domingo, 26 de diciembre de 2021

San Esteban 26 de Diciembre

 



San Esteban 26 de Diciembre

(+ c. 34)


Vamos a presenciar el nacimiento del martirio cristiano y el sepelio del mártir primero según lo refieren, con una divina simplicidad, los Hechos de los Apóstoles.

"Y en aquellos días suscitóse en Jerusalén una gran persecución. Y los discípulos todos, menos los apóstoles, se esparcieron y anduvieron huidos por toda la Judea y Samaria. Y unos varones religiosos enterraron a Estaban e hicieron sobre él un llanto muy grande" (Act. 8,2).

Harto da a entender este pasaje de los Hechos de los Apóstoles que la primera agresión inopinada y brutal contra la iglesia de Jerusalén, medrosa y pequeñita, confiada en su propia inocencia y parvedad, como la que asegura aI polluelo debajo de la protección del ala materna, ocasionó en los adeptos de la fe nueva una impresión de terror y desconcierto. Aquella violencia súbita desencadenada contra la chica grey de almas seguras y pacíficas produjo una indecible sorpresa y un afán instintivo de huida. El diácono Esteban, glorificado más tarde como abanderado y caudillo del innumerable ejército de los mártires, no tuvo laureles ni coronas de triunfo, sino funerales, exequias y duelo muy amargo. Así acaeció en Jerusalén. En Roma, no muchos años más tarde, el holocausto de los cristianos que dió Nerón al pasto de las llamas parece haber dejado asimismo el recuerdo de una deserción espantosa. Y en Jerusalén, y en Roma, y en dondequiera, las primeras colisiones con el fuerte armado, los furores primeros que se abatieron sobre las comunidades cristianas en su infancia más tierna, sembraron entre los fieles congoja, y dolor, y desconcierto, y fuga.

Pero bien pronto la conciencia cristiana se recobró y reaccionó con energía. El repentino ímpetu no debiera haberles tomado de sorpresa si hubiesen recibido las enseñanzas del divino Maestro con corazón reflexivo. Él habíales anunciado estas pruebas duras con palabras tan llanas y tan claras, que el propio martirio (sinónimo de testimonio) les era prometido con su nombre propio:

"Os entregarán en tribunales y en sinagogas, os azotarán, y aun a príncipes y a reyes seréis llevados por causa de Mí, por testimonio a ellos y a los gentiles." Y, al mismo tiempo, el divino Maestro proclamaba bienaventurados a quienes tocara una suerte para el sentido carnal tan recia y tan poco apetecible:

"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os denostaren y os persiguieren y dijeren con mentira todo linaje de mal contra vosotros. Alegraos entonces y gozaos, porque vuestra ganancia copiosa es en los cielos; así fueron perseguidos los profetas que han sido antes de vosotros."

Diríase que las ímbeles iglesias primitivas no atinaron a interpretar el obvio sentido de estos pasajes que aquel dulce y fuerte obispo típico que fue San Cipriano denominó Evangelium Christi unde martyres fiunt: el Evangelio de Cristo, poderosa forja de mártires. Solamente los apóstoles, admitidos más profundamente en la intimidad del pensamiento de Cristo, se mostraron iniciados y penetrados de la doctrina nueva. En Jerusalén, conducidos a la presencia del sanedrín y azotados, ibant gaudentes, andaban con una alegría ostensible, con una rabiosa extravasación de júbilo, porque habíaseles juzgado dignos de sufrir baldones por el nombre de Jesús.

Pero ya no es la vena profunda y callada del gozo fiel, ni es la miel secreta de los padecimientos por amor de Cristo, ni tampoco el entrañable y manso río de Espíritu Santo el que los inunda, sino que es como un vino violento y una embriaguez más que dionisíaca la que hace prorrumpir a San Pablo en expresiones inflamadas por la muerte y por la cruz. Los más grandes cantores del placer es fuerza que enmudezcan ante ese sublime orgiasta del dolor. Nada ni nadie podrán separar a Pablo de la caridad de Cristo: Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni la desnudez, ni el hambre, ni el peligro, ni la espada. Cristo es mi vida—dice—y la muerte me es una ganancia.

