martes, 31 de octubre de 2017

¿Cuáles son las fuentes de la santidad?




GPS para la santidad: Capítulo I

No tengáis miedo de ser los santos del Nuevo Milenio: asumir, con determinación, valentía y gozo, el reto a vivir la vocación universal a la santidad que se nos ha sido dada en la gracia bautismal y también a desplegar toda su fuerza transformadora y misionera, llegando a ser la presencia viva de Cristo, presencia tan viva y real que tiene el poder de transformar la historia.


Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Catholic.net 




            Si Dios es tres veces santo y es la santidad misma, es Él la fuente de la santidad. A Él tenemos que acudir para saciar nuestra sed de santidad. Es Él quien nos hará santos. Pero requiere nuestra colaboración: el ir a Él, el ir a esa Fuente, pues nunca me obligará, y beber de esa agua que Él me ofrece. Y lógicamente, debo corresponder a tanta gracia o don de Dios.



I.         LA DEVOCIÓN AL CREADOR


            La contemplación del mundo creado es el fundamento de la religiosidad del hombre (Rm 1, 20; Salmo 18, 2-7; Sab 13, 1.9; Hch 14, 15-17). La creación nos muestra una variedad casi infinita de seres creados; desde el virus que se mide en milimicras, hasta la ballena de treinta metros; desde la fascinante concha nacarada hasta las alucinantes magnitudes de las galaxias que distan de nosotros millones de años-luz. La inmensidad de la creación es un reflejo formidable de la infinitud del Creador.

            La contemplación de la creación nos pone enigmas insolubles: ¿Dónde tiene su origen el milagro de la vida? ¿Cómo explicar la perfección y complejidad de sus delicadas funciones? ¿Cómo explicar esos vuelos migratorios de cinco mil kilómetros, de día, de noche, con tormentas, con rumbos infalibles? ¿El vuelo de los murciélagos en la noche? (Leer Job 38, 1-41). ¿Y el hombre?





            Ante esto, el hombre no puede menos de enmudecer, doblegándose en la adoración.

            La pregunta ante este admirable espectáculo de la creación es ésta: ¿Qué tiene que ver la creación con mi santificación?

            Dios me puso todo para que llegue a Él, fuente de la santidad. Me creó para llegar a Él, que es mi fin. Me dotó con todo para el camino: inteligencia y voluntad libre. Gracias a estas capacidades –inteligencia y voluntad- puedo conocer sus signos y alabarle y admirar su poder. El llegar o no llegar es cuestión mía.

            San Agustín nos dice que toda la creación canta la presencia de Dios: “Él nos hizo...somos hechura de Dios” (Confesiones 10. 6). San Francisco de Asís descubría al Autor de la creación en todo. Por eso, caminaba con reverencia sobre las piedras, abrazaba con indecible devoción todo...agua, sol, campos, animales.





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II.        LA CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA

            La Providencia de Dios es el cuidado, el gobierno de Dios sobre el mundo, la ejecución aquí y ahora de su plan eterno. Todo cuanto sucede es providencial. Este gobierno lo lleva a cabo mediante las leyes físicas en las cosas inanimadas, y mediante las leyes morales en el hombre.

            El plan que ha puesto en mí Dios es ser santo. Quizá los caminos por donde Él me lleva para ser santo no me gusten o no los entienda. Por ejemplo, la Biblia nos narra el ejemplo de José vendido por sus hermanos: “No sois vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto” (Génesis 45, 8; 39, 1 ss).

            Recordemos la trayectoria de Jesús.

            Esta Providencia divina tropieza ante el problema del mal: ¿Por qué?, y ante el pecado de los hombres. Respondemos: todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. San Agustín dice: “El pintor sabe dónde poner el color negro para que salga un hermoso cuadro; y, ¿no sabrá Dios dónde poner al pecador para que haya orden en el mundo?”.

            ¿Qué tiene que ver la Providencia de Dios con la obra de mi santificación? Abandonándome a las manos de Dios llegaré a la santidad. Y esto me dará serenidad y fortaleza.



