lunes, 19 de febrero de 2018

Ensayo sobre el hombre perdido



por Chema Medina 

democresia.es

SERVICIO CATOLICO


Es un lugar común entre los historiadores de la Filosofía afirmar que estamos en una nueva era, la postmodernidad (al menos respecto al razonamiento discursivo), caracterizada si no por un encarnizado escepticismo, o más aún el fundamentalismo nihilista, sí por una profunda desconfianza frente a toda pretensión de verdad.


No en vano dijo el afamado filósofo y psiquiatra Viktor E. Frankl, desde el campo de concentración en que fue deportado por el régimen nazi de A. Hitler, que la barbarie del S. XX traía consecuencia de las mesas de los sabios: fueron los grandes pensadores de la edad moderna, sobre todo un Hegel en que el antisemitismo tuvo su epicentro, quienes teorizaron en ese sentido sobre la verdad del hombre y la inferioridad de la raza judía.


Hegel es a la vez padre del S. XX europeo y una poderosa razón para desconfiar del discurso presuntuoso, de aquél que pretende ser la verdad ineludible, una, universal e inmutable (según la tradición tomista).



Tras Hegel, L. Feuerbach escribió continuando su planteamiento filosófico, y de L. Feuerbach emanaron grandes intelectuales que originarían sus respectivas líneas de pensamiento, vertebrando el continente, el mundo, en mil direcciones: quizá los más celebrados fueran A. Schopenhauer, F. Nietzsche, K. Marx o M. Bakunin.

Cada uno fundó su escuela, cada escuela asaltó una parcela de calle, y cada parcela de calle logró formar su gobierno. Y así llegamos al S. XX, después de este brevísimo flash back, con sistemas de poder tan opuestos entre sí como el fascismo italiano o el nacionalsocialismo y el comunismo; o a la guerra civil española (para qué irse tan lejos) que los eruditos han juzgado profecía de la segunda guerra mundial. Aquí la misantropía entre connacionales, compatriotas si se permite el paracronismo: una día mera idea esbozada en la página de un libro de firma distinguida, que desafortunadamente tomara carne después.



La segunda guerra mundial ha sido el culmen de una Historia de la Filosofía.

Y esto lo hemos intuido los hombres de hoy: la verdad es arma peligrosa, la tesis absoluta ha sido causa de violencia y de dolor. Esos grandilocuentes que los frikis hoy se afanan en conocer han parido sistemas injustos (me queda estrecha la palabra) que sólo a posteriori han sido reprobados como falsos. Tras años de guerra, violencia, muerte, discordia a fin de cuentas, que han regado la tierra con sangre copiosa. El experimento de saber nos ha salido bien caro.


Europa está edificada sobre cadáveres, y si se entierra una semilla dando carpetazo producirá su fruto. Y en ésas estamos: si alguien se atreve a teorizar con la pretensión de abarcar la realidad, con la rebeldía atrasada de ayer, asegurando ser su palabra ingenua la real, la única y genuina, es un intolerante, es un ser peligroso y un fascista. Ese individuo sería casi la supervivencia de la censura del antiguo régimen; la reencarnación asesina del pensamiento único; un maldito presuntuoso que ataca la libertad de pensamiento y el valor intocable de la igualdad de todas las opiniones ante la ley y el mundo. Es un antisocial.


Nosotros, los postmodernos, hemos renunciado a conocer. Conocer es peligroso. No cabe sino sustituir la verdad, aquella veritas de los escolásticos, aquella adaequatio rei et intellectus de ayer, por la invulnerable opinio del S. XXI. No existe la verdad, y si existe debe importar un comino: el único régimen de concordia posible es la multiplicidad de ideas, aun contradictorias entre sí, con pleno respeto unas de otras.


Y el valor primero de la Europa actual, que debiera haber sido introducido en el artículo primero de todas las Constituciones, de la Convención Europea de los Derechos Humanos, del Tratado de la Unión Europea: la sacrosanta tolerancia, el dios respeto, la conciencia o en su defecto la obligación imperativa de valorar como iguales todas las opiniones. La argumentación es allende el sin sentido un ataque malévolo: opinar distinto es justo y es un derecho; convencer al otro de lo propio una intromisión ilegítima, un pecado social.


