lunes, 26 de julio de 2021

Santa Ana, 26 de Julio

  



Santa Ana, 26 de Julio

(Antiguo Testamento)


Empecemos por afirmar que nada sabemos sobre la santa madre de la Virgen María, Nuestra Señora. Nada rigurosamente histórico. Los cuatro, evangelios canónicos, con su sobriedad característica, guardan absoluto silencio sobre los padres de María. Ni siquiera sus nombres nos han transmitido.

 Si algo queremos saber acerca de ellos tendremos que acudir a los evangelios apócrifos, ingenuos relatos urdidos por la imaginación fervorosa de los primeros cristianos para completar con ellos los silencios de los evangelios canónicos. En estos escritos —no reconocidos por la Iglesia como revelados— resulta difícil entresacar la verdad del error, aunque bien pudiera ser que gracias a ellos haya llegado hasta nosotros algún dato auténtico silenciado por los cuatro evangelistas. Así, pues, con ingenua sencillez de niños, escuchemos lo que los apócrifos nos han transmitido acerca de la santa mujer que mereció ser la madre de Nuestra Señora y la abuela de Nuestro Señor.

 Vivía en aquellos tiempos en tierras de Israel un hombre rico y temeroso de Dios llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. A los veinte años había tomado por esposa a Ana, de su misma tribu, la cual, al cabo de veinte años de matrimonio, no le había dado descendencia alguna.

 Joaquín era muy generoso en sus ofrendas al Templo. Un día, al adelantarse para ofrecer su sacrificio, un escriba llamado Rubén le cortó el paso diciéndole: "No eres digno de presentar tus ofrendas por cuanto no has suscitado vástago alguno en Israel".

Afligido y humillado, Joaquín se retiró al desierto a orar para que Dios le concediera un hijo. Mientras tanto Ana se vestía de saco y cilicio para pedir a Dios la misma gracia. No obstante, los sábados se ponía un vestido precioso por no estar bien, en el día del Señor, vestir de penitencia. Estando así en oración en su jardín suplicaba a Dios con estas palabras: "¡Oh Dios de nuestros padres! Óyeme y bendíceme a mí a la manera que bendijiste el seno de Sara, dándole como hijo a Isaac".

Al decir estas palabras dirigió su mirada al árbol que tenía delante y, viendo en él un pájaro que estaba incubando sus polluelos, exclamó amargamente y con repetidos suspiros:

"¡Ay de mí! ¿A quién me asemejo yo? No a las aves del cielo, puesto que ellas son fecundas en tu presencia, Señor."

La humilde súplica de Ana obtuvo una respuesta inmediata de lo Alto. Un ángel del Señor se le apareció anunciándole que iba a concebir y a dar a luz, y que de su prole se hablaría en todo el mundo. Nada más oír esto prometió Ana ofrecerlo a Dios al instante. Al mismo tiempo Joaquín recibió idéntico mensaje en el desierto, por lo cual, lleno de alegría, volvió al punto a reunirse con su esposa.

Y se le cumplió a Ana su tiempo y al mes, noveno alumbró. Cuando supo que había dado a luz una niña, exclamó: "Mi alma ha sido hoy enaltecida." Y puso a su hija por nombre Mariam.

Al cumplir su primer año Joaquín dio un gran banquete presentando su hija a los sacerdotes para que la bendijeran. Mientras tanto Ana, dando el pecho a la niña en su habitación, componía un himno al Señor Dios diciendo: "Entonaré un cántico al Señor mi Dios porque me ha visitado, ha apartado de mí el oprobio de mis enemigos, y me ha dado un fruto santo. ¿Quién dará a los hijos de Rubén la noticia de que Ana está amamantando? Oíd, oíd, las doce tribus de Israel: "Ana está amamantando". Y, dejando la niña en su cuna, salió y se puso a servir a los comensales.

Joaquín quiso llevar a la niña al Templo del Señor para cumplir su promesa cuando la pequeña cumplió dos años. Pero Ana respondió: "Esperemos todavía hasta que cumpla los tres años, no sea que vaya a tener añoranza de nosotros". Y Joaquín respondió: "Esperemos".

Por fin a los tres años fue llevada la pequeña María al Templo, donde el sacerdote la recibió con estas palabras: "El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel". Y la hizo sentar sobre la tercera grada del altar.

Y sus padres regresaron, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás.

Con este heroico rasgo de desprendimiento los apócrifos cierran el capítulo dedicado a los padres de la Virgen María. Después de dejar a su hija en el Templo Ana se aleja silenciosamente y se esfuma para siempre. Su misión había terminado.

Sin duda, nosotros habríamos deseado saber algo más. Pero, aunque esbozada apenas, es una encantadora y admirable figura de mujer la que se adivina en esos breves trazos.

Una mujer paciente y humilde. Durante veinte años Ana sufre sin queja la tremenda humillación de la esterilidad. Cuando, por fin, su amargura se derrama en presencia del Señor, sus quejas son tan suaves y humildes que inclinan al Señor a escucharla. Su larga prueba no ha endurecido su corazón, no le ha agriado. Es todavía capaz de reconocer que todas las criaturas de Dios siguen siendo buenas y la obra del Señor, perfecta; es ella únicamente la que parece desentonar en este armonioso conjunto. Y —nótese ese detalle de una exquisita femineidad— en honor del Señor, en su día, se viste de gala aunque su corazón esté triste. Toda mujer sabrá apreciar lo que esto supone de delicado olvido de sí.

