domingo, 28 de julio de 2019

Y les enseñó el Padrenuestro

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Y LES ENSEÑÓ EL PADRENUESTRO

Por Antonio García-Moreno

1.- SODOMA Y GOMORRA. - El hombre tiene una capacidad enorme de corrupción. Puede llegar a límites insospechados de maldad. Y lo terrible es que no son actos aislados los que constituyen la perversidad; se trata de una actitud, de una disposición de ánimo que se hace habitual.

La historia de los hombres nos narra cómo en determinados momentos esa maldad es tan grande que llega a encolerizar a Dios. Entonces se desata la ira divina. La tierra se recubre de cadáveres, las lágrimas y la sangre desbordan sus cauces normales y ahogan el corazón del hombre. Y uno escucha, uno lee noticias, uno ve cosas, acciones injustas de los unos y los otros, pecados contra naturaleza que encuentran carta de naturaleza en leyes civilizadas, crímenes como el aborto y la eutanasia que se reconocen como legales. Y uno piensa si Dios no estará a punto de estallar, a punto de romper de nuevo los diques que contienen las aguas y el fuego... Sodoma y Gomorra, ciudades que llegan al límite máximo de perversión. Su pecado provoca una terrible lluvia de azufre y de fuego que, cayendo de lo alto, convierten aquel valle en una profunda fosa de miles de muertos... Ojalá que Dios no se encolerice ante el triste espectáculo que los hombres de hoy presentamos.


Abrahán intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que la ira de Yahveh pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo. Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa...! Dios accede a la proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez inocentes no destruirá la ciudad.

Diez justos. Diez hombres que sean fieles a los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.

2.- ¡ABBA, PADRE! - Muchas son las veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos. El Maestro no se hace. Rogar y les enseña la oración más bella y profunda que jamás se haya pronunciado: el Padrenuestro.

Lo primero que hay que destacar es que nos enseñe a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La palabra original aramea es la de Abba, de tan difícil traducción que lo mismo san Marcos que san Pablo la transmiten tal como suena. Es una palabra tan entrañable, tan llena de ternura filial y de confianza, tan familiar y sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la emplearon para llamar a Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán con una madre, o mejor dicho, con las madres del mundo, pero no lo llamarán nunca Abba.

La misma Iglesia es consciente del atrevimiento que supone dirigirse a Dios con el nombre de Padre, con la confianza y la ternura del hijo pequeño, que suple con un balbuceo su dificultad para pronunciar bien el nombre de padre. Por eso en la liturgia eucarística, antes de la recitación del Padrenuestro, el sacerdote dice que fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo sus divinas enseñanzas, nos atrevemos a decir; "audemus", dice el texto latino, tenemos la audacia.

Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos pequeños y queridos. Por eso podemos y debemos dirigirnos a él llenos de esperanza, seguros de ser escuchados y atendidos en nuestras necesidades, materiales y espirituales. Es cierto que en ocasiones nos puede parecer que el Señor no nos escucha. Pero nada más lejos de la realidad. Él sabe más y conoce lo que de verdad nos conviene, lo que en definitiva será para nuestro bien, y lo que nos puede perjudicar.

Por otra parte recordemos que esa oración que Jesús nos enseña nos dice que Dios es Padre nuestro. No mío ni tuyo, sino nuestro. Es cierto que las relaciones que Jesús establece entre Dios y el hombre son relaciones personales, de tú a tú. Pero también es verdad que esas relaciones pasan por el prójimo, hasta el punto que si nos olvidamos de los hermanos no podemos llegar hasta el Padre. Así, pues, no se puede ser hijo de Dios sin ser hermano de los hombres. Por eso le llamamos Padre nuestro y pedimos el pan nuestro de cada día y que perdone nuestras deudas -no mis deudas-, al tiempo que prometemos que también nosotros, por amor suyo, perdonamos a nuestros deudores... Termina el pasaje con una exhortación, tres veces repetida, para que pidamos sin descanso. Estas palabras de Jesús dan la impresión, una vez más, de que Dios está más dispuesto a dar que nosotros a pedir.

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