jueves, 29 de septiembre de 2022

DIRECTORIO FRANCISCANO San Francisco de Asís y la Eucaristía LA EUCARISTÍA EN EL PENSAMIENTO DE FRANCISCO DE ASÍS, SEGÚN SUS ESCRITOS por Norbert Nguyen-van-Khanh, o.f.m.

 


LA EUCARISTÍA EN EL PENSAMIENTO
DE FRANCISCO DE ASÍS, SEGÚN SUS ESCRITOS
por Norbert Nguyen-van-Khanh, o.f.m.
1a-Parte.
El análisis de las diferentes expresiones cristológicas en Francisco, nos ha llevado de vez en cuando a tocar su doctrina sobre la Eucaristía. Esto indica hasta qué punto es central este misterio en su fe y en su modo de contemplar a Cristo.
Reservamos especialmente este capítulo a la Eucaristía para situarla en su visión cristológica general.
Nos parece necesario una ojeada sobre el fondo histórico, para darnos cuenta de que la inteligencia de fe de Francisco -tradicional, por supuesto, y por ello impregnada profundamente de la enseñanza de la Iglesia-, presentaba aspectos que se diferenciaban de los que ofrecían la piedad popular y cierta orientación espiritual.
I.- IDEA GENERAL SOBRE EL FONDO HISTÓRICO
La Edad Media, en particular a partir del siglo VI, estaba surcada por una profunda crisis eucarística. Los Padres del IV Concilio de Letrán (1215) lo experimentaron. Francisco, que asistió verosímilmente a este concilio, según el testimonio de Ángel Clareno ( 1336), de Gerardo de Frachet y según la opinión general de los historiadores, no podía ser indiferente al problema. Por no tener en cuenta esta crisis, no se capta todo el alcance de sus admoniciones y de sus cartas y la profundidad de su fe en el misterio de Cristo.
1) El hecho
¿Qué crisis era ésta? Consistía en que los fieles no frecuentaban ya la comunión eucarística.
Es necesario reconocer que «la forma esencial de la piedad hacia Cristo es, en el siglo XII, el culto de la Eucaristía. En este momento es cuando se comenzó en Francia a elevar la Hostia inmediatamente después de la consagración, para presentarla a la veneración de los fieles. Parece, sin embargo, que esta devoción fue, sobre todo, exterior, y que la práctica de la comunión diaria, encomiada en el siglo anterior por San Pedro Damián y por Gregorio VII, tuvo que hacer esfuerzos para implantarse, al menos entre los fieles».1
En efecto, desde el siglo VI hasta el concilio de Letrán mencionado, los fieles iban abandonando cada vez más la comunión.
«La edad de oro de la comunión frecuente y diaria en el pasado de la Iglesia se sitúa en los siglos III y IV. El período más desolador comienza hacia el siglo VI. Hasta el Concilio de Letrán, la deserción de la santa Mesa se acentuará día a día sin que los esfuerzos de los escritores eclesiásticos, ni siquiera de los concilios locales y nacionales, pudiesen detenerla, escribe Joseph Duhr... A partir del siglo X, este abandono de la comunión, lamentable ya, se agrava todavía».2
Los fieles abandonaban la comunión. Pero el ejemplo de algunos clérigos no es tampoco edificante. El IV Concilio de Letrán, en el canon 17, deplora que ciertos clérigos, incluso prelados, «celebren la misa apenas cuatro veces al año y, lo que es peor, descuiden el asistir a ella».
Conscientes de esta situación, los Padres del IV Concilio de Letrán, juzgaron necesario señalar a los fieles su verdadero deber: «Todo fiel de uno y otro sexo, que ha llegado a la edad de la razón, deberá confesar sus pecados a su propio sacerdote, al menos una vez al año, cumplir, en la medida de sus posibilidades, la penitencia que le ha sido impuesta y recibir devotamente, al menos por Pascua, el sacramento de la Eucaristía, salvo si, por buenos motivos, con el consejo del sacerdote, difiera para más tarde la recepción de este sacramento».
Es el deber mínimo que todo fiel debe cumplir para responder a las exigencias de Cristo, que dijo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, si no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). Este mínimo es la confesión y la comunión anuales.
2) Las causas
¿Cómo explicar esta decadencia eucarística?
a) Decadencia moral y religiosa
No hay duda de que una de las razones es la decadencia moral y religiosa de los fieles y del clero. El desorden exterior, las dificultades económicas y políticas con las discordias, las rivalidades, las luchas, los odios que comportan, corren parejas con el desorden interior: la indisciplina, la depravación de costumbres, la avaricia, la simonía (J. Duhr).
Sin indicar detalladamente las circunstancias, los Escritos de Francisco reflejan el ambiente moral y religioso de su época, en particular la mala conducta de los clérigos. Francisco invita a todos los hombres a venerar a los ministros del Señor, a pesar de su vida poco edificante: «Debemos también... tener en veneración y reverencia a los clérigos, no tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo» (2CtaF 33). En su Testamento vuelve sobre este tema: «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 9).
En tal atmósfera, la devoción al Sacramento de la Eucaristía perdió el vigor de los primeros siglos cristianos. «Muchos lo abandonan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, lo reciben indignamente y lo administran sin discernimiento», escribe el mismo Francisco en la Carta a todos los Clérigos. A la Orden dice: «Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes que son y serán y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebrar la misa, ofrezcan, purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres» (CtaO 14).
Estas son las alusiones «al gran pecado y a la ignorancia» de algunos clérigos, que Francisco denuncia respetuosamente.