III.      JESUCRISTO[1]

            Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Nos ha dado su Iglesia, su vida, su sangre, su doctrina. Él llega a ser modelo para mí.

            Toda la gracia que necesitamos para ser santos y llegar a la vida eterna, Dios nos la ofrece por medio de su Hijo Jesucristo, a modo de regalo de amor, totalmente inmerecido por parte nuestra.

            Al mismo tiempo, Jesucristo nos da a gustar la gracia sobre todo a través de la vivencia de los sacramentos, la lectura del evangelio, la oración sencilla y humilde y en mil ocasiones durante el día con luces, inspiraciones y sacrificios que le ofrecemos.

            La palabra gracia no es un concepto solamente. Es una realidad. Diría más: la gracia es encuentro con Cristo. La gracia es la savia que necesitamos como sarmientos para tener vida espiritual, es decir, la vida de Dios que nos va haciendo santos. Y esa savia la recibimos de Cristo que es la verdadera Vid (cf. Jn 15, 1-8).

            Esta gracia que nos perfecciona, nos ayuda, nos ilumina, nos fortalece…no la vemos con los ojos del cuerpo. Es una realidad espiritual, invisible, pero real. Es lo que necesita nuestro organismo espiritual para crecer, alimentarse, al igual que necesitamos la comida para la salud del cuerpo.

            No pretendo aquí explicar todo el tratado de la gracia, pues no es el caso, ni los diferentes tipos de gracias. Me llevaría mucho tiempo y muchas explicaciones. Sólo quiero anotar los dos tipos de gracia más importantes:

La gracia santificante que recibimos el día del bautismo, gracias a la cual Dios nos hace justos, al borrar de nosotros el pecado –tanto el original como el actual, si nos bautizamos de adultos-; y por lo mismo, nos hace santos, amigos e hijos adoptivos de Dios, hermanos de Cristo, partícipes de la vida divina, templo de la Trinidad Santísima y herederos de la gloria eterna. Y esta gracia da valor y mérito sobrenatural a nuestros actos, aunque sean pequeños. Y con esta gracia santificante van unidos unos dones sobrenaturales, también regalados por Dios, llamados dones del Espíritu Santo y virtudes teologales y morales, que veremos más adelante. Esta gracia santificante puede ir creciendo, si nosotros la cultivamos mediante la oración y los sacramentos. Y podemos perderla, quebrarla, si pecamos, como explicaremos también después.



La gracia actual: es la gracia de Dios que necesitamos en el día a día para convertirnos continuamente y llegar a la santidad. Por tanto, más que una gracia actual son diversas gracias actuales de Dios con las que nos va iluminando nuestro entendimiento y moviendo nuestra voluntad para realizar actos buenos y meritorios. Dios nos concede estas gracias a través de una lectura, un buen ejemplo de alguien, escuchando una predicación, experimentando una prueba o una enfermedad. Se llaman gracias actuales porque nos son dadas en cada caso para realizar una acción buena. Por eso también se llaman gracias transitorias, porque pasan en un cierto momento del día, incluso cuando menos esperábamos. Si las aprovechamos, creceremos en la santidad. Si no, ¡qué pena!



Estas gracias actuales se distinguen de la gracia santificante, porque ésta es habitual, no transitoria, e inherente en el alma. La gracia actual es absolutamente necesaria para obtener la salvación. Pero ella sola no es suficiente para salvarnos. Para esto es indispensable poseer la gracia santificante. Pero la gracia santificante no se puede obtener, conservar ni recuperar sin las gracias actuales; por eso estas son necesarias para nuestra salvación y para nuestra santificación. De tal modo que, aplicando esto a ejemplos concretos, podemos decir que las gracias actuales son necesarias para tener fe, para querer el bien, para hacer obras meritorias, para vencer las tentaciones, para convertirse y perseverar. Las gracias actuales al pecador le ayudarán a convertirse; al cristiano mediocre, le llevarán a querer una vida más santa; y al hombre adelantado en la virtud le inspirarán una mayor abnegación de sí mismo y una entrega más plena y total.

