martes, 27 de febrero de 2018

HACIA DIOS POR LA PENITENCIA (VIII)



por Kajetan Esser, OFM

Realización del Reino de Dios

Todo lo referente al «Espíritu del Señor» no acaece en consideración a la perfección individual del cristiano, sino que está ordenado a la venida del Reino de Dios. No en vano el capítulo de la primera Regla que trata de los preceptos acerca del ayuno, viene encabezado por las palabras del Señor: «Esta ralea de demonios no puede salir más que a fuerza de ayuno y oración» (1 R 3,1). Y es que el hombre se introduce en el servicio para la realización del Reino de Dios con la propia renuncia y penitencia -implicadas en la oración y el ayuno-; Reino de Dios que puede irse expandiendo por todas partes a condición de que sea vencida la influencia demoníaca.

En sus exhortaciones, Francisco se apoya intencionadamente en las palabras del Señor sobre la parusía: «Y recuerden lo que dice el Señor: Pero estad precavidos, no sea que vuestros corazones se emboten con la crápula y embriaguez y en las preocupaciones de esta vida, y os sobrevenga aquel repentino día; pues como un lazo caerá encima de todos los que habitan sobre la faz del orbe de la tierra (Lc 21,34-35)» (1 R 9,14-15). El hombre que vive sobriamente, testimoniando con su proceder que «la figura de este mundo pasa» (1 Cor 7,31), está contribuyendo a la venida actual y futura del Reino de Dios.


Con el mismo tono vigoroso subraya esta misma idea al hablar de la perfección de la pobreza: «Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes (Sal 141,6)» (2 R 6,4-5). Y dado que la gloria del Reino venidero está gestándose ya en misterio en la vida presente, Francisco resaltará de buen grado el carácter de prenda que tienen la penitencia y la mortificación.

De la pobreza aseguraba que era «prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 5), «arras de la herencia del cielo» (2 Cel 74). Y de sus múltiples enfermedades decía que eran prenda del reino de Dios (2 Cel 213). Y si recordamos la función que el término arras (prenda, seguro) tenía durante la edad media en los ritos esponsalicios y matrimoniales, apreciaremos mucho mejor tanto su matiz escatológico como la profunda carga mística de las expresiones. En este mismo contexto Francisco considera las tentaciones como «anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo» (2 Cel 118). Tales pensamientos, expresados por Francisco en su propio lenguaje, corresponden a las ideas de la primitiva comunidad cristiana, es decir, que la plenitud de la vida donada a nosotros en Cristo exige la participación del hombre en los sufrimientos y en la muerte de Cristo y, por medio de ellos, en su resurrección y ascensión. La participación en la gloria del Señor es dada y preparada por Dios; preparada, por supuesto, en la participación del cristiano en la cruz de Cristo, la prenda del Reino de Dios.

Pero el Reino de Dios no es solamente algo futuro, ni nosotros somos solamente peregrinos y forasteros (2 R 6,2; Test 24) que caminamos hacia ese Reino; éste se encuentra ya en medio de nosotros, en la Iglesia. De ahí que la vida en penitencia y mortificación contribuya a la realización creciente del Reino de Dios. En la minoridad, que resume la vida de penitencia de los hermanos menores, ve Francisco la posibilidad de que éstos «den fruto en la Iglesia de Dios» (2 Cel 148). Notemos que no dice «a la Iglesia», sino «en la Iglesia». La amenaza más grave que sufre la Iglesia en su vida más íntima, esto es, en su tarea de construcción del Reino de Dios, proviene de la tentación de poder y dominación a la que con demasiada frecuencia sucumben sus mismos ministros.

La Iglesia necesita, por tanto, hombres que por amor de Dios vivan sujetos a los demás. Así deben ser los hermanos menores según voluntad de Francisco; sólo así podrán y tendrán que dar frutos en la Iglesia de Dios. Su vida de negación y penitencia debe desenvolverse bajo el signo de Aquel que vivió entre nosotros como quien sirve (Lc 2,27) y que, como tal, dio su vida en rescate de muchos (Mt 20,28). De suerte que en esa «fraternidad de servicio», constituida por los hermanos menores, brille por encima de todo «una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los crímenes del mundo» (1 Cel 112).

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 63-65

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