domingo, 18 de febrero de 2018

La necesidad de la gracia en nuestro afrontamiento cotidiano



por Josep Miró i Ardèvol 

SERVICIO CATOLICO

“Soy un pecador. No soy un santo. Los santos se reconocen inmediatamente. Soy un buen pecador, un testigo. Un pecador que los domingos va a oír misa a la parroquia, un pecador con los tesoros de la gracia divina… en materia de cristiandad, nadie es más competente que el pecador. Nadie, excepto el santo. Es más, en general se trata de la misma persona. El pecador y el santo son dos elementos, digamos, integrantes; esto es, dos partes integrantes del mecanismo de la cristiandad. Juntos, son indispensables el uno al otro“. Esto escribía Péguy, uno de los laicos que mejor ha sabido exponer el misterio de la gracia; es decir, de la misericordia que brota incesante de Dios, y es que sin ella ¿qué podríamos hacer como cristianos? Y es que la tensión entre nuestra fe cuando es bien vivida y la cultura que impera en nuestra sociedad resulta cada vez más de difícil conciliación.

Sabemos que debemos amar al otro, sea quien sea, haga lo que haga incluso al enemigo (por cierto ¿es evangélica la prisión permanente revisable, subrayo: tal y como se planea en España?), Y al mismo tiempo, debemos rechazar los comportamientos y actitudes que son contrarios a lo que Jesús nos dice. No hay compromiso con ellos y, por consiguiente, es necesario explicar las estructuras de pecado que los hacen posible, que los facilitan, y que son más pecaminosos cuanto más alejan a los hombres de Dios y más irrecuperable hagan este distanciamiento.


¿Cómo articular armónicamente aquellas dos exigencias?  Hay una diferencia clara que ya conocemos. Una cosa son las personas y el mandato evangélico de amarlas, y otra, las actitudes, acciones y las estructuras de pecado. El papa Francisco cuando viajó al Ecuador señaló que “Cristo es firme contra el pecado, pero no rechaza a los pecadores, sino que los recibe: Jesús, el Santo de Dios, se deja tocar por ellos, sin miedo de ser contaminado, los perdona y los libera del aislamiento al que estaban condenados por el juicio despiadado de quienes se creían perfectos, abriéndoles un futuro”. El evangelio del domingo (11/02/17) lo expone al referirse al leproso, al “impuro” según el Antiguo Testamento.  Pero reconozcamos que, a pesar de la diferencia, la dificultad es evidente en la práctica, y es favorecida porque la denuncia del acto malo con facilidad deriva en crítica a la persona, incluso cuando no hay la intención. Sobre todo, porque todos aquellos sujetos concernidos por la crítica a una determinada práctica, la toman como algo referido a su condición personal. Uno de los ejemplos más claros es la diferenciación católica entre homosexual y práctica homosexual; rechazamos lo segundo y acogemos al primero, pero con facilidad nos encontramos con su reacción beligerante a pesar de la distinción.


Todo esto requiere un equilibrio interior -que no puede confundirse con la indiferencia exterior- exigente, muy exigente, más en nuestro tiempo, cuando son las propias instituciones sociales y políticas, entendidas en sentido amplio, leyes, costumbres, organizaciones, las que fomentan muchas de las actitudes contrarias al camino evangélico. El aborto sería un ejemplo de manual en este caso, pero ni mucho menos el único.

Aquel equilibrio necesario solo es posible mediante la gracia; el acceso a los sacramentos, la oración, la meditación, la vida en una comunidad virtuosamente cristiana que ayude a discernir, y seguramente esto último es lo más difícil de conseguir, porque no basta con el deseo personal para lograrlo; ha de existir. En cualquier caso, no podremos traducir el equilibrio necesario entre exigencia de amor y respuesta al mundo sin las virtudes necesarias. Primero, porque al mal se le debe superar con una abundancia de bien, y eso exige de la gracia para alcanzar las virtudes necesarias para cumplirlo, y también para saber concordar la eficacia de la respuesta que demos con el sentido evangélico. Se trata de la fe, la esperanza y el amor expresado en toda acción favorable a los otros; ayudar, compartir, dar, sea quien sea el otro, y dando testimonio de la razón de nuestro proceder. No obramos así por un abstracto de solidaridad, sino porque seguimos a Jesucristo. Y junto con ellas imperan las virtudes de la prudencia, que es la principal entre las cardinales porque señala cómo aplicar las demás. También, obviamente, la justicia, que sobre todo se refiere a la relación con el otro, y la fortaleza y la templanza que se refieren sobre todo a nosotros mismos.

Nuestra acción sobre las estructuras, las instituciones que son contrarias al mandato de Jesús, o que actúan como tales, solo puede realizarse cristianamente, si uno asume una actitud cristiana. Esto parece una obviedad, pero existen gentes que lo omiten en favor de una pretendida y falsa eficacia que, incluso, les permite engañar. El cristianismo nunca es activismo, ni se fundamenta en el hacer por el hacer, ni instrumentaliza a otros. Las organizaciones de este tipo que se mezclan se declaran cristianas, en realidad actúan lejos del camino señalado por Jesús.

Actuar en cristiano significa que hemos de disponer:

•De un espíritu alejado de toda tentación de poder y riqueza, de sus efectos, para confiar plenamente en Dios. Es hacer verdad aquella advertencia de Jesús que de nada te sirve el esfuerzo humano, si Dios no te acompaña. Mateo 6,25-34

•De la capacidad para sufrir la adversidad por nuestra conducta, y es que:

“Tarda el alma en comprender

que aquello que Dios le ha dado

si después le fue quitado

sea solo por su bien…

Porque “si todo ha de partir

empezar a despedir

es ser sabio de verdad”

•Y de vivir esa adversidad, en realidad vivir la vida, toda ella, en la alegría. Ella es una compañera inseparable de la acción cristiana; si no se percibe algo importante funciona mal.

La gracia de Dios que abre la puerta a la virtud, ese es el fundamento para actuar justamente en el mundo.

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