Cristo nos trajo la gracia santificante con su Pasión, Muerte y Resurrección. Pero ha puesto unos canales por donde él distribuye esta gracia. Y estos canales son los sacramentos. Y cada uno de nosotros recibe esta gracia  santificante en la medida en que se acerque a los sacramentos. Aquí se ve la importancia de bautizar rápidamente a los hijos y de recibir los demás sacramentos. Por la gracia santificante participamos de la vida divina en nosotros.

Y a esta gracia santificante se unen las gracias actuales de Dios para poder realizar actos que agraden a Dios, crecer en la santidad, perseverar en el bien y evitar los pecados, incluso los veniales. Dice Leo Trese que la gracia actual “es un impulso transitorio y momentáneo, una descarga de energía espiritual, con que Dios toca al alma para mantenerla en movimiento: algo parecido al golpe que un mecánico da a la rueda con la mano” (La fe explicada, capítulo 9).

Surge una pregunta: quién no haya recibido la gracia santificante, por el bautismo, ¿podrá realizar acciones moralmente buenas? Por supuesto que sí. Puede realizar obras buenas en el orden puramente natural, tales como dar una limosna, amar a los familiares y amigos, sacrificarse por ellos, etc. Estas obras no tienen valor alguno en orden a la vida eterna –porque están desprovistas de la gracia, que es condición indispensable para el mérito sobrenatural-, pero son y pueden llamarse buenas desde el punto de vista puramente humano y natural.

Concluyo este apartado diciendo: Cristo es fuente de santidad, porque nos da su gracia, ganada con su Pasión, Muerte y Resurrección. Y esta gracia de Cristo nos asemeja a Él. ¿No será la santidad un reflejo de Cristo en nosotros?



IV.      EL ESPÍRITU SANTO

            Es el Autor, Escultor, Artífice de la santidad. Vive en nuestra alma, para deificarnos, espiritualizarnos. Nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8, 14; 1 Cor 12, 6). Nos purifica del pecado (Mt 3, 11; Jn 3, 5-9; Tit 3, 5-7). Él enciende en nosotros la lucidez de la fe (1 Cor 2, 10-10). Él levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15, 13). Él nos mueve a amar al Padre y a los hermanos como Cristo los amó (Rm 5, 5).

Él llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14, 17; Gal 5, 22; 1 Tes 1, 6). Él nos da fuerza para testimoniar a Cristo y fecundidad apostólica, pues la evangelización no es sólo en palabras, “sino en poder y en el Espíritu Santo” (Gal 1, 5; Hch 1,8). Él nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2 Cor 3, 17). Él viene en ayuda de nuestra debilidad y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8, 15).

            Por tanto, la santidad es la vida sobrenatural, que el Espíritu produce y forja en cada uno de nosotros. Todo cristiano es teóforo, es decir, portador de Dios.

            ¿Cuáles serían nuestros deberes para con el Espíritu Santo? Nos contesta san Pablo: vivir según el Espíritu para ser hombre nuevo (cf. Ef 4, 17-24; 5, 8-21); conocerlo; ser dócil a sus divinas inspiraciones e intimar con Él en lo profundo del alma.

            ¿Cómo sabemos que tenemos la presencia del Espíritu Santo en nuestra alma? Cuando vivimos con gozo, alegría, modestia, caridad, alegría, bondad, pureza, templanza (cf. Gál 6, 7-9).

            El Espíritu Santo es sin duda el artífice de nuestra santidad.



V.        LA IGLESIA[2]

            La Iglesia es camino seguro para la santidad, pues su Fundador, Jesucristo, es santo; tiene los medios para ser santos: los sacramentos; goza ya de frutos suculentos de santidad: los santos.

            El hombre encuentra a Jesús en la Iglesia. Aquí, Él quiere manifestarse y comunicarse: “Está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (Vaticano II, “Sacrosanctum Concilium” 7). Es en la Iglesia católica donde se recibe el auténtico y apostólico testimonio de Jesucristo (cf. Ap 1, 2). Y “únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación” (Vaticano II, “Unitatis redintegratio” 3).