Y cada cual proyecta sobre la realidad lo que piensa y la recrea en su entendimiento, y así deja de existir un único mundo en que todos viviéramos para tomar el relevo una multiplicidad de universos, siendo cada uno solamente en su propio creador. Tantas realidades como vidas humanas que las pensaren, a lo Niebla de M. De Unamuno. La más sencilla de las cosas cambia en sí misma drásticamente de una conciencia a otra, de una dimensión a otra: el mundo pasa de ser en la conciencia atea un efecto del dios azar que todo lo ordena aleatoriamente a ser un regalo amoroso, un don del Creador a la creatura en la mente religiosa, o la diosa Naturaleza que de todo provee.


El hombre es a la vez un interlocutor de Dios y un ser sin sentido, un absurdo; un ente que opera y vive según su propia naturaleza inmutable y la más radical de las nadas, un algo no programado que decide sobre sí lo que es y lo que no es; eterno y perecedero, inmortal y pasto de la parca, espiritual y exclusivamente material. Y nada es cierto porque todo lo es: tan válido es pensar lo mismo como lo contrario.


Pero la realidad es testaruda y se impone: la piedra reclama que nadie la juzgare colchón a precio de destruir una espalda. Hay mil conciencias colocadas frente a una única realidad que dicta según le place, y de una sola manera. Y si uno piensa de forma distinta… se queda sin espalda.


Así advierte Viktor E. Frankl, ya citado allá arriba: hay un hombre y hay un sentido. La existencia precede a la libertad y al entendimiento, y éstos sobre algo se apoyan; la existencia con algo está casada si efectivamente ha tenido descendencia.



El hombre primero es, y después de ser, es capaz de pensar, de querer y de elegir: porque es así.


Si una persona es capaz de elegir y una piedra no, o el divino colchón, es por la sencilla razón de que piedra, colchón y hombre son distintos en realidad, independientemente de quién los pensare y qué los juzgare o creyere. La piedra es piedra y el hombre es hombre. Es esto, y nunca aquello.


Si la libertad se apoya sobre ese ser y lo supone, no puede volverse sobre él para alterarlo. Soberana mentira y panem et circenses el existencialismo de moda, a saber: que cada uno elige lo que será y que la esencia del hombre se agota en la libertad.


La libertad que opera por el ser y según el ser no puede volverse sobre el cimiento que la posibilita para cambiarlo. Está fuera de su dominio. No puede elegir que lo que ya está dado sea objeto de su elección y recreación, aunque de hecho lo intente. Porque por suerte o por desgracia el hombre es hombre, y porque es hombre puede entender, querer y elegir. Pero jamás podrá elegir entender de forma distinta (diferénciese adecuadamente entender de pensar o juzgar) o querer el mal, porque eso obedece al ser sobre el que se apoya el mismo acto de elegir.


En conclusión: uno puede pretender ser algo distinto, y podrá elegirlo virtualmente y de nuevo juzgarse cambiado, pero nunca podrá alterarse efectivamente. En el plano real, con los pies en la tierra que tanto abofetea a los entusiastas, nadie puede elegir si es eterno o perecedero, inmortal o mortal, espiritual o sólo material, destinado al Dios que lo creara o radicalmente el “ser arrojado al mundo” de M. Heidegger; el algo de la escuela realista o la nada programable del existencialismo.


El hombre es, y pensándose se ha perdido. Y perdiéndose a sí ha extraviado su voluntad, pretendiéndola inexistente.


Viktor E. Frankl decía que el hoy de la Humanidad está caracterizada por lo que acertadamente llamaba la neurosis del domingo, y que su síntoma más claro es el aburrimiento. El hombre vive y se vuelca fuera de sí sobre el ajetreo laboral y las distracciones cotidianas, ahogando su entendimiento, su capacidad reflexiva que demanda sosiego, y desatendiendo su voluntad, hasta que llega el domingo, día de descanso también para la civilización laica, se sienta sobre el sofá y guarda silencio. Y en ese silencio advierte que está vacío, triste, gris; que hay algo misterioso que le falta.


