sábado, 23 de octubre de 2021

Creer hace bien

 


Creer hace bien

¡Buenos días, gente buena!

XXX Domingo Ordinario B

Evangelio

Marcos 10, 46-52

En aquel tiempo, cuando Jesús se iba de Jericó con sus discípulos y una muchedumbre, el hijo de Timeo, Bartimeo, que era ciego, estaba sentado a un lado del camino, mendigando. Escuchando que era Jesús nazareno el que pasaba, comenzó a gritar, y a decir: “Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi”. Algunos lo reprendían para que callara, pero él gritaba todavía más fuerte: “Hijo de David, ten piedad de mi”. Jesús se detuvo y dijo: llámenlo”

Llamaron al ciego diciéndole: “Animo, levántate, te llama”. El arrojó el manto, se puso en píe de un brinco y se acercó a Jesús. Entonces Jesús le dijo: “¿Qué quieres que haga por ti?” Y el ciego le respondió: “Rabí, ¡que yo vea de nuevo!”. Y Jesús le dijo: “Vete, tu fe te ha salvado”. Inmediatamente recobró la vista y lo seguía por el camino.

Palabra del Señor

Creer hace bien

Un retrato trazado con tres estupendas pinceladas, dramáticas: ciego, mendigo, solo. Un mendigo ciego: el último de la fila, un náufrago de la vida, un desecho clavado en la oscuridad, en la orilla de una calle de Jericó. 

Después, de repente todo se pone en movimiento: pasa Jesús y se vuelve a encender el motor de la vida, sopla un viento de futuro. Con el Señor siempre hay un “después”.

Y Bartimeo comienza a gritar: Jesús, ten piedad. No hay un grito más evangélico, no hay una plegaria más humana y ardiente: piedad de mis ojos apagados, de esta vida perdida. Siéntete padre, siéntete madre, devuélveme la vida. 

Pero la muchedumbre hace muro a su grito: ¡cállate! El grito de dolor está fuera de lugar. Terrible pensar que ante Dios el sufrimiento esté fuera de lugar, que el dolor no esté en el programa.

Y sin embargo, para tantos de nosotros es así, desde siempre, porque los pobres perturban, nos muestran la cara oscura y dura de la vida, ese lugar donde no querríamos nunca estar o donde tenemos miedo de caer. Pero el ciego siente que otro mundo es posible, y que Jesús tiene la llave. Y si, el Rabí escucha y responde, escucha y alienta.

Y se libera toda la energía de la vida. Notamos como todo gesto de aquí en adelante parece excesivo, exagerado: Bartimeo no habla, grita; no se quita el manto, lo arroja; no se levanta del piso, se pone en pie de un salto. La fe es esto: un exceso,  un sobrar, un de más ilógico y hermoso. Algo que multiplica la vida: “He venido para que tenga cien veces en esta vida”. Creer hace bien. Cristo cura toda la existencia. 

Es más, el ciego comienza a sanar antes de todo en la compasión de Jesús, en esa voz que lo acaricia. Sana como hombre, antes que como ciego. Porque alguien lo ha tomado en cuenta. Alguien lo toca, aunque sea solo con la voz. Y él sale de su naufragio humanos: el último comienza a redescubrirse uno como los demás, comienza a vivir porque es llamado con amor.

La curtación de Bartimeo comienza cuando salta de pie y deja todo apoyo, para precipitarse, sin ver, hacia aquella voz que lo llama: guiado, orientado solo por la palabra de Cristo que todavía vibra en el viento. 

También nosotros cristianos nos orientamos en la vida como el ciego de Jericó, sin ver, solo por el eco de la Palabra de Dios, que sigue sembrando ojos nuevos, ojos de luz, sobre la tierra.

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien!

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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