            La espiritualidad cristiana sabe bien que Jesucristo santifica siempre a los hombres con la colaboración de la Iglesia, Madre espiritual de los cristianos. Así como Jesús durante su vida en la tierra santificaba por medio de su cuerpo, curando y haciendo milagro, así ahora, santifica por medio de su Cuerpo místico que es la Iglesia.

            La misión de la Iglesia es ésta:

Escuchar y predicar la Palabra: porque se están alzando falsos profetas. La Iglesia siempre quiere permanecer fiel a la enseñanza de los apóstoles (cf. Hch 2, 42; Tit 1, 11; 3, 9; 1 Tm 6, 4; 2 Tm 2, 17-18).
Estar con Jesús: formar comunidad de vida (cf. Hch 2, 42). Somos un solo rebaño congregado por el Buen Pastor y por los pastores que le representan. Por tanto, no se puede ser cristiano “por libre”, sin vinculación habitual con los hermanos y con los pastores de la Iglesia. Así se logra la santidad.
Administrar y participar en los sacramentos: “perseveraban en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 41). Este punto lo veremos más ampliamente en el tema de la liturgia, fuente de santidad.


            Tenemos que estar orgullosos de ser hijos de la Iglesia, al igual que santa Teresa de Ávila. Amemos profunda y apasionadamente a la Iglesia, como san Bernardo y santa Catalina de Siena, como san Ignacio de Loyola y demás santos.



VI.      LA VIRGEN MARÍA[3]

Jesús nos la dejó antes de morir para que nos ayudara en el camino de la santidad. Es uno de los tesoros del cristiano.  Desde el cielo ella nos obtiene de su Hijo los dones de la salvación de nuestra alma.

A lo largo de los siglos ha sido llamada e invocada como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Benedicto XIV dice que la Virgen “es como un río celestial por el que descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de los mortales” (Bula “Gloriosae Dominae” del 27 del IX de 1748). San Pío X enseña que María, junto a la cruz  “mereció ser la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala san Bernardo, es el acueducto” (Encíclica “Ad diem illum” del 2 del II de 1891).

Pío XI afirma que la Virgen ha sido constituida “administradora y medianera de la gracia”  (Encíclica “Miserentissimus Redemptor, del 8 del mayo de 1928). Juan Pablo II destaca “la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades, como en Caná de Galilea...se pone en medio, o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien “tiene el derecho de”- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por tanto, tiene un carácter de intercesión”  (Redemptoris Mater 21).

            María es no sólo dispensadora de la gracia y santidad, sino también prototipo de cada cristiano, modelo. Su santidad le vino de Dios, quien la llenó de gracia, preservándola del pecado, único enemigo de la santidad. Las perlas de santidad con las que Dios la adornó son: Inmaculada desde el primer instante de su Concepción, Virginidad perpetua, Maternidad divina, Asunción a los cielos y Coronación como Reina de cielos y tierra.

            De todo esto concluimos que la devoción a la Virgen es un camino rápido para llegar a la santidad. Así nos lo declara también un gran devoto de la Virgen, san Luis María Grignion de Monfort, en su libro “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen”.

Y, ¿en qué consiste esta devoción a la Virgen?

Amar a la Virgen, como Cristo la amó y la ama.
Admirar su ejemplo, agradeciendo su ayuda y protección.
Acudir a Ella en los momentos difíciles, pues “jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado por ti...” (San Bernardo). “Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó” (Palabras de la Virgen de Guadalupe al indio san Juan Diego). 
Imitarla, pues ella es el modelo perfecto del evangelio; es modelo de esposa, madre y virgen. Imitarla sobre todo en su disponibilidad al plan de Dios, en su humildad, en su pureza y en su caridad.
Rezarle esas oraciones que tanto arraigo han tenido en los fieles: Ángelus, Regina Coeli, y sobre todo el santo Rosario.


VII.     LA LITURGIA[4]

            Otra fuente para nuestra santidad es la participación consciente y fervorosa en la liturgia.

            ¿Qué es la liturgia?

            No tengo que explicar largamente esto, pues ya escribí un libro sobre “Breve compendio de liturgia”.

Haré un resumen.