El dolor es el camino de los astros. Fue nuestro Aurelio Prudencio quien halló esta expresión feliz condensada en aforismo: Ad astra doloribus itur. Pero no; el martirio no es doloroso. La primitiva liturgia cristiana encontró para el martirio un nombre refrigerante, consolador: llamóle bautismo, es decir, inmersión en la propia sangre, cual deleitoso baño en un fresco hontanar del paraíso. El manantial perenne que brota del costado de Jesús sumerge al mártir en el refrigerio de sus aguas vivas. Y, aunque fuera doloroso el martirio, no es precisamente el mártir quien lo soporta. Por una divina suplantación es Cristo quien lo padece: Christus in martyre est. Nuestro acérrimo Prudencio expresó esta divina suplantación al cantar la pasión de un mártir español en versos de una arrogancia y de una entereza más que numantinas:

"En lo más profundo de mi ser hay otro; otro a quien nada ni nadie pueden dañar; hay otro ser, sereno, quieto, libre, íntegro, exento de toda suerte de padecimiento."

Así, en el torrente raudo del himno prudenciano, hablaba al verdugo con una altivez y reciedumbre saguntinas, no lejos de los muros de Sagunto, el diácono Vicente, y mientras su cuerpo, trabazón de lodo, y sus miembros, urdimbre de venas tenues, saltaban en pedazos, su intacto espíritu se mantenía ileso debajo de las ruinas del alcázar inderrocable.

Pero demos ya paso y aclaremos en la vanguardia de quienes blanquearon sus estolas en la sangre del Cordero al primer coronado con la corona incorruptible:

lo, Triumphe!

"Y en aquellos días, como el número de los discípulos iba en aumento, murmuraban los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución de la limosna cotidiana."

En aquel tiempo y sazón denominábanse helenistas quienes, aun siendo judíos de raza, procedían de las colonias griegas del Asia Menor y de Egipto. Habíalos muchos avecindados en la Ciudad Santa, y debieron de oír el estampido del Espíritu y contemplar la lluvia de lenguas ígneas y escuchar el sermón candente brotado en los labios de Pedro. Los helenistas, primicias de la conversión, constituían en Jerusalén un núcleo tan numeroso como los judíos nativos.

"Entonces los Doce convocaron la multitud de los discípulos y les dijeron: No es razón que nosotros abandonemos el ministerio de la palabra y sirvamos en las mesas. Escoged, pues, entre vosotros siete varones de probidad acrisolada, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, y constituidlos en el servicio de la distribución del pan, y nosotros continuaremos en la oración y en el ministerio de la palabra."

Tres mil cristianos en su primera redada cogió el pescador de Galilea, trocado en pescador de hombres. Los conversos de Pedro no eran solamente judíos de Jerusalén sino que los había procedentes de toda nación que está debajo del cielo. ¿Cómo iban a cejar los apóstoles en el apostolado de la palabra que tan opimos y tan tempranos frutos les rendía?

Plugo a los discípulos el consejo de Pedro.

"Eligieron a Esteban, varón lleno de fe y de Espíritu Santo, y también a Felipe, Prócer, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. prosélito éste de Antioquía." Helenistas son todos ellos y helénicos son sus nombres. Presentados a los apóstoles, les consagraron diáconos por la imposición de las manos. Callaron las murmuraciones, y las viudas de los helenistas fueron atendidas equitativamente. Con estos animosos predicadores nuevos la palabra evangélica crecía y los cristianos se multiplicaban.

"Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obraba en el pueblo prodigios y milagros grandes."

