contra la iglesia de Esmirna, en donde el procónsul Estacio Quadrato desplegó la mayor crueldad contra los cristianos.

Cuando San Ignacio de Antioquía iba hacia Roma, encadenado para ser martirizado, San Policarpo salió a recibirlo y besó emocionado sus cadenas. Y por petición de San Ignacio escribió una carta a los cristianos del Asia; la cual, según San Jerónimo, era sumamente apreciada por los antiguos cristianos.

Mientras tanto, los idólatras pidieron la muerte de los cristianos y singularmente la de San Policarpo, el cual se empeñaba en darles valor a los fieles para sufrir todo género de tormentos y de muerte por Jesucristo.

El Santo, a pesar de aquellos clamores contra su persona, quería quedarse en la ciudad para hacer su acostumbrada visita pastoral; pero, a vivas instancias de los fieles, se le obligó a retirarse en una casa de campo, en donde pasó todo el tiempo orando día y noche.

Mas pocos días habitó allí, pues no tardó en ser preso por los soldados.

Tres días antes de su prisión tuvo una visión en sueños en la que le pareció que la almohada en donde tenía apoyada su cabeza estaba convertida en llamas; por lo cual vino a entender que le aguardaba un martirio de fuego. Y al despertarse dijo a sus hermanos que indudablemente sería quemado vivo.

Continuaban los soldados en su pesquisa, por lo que los cristianos le obligaron de nuevo a ocultarse en otra casa, lo cual hizo el Santo para complacerles.

Hallaron los enemigos un criado, a quien a fuerza de tormentos obligaron a descubrir dónde se había retirado San Policarpo. Se dio aviso al Santo de aquella novedad, pero no quiso huir, diciendo tan sólo: Cúmplase la voluntad de Dios; y lleno de santa intrepidez se ofreció ante todo a Dios como víctima destinada a honrarle, y le rogó que se dignase aceptar el sacrificio de su vida.

Después, con júbilo, salió al encuentro de los ministros de justicia, que ya habían venido a prenderle; les hizo entrar en aquella casa, en donde les dio una abundante cena, les pidió que le diesen un poco de tiempo para encomendarse a Dios, y habiéndolo obtenido se puso en oración por espacio de dos horas.

El jefe y los soldados quedaron llenos todos de confusión a la vista de aquel Obispo tan venerable; pero les era preciso cumplir su comisión. Partieron pues al despuntar el día.

Como el viaje a Esmirna era largo, pusieron al Santo anciano sobre un jumento; mas encontrando por el camino a dos altos funcionarios, llamados Erodes y Nicetas, le hicieron estos subir en su carruaje.

Mientras andaban, procuraron con todas sus fuerzas persuadir al Santo que obedeciese a los emperadores, diciéndole entre otras cosas: ¿Mas qué mal haríais en sacrificar a los dioses para salvar la vida? Respondió el Santo con fortaleza, que antes sufriría todos los suplicios y la muerte que consentir en lo que le aconsejaban.

Después de esta respuesta enérgica y decidida, indignados le trataron de obstinado; y trasportados de furor le arrojaron con tal violencia del carruaje que con la caída quedó el Santo herido en una pierna.

Con todo, conservando San Policarpo su tranquilidad, caminó lleno de gozo al anfiteatro en donde debía perder la vida.

Al entrar en aquel lugar oyó una voz del cielo que le dijo: Valor, Policarpo, constancia.

El pueblo estaba reunido en el estadio y allá fue llevado Policarpo para ser juzgado.

Y habiéndose presentado al procónsul, procuró este pervertirle, diciéndole: Policarpo, tú eres ya viejo y es menester que te libres de los tormentos que no tendrás fuerzas para sufrir; jura, pues, por la fortuna del César y exclama con todo el pueblo: Mueran los impíos.

Y el Santo exclamó al momento: Sí, mueran los impíos; entendiendo por impíos los idólatras.

El procónsul, creyéndole ya vencido, le dijo: Ahora maldice a Jesucristo, declara que el César es el Señor y te despacharé absuelto.

Policarpo respondió: Yo sólo reconozco como mi Señor a Jesucristo, el Hijo de Dios.