El hombre puede elegir no querer para no sufrir la ausencia de lo querido, y sin embargo se sigue sintiendo triste cuando se detiene y se observa. Dramáticamente sobrevive a su propia testarudez: sigue queriendo.


No sirven las máximas taoístas ni budistas a la curación de la voluntad, sino sólo frente al deseo concreto: yo puedo elegir la indiferencia frente a las cosas para amortiguar o aniquilar la euforia de poseerlas y así la tristeza de perderlas, pero no de cara a la sed de felicidad, la voluntas de un bien definitivo que ocupándola del todo pueda calmarla.


De esa amargura existencial hay sólo dos salidas a priori: la búsqueda de lo que uno quiere y de hecho le falta o la huida cobarde.


Pero el hombre que opina y ha renegado de pensar, el humano postmoderno, no puede aceptar la primera actitud: supondría conceder su error, que él es más allá de pensarse nada; que su elección de ser otra cosa no puede alcanzar el objeto real, el ser efectivamente distinto. Que detrás del deseo elegido quiere algo ignoto y misterioso, y que por eso está vacío. Que es un neurótico dominguero.



El drama del humanismo ateo, en palabras de Henri de Lubac, es el drama del hombre que reniega de lo que es y elige ser distinto, drogándose terriblemente con un mundo de fantasía, que proyecta sobre la realidad de sí y de ese mundo huyendo torpemente de uno y otro. Se odia y se aborrece, y quiere una idea irreal; persigue quimeras.


El hombre postmoderno, al que M. Blondel llamó infeliz esteta (del griego aisthésis, sensibilidad), se ahorca en la noluntas, en el acto de no querer, y así se envenena aún más afianzando su propio e insoslayable acto volitivo; quiere no querer, y en esto su mayor afán.


En las propias palabras del pensador francés: el hombre de hoy sufre una duplicidad de la voluntad, pero solamente aparente. En el plano real, en el del ser, posee una voluntad inmutable (en cuanto facultad) que de hecho quiere algo misterioso (volonté voulante), y cuya desatención provoca la neurosis dominical de Frankl; en el plano de la imaginación, en el virtual de la fantasía, imagina una voluntad querida, deseada (volonté voulu), que es precisamente la noluntad: la voluntad de no tener voluntad.


Y así se pierde. Y así se vuelve hacia las cosas convencido de que se ha cambiado a sí mismo. En última instancia, da igual qué cosas: lo único que importa es la experiencia placentera; por eso habla de volcarse en la sensibilidad, y al postmoderno lo llama esteta.


De modo que cuando cesa la experiencia sensible, cuando la sensibilidad deja de alterar el cuerpo con el maremoto pasional, regresa “el monstruo del domingo”: el aburrimiento, el vacío. Y de nuevo se torna a la ceguera para huir de uno mismo, buscando experiencias, cualquier agrado, cualquier alucinación. Huimos del temible silencio que nos recuerda quiénes somos.


Y cada vez somos más conscientes. Y el contenido y significado de las emociones cada vez más vano, y éstas cada día menos intensas. Más inconsistentes y perecederas. Entonces, en bucle vicioso, buscamos emociones más y más fuertes, y a mayor huida mayor bofetada de la tierra cuando sobre ella volviéremos a apoyar la suela. La infelicidad nos parasita, y va ganando terreno en lo hondo de uno, tildando de gris todo cuanto acaece en nuestro derredor. Aquella monotonía de lluvia en los cristales, de A. Machado. Todo se vuelve nada.


Y si encima adviene un sufrimiento, de clase cualquiera, ora grande ora chico, capaz de imposibilitar la droga estética, en lugar de gris negro en el hombre, y en lugar de monotonía de lluvia, aquella umbra de la pena de Miguel Hernández:




pena con pena y pena desayuno,

pena es mi paz y pena mi batalla,


perro que ni me deja ni se calla,


siempre a su dueño fiel pero importuno.



Y todo porque el hombre ya no se quiere, ya no se acepta. El hombre se ha perdido.

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