lunes, 18 de septiembre de 2017

La revolución del amor y del perdón


LA REVOLUCIÓN DEL AMOR Y DEL PERDÓN

Por Ángel Gómez Escorial

1.- Estos domingos del Tiempo Ordinario están llenos de perdón y amor. El pasado, Jesús, nos hablaba de la corrección fraterna. Hoy es Pedro quien pregunta al Señor cuantas veces hay que perdonar. Su respuesta de "setenta veces siete" significa siempre y en todas las ocasiones. La "revolución" que trae Jesús al mundo de los judíos, de sus contemporáneos, es precisamente el amor y el perdón. Los hebreos consideraban servir al prójimo, pero lo eran solo los verdaderamente próximos, casi, casi los familiares. Ellos eran capaces de perdonar, pero tenía su ley del Talión, "el ojo por ojo y el diente por diente". Es verdad, no obstante, que aquello era como una limitación misericordiosa, porque en los tiempos del Antiguo Testamento, y fuera de los ámbitos del pueblo de Dios, la "justicia" suponía que cualquier ofensa debía ser castigada con la muerte. Y así el daño infringido en un diente o un ojo era razón suficiente para ajusticiar al agresor. La igualdad "de tamaño" entre la ofensa y el castigo era ya algo positivo. Pero Jesús rompe incluso esa ley de moderación para establecer el perdón total, el amor a los enemigos y la pasividad amorosa ante el ataque de los contrarios. Tenemos –dice— que poner la otra mejilla.

2.- Pero hay una condición obligada y fundamental para obtener el perdón. Nosotros mismos debemos que perdonar. Si no es así Dios no nos perdonará las ofensas propias. Está en el Padrenuestro, en la oración que, directamente, nos ha enseñado el Señor Jesús: "Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden". El resto del relato del Evangelio nos habla del siervo malvado que tras recibir el perdón de su amo, es incapaz de perdonar muchísimo menos de lo que a él le deben. ¿No nos ocurre esto con frecuencia también a nosotros? Acudimos a Dios buscando el perdón ante nuestras faltas y, luego, somos capaces de escarnecer gravemente a nuestros hermanos ante faltas mucho menos graves, criticándolos o divulgando sus defectos, para que, al acusarlos de maldad, parezcamos nosotros más buenos. Asimismo, solemos poner dos medidas para ciertos pecados. Criticaremos con dureza a, tal vez, la mujer adúltera, pero luego robaremos el sueldo de los trabajadores a nuestro cargo. Esto no es una acusación nueva, "moderna". Ya la expresa el Apóstol Santiago en su Carta. En fin, para perdonar hay que estar limpios de cuerpo y alma. Hemos de haber reconocido nuestro pecado antes de condenar los defectos presuntamente mayores en los prójimos.

3.- "¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" La clave está ahí. Hay una tendencia  personal en la que uno disculpa sus propias faltas y agrava las de sus semejantes. Desgraciadamente, la vida del hombre esta plena de este defecto. El fariseísmo no es otra cosa que eso mismo. La soberbia produce ese encumbramiento ajeno a cualquier culpa, mientras que esa soberbia afea con fiereza la valoración de otras faltas más pequeñas en las gentes de nuestro entorno. Y todo ello se debe a la falta de amor. El amor nos ayudará a entender y perdonar. Y sobre la base del perdón sincero nosotros vamos a ser capaces de mejorar. El efecto del perdón al prójimo puede tener un reflejo en el perdón sincero a nosotros mismos. Porque, sinceramente, ¿no hay otra clase de personas incapaces de perdonarse, enfadados consigo mismos, circulando por la vida en vertientes de miedo personal y que no invocan jamás la petición de perdón para ellos, ni a Dios, ni a sus semejantes? Desde luego que sí. En el ejercicio del perdón sincero, hay, desde luego, una práctica útil para mejorar nosotros mismos.

4.- "Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas". El libro del Eclesiástico nos lo dice. El furor y la cólera son odiosos y los posee el pecador. Debemos hacernos son mucha seriedad la siguiente pregunta: ¿El pecado cambia a los hombres?, ¿agrava su comportamiento general? Pues, sí. La maldad trae una forma de ser. Igual, que la bondad y la mansedumbre produce otro estado de ánimo bien diferente. Si nosotros mismos, nos notamos coléricos e iracundos con frecuencia deberemos examinar nuestras conciencias. El inicio de un camino más cercano al Señor Jesús, y que discurre entre episodios de amor hacia los hermanos, produce una calma que antes no teníamos. El mal nos cambia, nos endurece. La advertencia del "viejo libro" del Eclesiástico nos da un consejo certero. Muchas veces, ni siquiera es necesario examinar nuestro interior, para saber que vamos mal. El comportamiento habitual nos va a dar razones suficientes como para enderezar el camino.

 5.- El Magisterio de la Iglesia ha expresado muchas veces, en los últimos años, que el mundo está perdiendo la noción de pecado. Esto quiere decir que no somos capaces de analizar la tendencia al mal y el ejercicio permanente de acciones malvadas. Y, sin embargo, esa maldad va a influir en nuestras vidas, multiplicando nuestro alejamiento de la felicidad e impidiendo a la gente que está cercana a nosotros que vivan tranquilos. El pecado existe y nos influye. Y para librarnos de esa mala situación, lo primero que necesitamos es reconocer que somos pecadores. El alma humana sabe discernir entre el bien y el mal. Y, por tanto, encontrará motivos para sentirse mal, ante la maldad cometida; y bien, ante la bondad ejercida. La mejor escuela de bondad es la relación con los hermanos y los peores pecados están precisamente en lo que hagamos a nuestros prójimos, sin olvidar, naturalmente, que muchas veces somos capaces --por el pecado-- de hacernos mucho daño a nosotros mismos. No es este un argumento para meter miedo. Para nada. Es, simplemente, un camino para la búsqueda de la verdad, del amor y de la justicia.

6.- San Pablo, en la liturgia dominical, da siempre el matiz necesario e imprescindible. ¿Cuál es la mejor arma para no pecar? Amar a Dios y estar en El. Entrar en Dios y saberse cosa suya. Pablo de Tarso nos dice hoy: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos". "En la vida y en la muerte somos del Señor". Vivir en El y estar en El. Pablo supo meter toda su persona en el Señor Jesús, olvidarse de sí mismo para ser campo de acción de Jesús. Y con ello consiguió acometer la labor evangelizadora más notable de la historia del cristianismo. Y lo hizo con su acción personal y viajera. Y con sus escritos. El legado doctrinal –e intelectual— de Pablo de Tarso es enorme y de resonancias fundamentales para la vida de la Iglesia. Tenemos que tender a estar en Cristo como lo estuvo –como lo está— Pablo. Y de esa forma nuestro talante será de paz, de felicidad, mientras que ayudamos a los demás, sirviéndoles. Es la ayuda permanente del Señor Jesús lo que nos saca del pecado, de la ira, de la violencia, del desamor. Meditemos en paz sobre todo esto que hemos escuchado hoy.

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