Como preparación al día Santo de Pentecostés, compartimos con nuestros lectores un fragmento del maravilloso “Año Litúrgico” de Dom Guéranger, en su comentario a la liturgia de este día.
Dom Prosper Guéranger (Sablé, 1805-Solesmes, 1875), fue liturgista y restaurador de la orden benedictina en Francia . Ordenado en 1827, recuperó el antiguo priorato de Solesmes, del que tomó posesión en 1833, y en el cual llevó adelante el proyecto de restauración de la orden benedictina. Obtuvo el ascenso de Solesmes a abadía. Primer abad de Solesmes (1837) y superior de la Congregación de Francia, se convirtió en el alma del movimiento de restauración litúrgica . Entre sus principales obras cabe recordar las Instituciones litúrgicas (1840-1851) y el Año litúrgico (1841-1866).
Aquí va el texto del Año Litúrgico (destacados para facilitar la lectura son nuestros)
El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. “El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido” (Hch 2,1). Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios".
PENTECOSTÉS JUDÍA. — En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagésimo día . Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas fue aquel en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero, así como la Pascua, también Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS CRISTIANA . — Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La primera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una ley grabada en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldición, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero, sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel.
EL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO. — Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas, concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente: así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los tiempos, la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de asistirla y mantenerla y de salvar y santificar las almas.
De repente se oye un viento violento que venia del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está puesto en la montaña de Sion una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros; dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: “Es un viento que sopla donde quiere y vosotros escucháis resonar su voz” (Jn 3,8); poder invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En adelante este viento recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede sustraerse a su dominio.
LAS LENGUAS DE FUEGO. — Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente absorta en el éxtasis de la espera, conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, “que arde sin quemar, que luce sin consumir ” (responsorio del jueves de Pentecostés); unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros.
La Iglesia ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.
Pero admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se mostró en el Jordán en la hermosa forma de una pa loma aparece ahora en la de fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego . Ahora, pues, que el mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio no se apagará nunca . ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las adopta; y su palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban estarán unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia católica, universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había dicho: “Id, enseñad a todas las naciones.” El Espíritu trae del cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y de los hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido en los hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a otros hasta el fin de los siglos.
DON DE LENGUAS . — Sin embargo, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión. Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido el don de entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este mismo instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de la tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de idioma.
¡Cuán hermosa apareces, Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la acción divina del Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero tú no cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos, porque no te verás limitada a los confines de una sola nación, sino que habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar, una misma fe en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los siglos y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín, hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: “La Iglesia, extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro. Si, pues, formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros también podéis consideraros como participantes en este don"‘. Durante los siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad, hizo aún más: llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había conquistado. La lengua latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado . A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y aun los negocios de los particulares; nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente.
La herejía del siglo XVI emancipó a las naciones de este bien como de tantos otros . Europa, dividida durante largo tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él hace el Espíritu de Dios.
MARÍA EN EL CENÁCULO . — Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, “la llena de gracia". Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en ella la presencia del Verbo encarnado durante los nueve meses que le llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los planes eternos de Dios.
Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman.
Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera “Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.
El fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. ” El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo” (Salmo 45); el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: “Mujer, he ahí a tu Hijo"; ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad : esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo . Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
LOS APÓSTOLES . — Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que un ardor divino les arrebata y que dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece clara a su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había mandado.
Dom Próspero Guéranger, El Año litúrgico, Pentecostés
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