b) El olvido de la humanidad de Cristo
Dos causas religiosas ocupan particularmente nuestra atención. La primera es que los fieles miraban la Eucaristía como un «misterio tremendo». Considerando en Cristo unilateralmente al Dios todopoderoso, al Señor, Juez supremo del universo, olvidaron que Cristo era también un hombre, su hermano y su abogado ante el Padre.
Según Karl Adam, es justamente con San Juan Crisóstomo -que sustituyó por regla general la fórmula «Gloria al Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo» por la de «Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo»-, con quien comenzó el cambio de la actitud religiosa, caracterizada en adelante por el sentimiento de distancia entre el Dios santo y el hombre pecador. «Entonces -escribe K. Adam- se habla, por primera vez en la historia de la Cena, del "sacrificio tremendo", del "pan tremendo" y del "miedo y temblor" con que se ha de recibir el Cuerpo del Señor. Antes del siglo IV tales giros eran desconocidos. Entonces empiezan a oírse en los sermones sobre el Santísimo Sacramento del altar, las expresiones: tremendo, terrible, espantoso, horrendo, pavoroso. La religión pasa a ser en vez de religión de amor religión de temor. Y para expresar de un modo sensible la distancia del Dios que consagra, el altar fue separado del pueblo, primero con cortinas, más tarde por una pared de madera adornada con cuadros (Iconostasis). El sacrificio del altar apareció en lo esencial como misterio tremendo» (Cristo, nuestro hermano, p. 35).
Este sentimiento de distancia y de temor queda reforzado además por las medidas educativas que la Iglesia debió tomar para infundir el espíritu cristiano a los pueblos paganos convertidos, cuya conciencia moral no estaba todavía bien pulida. Una severidad creciente va exigiendo poco a poco para recibir la Eucaristía no sólo el estado de gracia, sino una conformidad positiva con Cristo, que llega hasta la exclusión de los pecados veniales. Prácticamente los fieles ordinarios y, sobre todo, los hombres comprometidos en el matrimonio, y más aún las mujeres sujetas al vínculo del matrimonio, se ven excluidos de la comunión frecuente y diaria (J. Duhr).
Se llega a no ver en la Eucaristía otra cosa que al Dios de la contemplación y de la adoración. La reserva eucarística, que tenía por fin en la antigüedad cristiana el que los fieles pudieran comulgar o se pudiera distribuir la comunión a los enfermos, se convierte en objeto de contemplación y de adoración. Esta devoción a la presencia de Cristo se extiende en el siglo XIII y fue entonces cuando nacieron y se extendieron rápidamente los ritos de la elevación de la hostia y del cáliz, después de la consagración, y la exposición del Santísimo Sacramento. El último rito está destinado a que los fieles puedan mirar la hostia de una manera prolongada.
En este contexto de temor y respeto exagerados hasta el extremo, la comunión no aparecía ya a los fieles como una participación en el sacrificio de Cristo, sino más bien como una recompensa concedida a almas puras de las que ellos se consideraban excluidos. En lugar de comulgar, se contentaban con adorar la hostia.
c) Nueva orientación en la espiritualidad
La segunda causa religiosa que explica el declive eucarístico es una nueva concepción de la comunión: ésta es considerada como el principio de la perfección personal.
En los primeros siglos cristianos, la comunión está íntimamente ligada al sacrificio, y la inmolación mística de la víctima divina se entendía como el acto colectivo de todo el cuerpo místico de Cristo; y todos los «iniciados» estaban convidados a participar en él para perfeccionar su unión con Cristo y su unión entre sí (J. Duhr). Pero la idea de que la Eucaristía era un alimento del alma, como el pan para el cuerpo, constituye una de las razones que hacen olvidar el carácter sacrificial de la santa misa. San Cipriano señala que la Eucaristía es la fuerza necesaria para afrontar el martirio, aunque su espíritu esté centrado sobre el sacrificio eucarístico. Para los monjes, la Eucaristía es la fuente de fortaleza para el combate espiritual. San Pedro-Damián recomienda la comunión diaria como el mejor medio de perseverar en la práctica de la castidad. La comunión aparece así más o menos independiente del sacrificio de la Cruz. Joseph Duhr escribe: «Está claro que lógicamente un día u otro se acabará no sólo por distinguir, sino por separar el sacrificio del sacramento, la misa de la comunión. Se llegará a asistir al sacrificio sin participar en él. Y no se comulgará sino en la medida en que el esfuerzo para la perfección lo exige. Los autores de la Edad Media parecen no darse cuenta ya de esta conexión íntima entre el sacrificio eucarístico y la comunión. Poniendo el acento demasiado unilateralmente en la idea de alimento o insistiendo demasiado exclusivamente en la presencia real, la Edad Media se ve arrastrada, poco a poco, hacia una concepción antilitúrgica que separaba la celebración eucarística de la comunión».
Por fin, es necesario añadir que los teólogos del siglo XII conceden muy poco lugar al estudio del sacrificio de la misa. Su atención se vuelve con preferencia a la presencia real y al sacramento. Como el dogma del sacrificio no sufre ningún ataque directo, no es objeto de ninguna investigación particularmente profunda.
Estos grandes rasgos históricos nos permiten ahora apreciar el nivel de la fe eucarística de Francisco y, por ello, su inteligencia del misterio de Cristo.


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