Añadió el gobernador: ¿Y qué pierdes con echar un poco de incienso ante el altar del César? Renuncia a tu Cristo y salvarás tu vida.

A lo cual San Policarpo dio una respuesta admirable. Dijo así: Ochenta y seis años llevo sirviendo a Jesucristo y Él nunca me ha fallado en nada y no me ha hecho el menor mal, antes bien he recibido de Él grandes favores. ¿Cómo le voy yo a fallar a Él ahora? Yo seré siempre amigo de Cristo. ¿Cómo puedo ahora maldecirle? ¿Cómo puedo maldecir a mi Creador, a mi Salvador, que es también mi Juez y que justamente castiga a quien le niega?

Persistiendo el tirano en tentarle para que renegase de Jesucristo, respondió Policarpo que era cristiano y que tenía a mucha gloria el dar la vida por Cristo.

Le amenazó el procónsul que le haría devorar por las fieras; pero el Santo le dijo: Hacedlas venir pronto, yo no puedo pasar del bien al mal; ellas me ayudarán a pasar de los padecimientos a la gloria del cielo.

El gobernador le grita: Si no adoras al César y sigues adorando a Cristo te condenaré a las llamas.

Y el Santo responde: Me amenazas con fuego que dura unos momentos y después se apaga. Yo lo que quiero es no tener que ir nunca al fuego eterno que nunca se apaga. ¿Para qué tardáis en cumplir vuestro propósito?

Y dijo esto con tanta intrepidez que el mismo tirano quedó confuso. Con todo hizo publicar que Policarpo había confesado por su propia boca ser cristiano; por lo cual la turba de los gentiles exclamó: Muera este destructor de nuestros dioses.

En ese momento el pueblo empezó a gritar: ¡Este es el jefe de los cristianos!, el que prohíbe adorar a nuestros dioses. ¡Que lo quemen! Y también los judíos pedían que lo quemaran vivo.

El gobernador les hizo caso y decretó su pena de muerte, y todos aquellos enemigos de nuestra santa religión se fueron a traer leña de los hornos y talleres para encender una hoguera y quemarlo.

Hicieron un gran montón de leña y colocaron sobre él a Policarpo. Los verdugos querían amarrarlo a un palo con cadenas pero él les dijo: Por favor: déjenme así, que el Señor me concederá valor para soportar este tormento sin tratar de alejarme de él. Entonces lo único que hicieron fue atarle las manos por detrás.

Policarpo, elevando los ojos hacia el cielo, oró así en alta voz: Señor Dios, Todopoderoso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo: yo te bendigo porque me has permitido llegar a esta situación y me concedes la gracia de formar parte del grupo de tus mártires, y me das el gran honor de poder participar del cáliz de amargura que tu propio Hijo Jesús tuvo que tomar antes de llegar a su resurrección gloriosa. Concédeme la gracia de ser admitido entre el grupo de los que sacrifican su vida por Ti y haz que este sacrificio te sea totalmente agradable. Yo te alabo y te bendigo Padre Celestial por tu santísimo Hijo Jesucristo a quien sea dada la gloria junto al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.

Tan pronto terminó Policarpo de rezar su oración, prendieron fuego a la leña, y entonces sucedió un milagro a la vista de todos los que están allí presente: las llamas, haciendo una gran circunferencia, rodearon al cuerpo del mártir, y el cuerpo de Policarpo ya no parecía un cuerpo humano quemado sino un hermoso trozo de oro sacado de un horno ardiente. Y todos los alrededores se llenaron de un agradabilísimo olor como de un fino incienso.

Los verdugos recibieron la orden de atravesar el corazón del mártir con un lanzazo; y al brotar la sangre del corazón del Santo, en seguida la hoguera se apagó. En ese momento se vio salir volando desde allí hacia lo alto una blanquísima paloma.

Los judíos y paganos le pidieron al jefe de la guardia que destruyeran e hicieran desaparecer el cuerpo del mártir. El militar lo mandó quemar, pero los cristianos alcanzaron a recoger algunos de sus huesos y los veneraban como un tesoro más valioso que las más ricas joyas.

El día de su martirio fue el 23 de febrero del año 155.

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