Lucas, el cronista de estos sensacionales acontecimientos, no especifica ninguno de esos carismas que acompañaban y robustecían la palabra de Esteban y hacían avasalladora su predicación. En son de protesta de tamañas novedades irguiéronse algunos miembros de la sinagoga de los libertos, secundados por algunos otros recalcitrantes, originarios de Cirene y de Alejandría, y otros aún, procedentes de Cilicia y de Asia. Estos libertos que iniciaron la contraofensiva debieron de ser descendientes de aquellos judíos que, sesenta y tres años antes de que el Verbo de Dios se hiciese carne y habitase entre los hombres, trajo cautivos a Roma Pompeyo, que con su presencia exasperó el judaísmo, mancilló Jerusalén y profanó el santo de los santos. Vendidos en Roma por esclavos y recobrada temprano o tarde su libertad, tornaron a Jerusalén. Trabados en disputa con Esteban, arrollábalos su sabiduría y la vehemencia del Espíritu que caldeaba su palabra, que, como en la boca de Elías, ardía y crepitaba cual una antorcha.

El texto del discurso con que Esteban cerró su fulgurante ministerio y motivó su bárbara lapidación, tal como nos lo da el autor de los Hechos, es uno de los más venerables monumentos de la literatura cristiana. Es la primera de las homilías. Más que una autodefensa es una didaché. El primicerio de los diáconos, como le llama San Agustín, de acusado se convierte en acusador, contundente como un martillo. Erizadas contra él, a guisa de jabalíes, estaban todas las sectas del judaísmo, y él, con la firmeza de su palabra, sostuvo, solo y señero, la causa de Jesús y el honor del Evangelio. Recias de oír eran las verdades que Esteban les lanzaba al rostro. Mientras hablaba, su rostro resplandecía con lumbre purpúrea de juventud, como el de un ángel. Sus primeras palabras saliéronle de la boca bañadas en miel: Favus distillans labia tua. Abstúvose de decirles algo así como progenie de vitoras, aun a pesar de que le olan con estridor de dientes y con las entrañas secas como el peñón del desierto antes que la vara de Moisés lo convirtiera en hontanar.

"¡Hermanos y padres mios, escuchad!" Con estas palabras, las más tiernas del vocabulario humano, les recuerda la comunidad de su origen; no es entre ellos Esteban un desconocido, no es un alienigena. Es de la raza de Abraham; es partícipe de las mismas promesas y de las mismas esperanzas. Y con amargura de su alma despliega ante los ojos de ellos, con precisión geográfica, con exactitud cronológica, la larga cadena de sus infidelidades...

El parlamento, que empezó con mansedumbre y unción de homilía, con tranquilidad de exposición objetiva, en llegando a su fin, estalla en ese valentísimo apóstrofe:

"¡Duros de cerviz; incircuncisos de corazón! Siempre habéis resistido al Espiritu Santo. Como vuestros padres fueron, habéis sido vosotros. ¿Qué profeta no persiguieron? Dieron muerte a quienes les anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora traicionasteis y crucificasteis; vosotros, sí, vosotros, que por ministerio de ángeles recibisteis la Ley y no la observasteis..."

Ese impávido apóstrofe de Esteban pone en revuelo a los judíos. Más que ningún otro les exaspera ese postrer agravio directísimo que para ellos es el más insoportable de todos: la desobediencia a la Ley. Estalla un alto griterio: los judíos se tapan los oídos, lastimados por la blasfemia, en embestida unánime se arrojan sobre él: le arrastran fuera; le lapidan. Saulo asiente a la fiera lapidación y guarda celosamente los vestidos de los lapidadores. Esteban hunde en el cielo los errantes ojos y dice: Veo la gloria de Dios y los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.

¡El Hijo del hombre en pie!

¿Por qué, preguntase San Ambrosio, Esteban vió a Jesús stantem, puesto en pie? Pónese Jesús en pie por contemplar el combate de su atleta aguerrido; levántase de su silla por ver la victoria del adalid, cuya victoria es su propia victoria; yérguese y se inclina a la tierra por estar más dispuesto a coronarle; el héroe combate y triunfa de rodillas; su fuerza es su oración y reza a modo de brindis:

"Señor Jesús, recibe mi espíritu". Y con voz más recia, añade: "No les imputes, Señor, este pecado".

Si Esteban no hubiese orado y Dios no le hubiese oído, Saulo no se trocara en Pablo ni la Iglesia tendría el Apóstol de las Gentes.


LORENZO RIBER

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