lunes, 11 de octubre de 2021

EL CRUCIFIJO GOZOSO DE SAN DAMIÁN (y II) por Sor María Mandelli, OSC

 


EL CRUCIFIJO GOZOSO DE SAN DAMIÁN (y II)
por Sor María Mandelli, OSC

De una imagen dinámica como el Crucifijo de San Damián sólo podían provenir palabras dinámicas: «¡Francisco, anda y repara...!». Dos verbos de acción, de movimiento, de vida. ¡Un cadáver no anda ni repara! Dos imperativos concretos y esenciales, semejantes al gesto con que el director de orquesta da inicio a la ejecución del concierto.

El Crucifijo parece decir a Francisco: «Después de los largos meses de búsqueda y espera, en los que te has preparado con la oración y la victoria sobre ti (beso al leproso), ahora te mando: ¡Anda! ¡Emprende la marcha que te hará seguir mis huellas a través de los caminos del mundo y te introducirá un día en la misma gloria que el Padre me ha dado a mí!».

En su Testamento, Clara refiere que Francisco reparó la iglesita de San Damián, «en la que -añade- había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo...». Para Clara, el encuentro con el Crucifijo de San Damián es el momento del consuelo divino.

Francisco seguirá a Jesús hasta la estigmatización, pero ésta no será la etapa final, sino sólo la penúltima. La meta definitiva es la gloria, la alegría, la danza eterna, tal como las intuyó, entrevió y contempló en la imagen que en San Damián lo había interpelado y llamado por su propio nombre a él, el rey de la juventud de Asís. ¡Desde ese momento Francisco sabe a qué gloria se le destina, a qué alegría le llaman, a qué danza le invitan! Y no sólo a él. Cristo le manda que invite a esta cita final a todos los hombres, a todas las criaturas. Los gemidos, los dolores, la misma muerte son pasos para llegar a la fiesta eterna.

Visto desde este ángulo, también el Cántico de las criaturas parece un prólogo a ese acto final de la historia en el que Dios será «todo en todos» para eterna alabanza de su gloria.

El «¡ anda!» que le dirige el Crucifijo a Francisco no tendrá pausa, y al envío seguirá la itinerancia. Pero un día le asalta a Francisco la duda y no sabe si debe continuar predicando o, más bien, dedicarse a la contemplación. Pide consejo a Clara, y ésta recoge de labios del Crucifijo de San Damián la respuesta que debe transmitirle a Francisco y que no podía ser otra que la recibida aquella primera vez: «¡Francisco, anda...!». Y el Santo reemprende la marcha, recomienza su tarea de Heraldo del Gran Rey, anunciando a todos la Buena Noticia.

A Clara, por su parte, el Crucifijo se le convierte en su propio espejo, y enseña a sus hijas y hermanas, próximas o lejanas, cómo se vive la unión con el Esposo: «Alégrate también tú siempre en el Señor, carísima, y no te dejes envolver por ninguna tiniebla ni amargura, ¡oh señora amadísima en Cristo, alegría de los ángeles y corona de las hermanas! Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad. Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores... Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor... a Aquel -te digo- Hijo del Altísimo...» (3CtaCl).

Es una nítida invitación a la alegría, incluida esa alegría eterna que no tendrá fin y hacia la cual caminamos.

El Crucifijo de San Damián es una escuela de alegría que nos revela la pedagogía de Dios. No se trata de eliminar la Cruz, que está de hecho bien representada en el Crucifijo, al igual que las llagas de las manos y los pies de Jesús, sino de desvelar la meta a la que conduce la sequela Christi, el seguimiento de Cristo. Esto es algo que Francisco y Clara no olvidaron nunca y que enseñaron con su ejemplo, su palaba y sus escritos.

«Tanto es el bien que espero que el dolor me es placentero» (Ll I).

Así gustaba decir Francisco. Es como un eco de las palabras del salmista: «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares». Un poeta francés ha escrito que «el dolor es una almendra amarga que se arroja a la vera del camino; al volver a pasar por el mismo camino, se encuentra un almendro en flor» (Claudel); dice también: «La paz, quien la conoce lo sabe, la componen a partes iguales la alegría y el dolor».

El poeta y compositor Olivier Messiaen termina su famosa opera sobre san Francisco con estas palabras:

«Del dolor
de la debilidad
de la ignominia
resurge la fuerza
resurge la gloria
resurge la alegría».

Es, resumida, la esencia del mensaje del Crucifijo de San Damián.

[Cf. http://www.franciscanos.org/enciclopedia/mandelli.html 



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