Una mujer generosa. Pide para tener, a su vez, el gozo de dar. En cuanto tiene la seguridad de haber sido escuchada, su primer pensamiento es devolver algo por la gracia recibida: hará donación a Dios de este mismo hijo cuyo nacimiento se le anuncia.

Una mujer agradecida. En su felicidad no se olvida de dar gracias al Señor. ¡Y con qué júbilo exultante y candoroso! "Oíd, oíd, las doce tribus de Israel: Ana está amamantando!" Ella misma ignora cuán fausta es la nueva que está anunciando a Israel y al mundo entero: "¡Ana está amamantando!"

Una mujer abnegada, dispuesta a desprenderse de su hija para siempre; a privarse de ella cuando sea preciso para darse a los demás. Así, dejando a la niña en su cuna, se dedica a atender a sus invitados.

Abnegada, pero no fría ni insensible. "Esperemos —le dice a su esposo—, esperemos a que la pequeña cumpla tres años... No sea que vaya a tener añoranza de nosotros..." Y en su voz temblorosa se adivina la añoranza que está ya atenazando su propio corazón. La vena soterrada de la ternura asoma en estas tímidas palabras de Ana. Y ésta es la pincelada definitiva, la que nos revela su alma entera y nos la hace sentir muy cercana a nuestro corazón.

La crítica moderna está de acuerdo en negar todo fundamento histórico al episodio de la presentación de María al Templo. La costumbre, afirmada por los apócrifos, según la cual los primogénitos, varones y hembras, pertenecían a Dios y debían ser educados en el Templo hasta su pubertad, no existió, en realidad, en Israel. Los primogénitos eran, en efecto, consagrados al Señor, pero rescatados en el acto mediante una ofrenda. Los padres los tomaban de nuevo consigo y eran educados en el seno del hogar. Claramente nos cuenta San Lucas cómo se hizo con el Niño Jesús.

Así, pues, Dios no pidió este sacrificio a la bendita madre de la Virgen María. Pudo Ana guardar a su hija junto a sí, verla crecer sobre sus rodillas, tener el gozo de educarla, disfrutar de su presencia hasta su muerte. Breve sería, sin embargo, su felicidad: de los Evangelios se desprende que María era ya huérfana en el momento de sus esponsales con José, hacia sus quince años.

Dios no pidió a Ana el sacrificio de la separación. Pero le impuso otro sin duda mayor: la dejó en una total ignorancia de su gloriosa misión. Si consideramos la estricta sobriedad de las revelaciones hechas a la propia Madre del Salvador, tendremos que dar por descontado que nunca supo Ana que su Hija era una criatura única, excepcional; nunca supo qué Nieto iba a tener de Ella. No bajó un ángel para revelarle el prodigio que se había realizado en su seno: la concepción sin mancha del único ser humano exento del pecado de Adán (aparte Jesucristo, Hombre-Dios).

La separación física de su hija, unas leguas más o menos de distancia entre las dos, habrían significado muy poco para Ana si, al dejarla en el Templo, la hubiera sabido inmaculada, llena de gracia, futura Madre de Dios. Fue el desconocimiento de estas grandezas lo que abrió lejanías insondables entre madre e hija. Estar tan cerca del misterio, rozar ya los días tan suspirados de la redención, ser ella misma una pieza tan importante en la precisión del engranaje divino —¡abuela de Dios!— y no tener de ello conocimiento, ¿no es acaso una privación mucho más dura que la impuesta a Moisés, al que se permitió, por lo menos, entrever la Tierra Prometida en la que no iba a poder entrar?

Ana se convierte así en una figura singularmente atractiva, amable y consoladora para cuantos, al trasponer el umbral de la vejez, se sienten de pronto invadidos por la penosa impresión de haber vivido una vida inútil, carente de sentido. Es entonces cuando puede ser alentador el recuerdo de Ana, de su vida obscura, sin trascendencia aparente, en contraste con la altísima misión que estaba cumpliendo sin saberlo. "¿Quién sabe a lo que uno está destinado? —dice el padre Faber—. Nuestra misión es quizá lo contrario de cuanto hemos pensado; porque las misiones son cosas divinas, ocultas por lo regular, y se cumplen sin que tengamos conciencia de ellas," Así fue en el caso de Ana.

Hay almas tan completamente entregadas a Dios, tan fieles y tan sencillas, que la Providencia sabe muy bien que puede disponer de ellas sin contar con su consentimiento previo. Almas en estado de disponibilidad total: Dios no tiene por qué molestarse en darles explicaciones. De las tales, Ana es una buena muestra.

Bueno es vivir ignorado de los demás, pero es mucho más seguro todavía ignorarse a sí mismo. Que la santa abuela de Jesús nos haga comprender la segura belleza de su obscuro camino.

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