Significa la participación del Pueblo de Dios en la obra de Dios, en las celebraciones del culto divino, para llegar a la santificación personal y comunitaria. Participación que se canaliza en estas funciones: oración, anuncio del Evangelio, la caridad solidaria y administración y recepción de los sacramentos. Esta participación tiene que ser consciente, activa y fructífera de todos.

            ¿Dónde está el fundamento de la liturgia?

Hay que buscarlo en la participación de todo bautizado en el sacerdocio de Cristo. Este sacerdocio tiene dos dimensiones: el  sacerdocio ministerial o jerárquico, para los que reciben las órdenes sagradas; y el  sacerdocio común, del que participan todos los cristianos laicos y religiosos (cfr. Vaticano II, Lumen Gentium 10, b).

            Toda nuestra vida tiene que ser una liturgia permanente, es decir, una continua ofrenda a Dios de todo lo que somos y tenemos. Dice san Pablo que “sea que comáis, sea que bebáis, hacedlo todo para gloria de Dios y en acción de gracias” (1 Cor 10, 31). Nuestro apostolado es liturgia y sacrificio. Nuestra predicación es liturgia y sacrificio. Nuestra oración es liturgia. En fin, todo cristiano debe entregar día a día su vida al Señor como “perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios” (Flp 4, 18), “como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual” (Rm 12, 1).

            Diversos modos como Jesucristo, sacerdote celestial, ejercita con la Iglesia su sacerdocio:



Mediante la liturgia de la Palabra: cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es Cristo quien habla (Sacrosanctum Concilium 7a). Y la Iglesia, su Esposa, escucha lo que Él le habla hoy al corazón. Nos habla para comunicarnos su Espíritu, porque nos ama. Nadie habla de asuntos íntimos sino con sus amigos. Y la palabra es el medio más apropiado que tenemos para comunicar a quien queremos nuestro espíritu. San Juan de la Cruz nos dice: “El Padre, en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (Subida, II, 22, 3). Esta Palabra de Dios constituye el sustento y el vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual (cfr. Dei Verbum 21).


¿Cómo acoger esa Palabra? Con la misma devoción con que recibimos los sacramentos.  Hemos de comulgar a Cristo-Palabra, como comulgamos a Cristo-Pan. Debemos escucharla con corazón atento y abierto, como María de Betania (cfr Lucas 10, 39), como Lidia oía a san Pablo (Hch 16,14), con gozo en el espíritu (1 Tes 1,6), con intención de practicarla (St 1, 21; 1 Cor 15,2), aunque hubiera que morir por ella (Ap 1, 9ss; 6, 9; 204); y de hacerla germinar (Mt 13, 23).

Hay una frase de san Ignacio de Antioquía digna de aprenderse: “Me refugio en el Evangelio como en la carne de Cristo” (Filadelfos 5,1). Y san Jerónimo: “Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús”. Por eso el sacerdote besa esa Palabra cada vez que lee el evangelio en la misa y lo inciensa en las fiestas. Por eso, el ambón que sostiene esa Palabra tiene que ser firme, digno.

Mediante la oración.  Cristo está presente en su Iglesia orante. Será la liturgia de la horas la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre (Sacrosanctum Concilium 84[5]); extiende la oración a lo largo del día, para glorificar a Dios y santificar a los hombres.
Mediante los sacramentos: los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra a través de hombres, constituidos en órdenes sagradas. Estos sacramentos infunden la gracia a nuestra alma, nos santifican, nos alimentan. Los sacramentos son como el sistema circulatorio de la sangre de la Iglesia, que es la gracia de Cristo, y el corazón de esa gracia sacramental es siempre la Eucaristía (SC 10B; LG 7b). El sacramento más importante es la Eucaristía, porque en él recibimos no sólo la gracia, sino al Autor de la gracia, Jesucristo. La Eucaristía es la actualización del misterio pascual de Jesús, es decir, de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, una vez más por nosotros. La misa es realmente el sacrificio del Calvario que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares, pero de manera incruenta. La Eucaristía es Sacrificio, Festín o Banquete y Presencia real de Cristo. Por ser Sacrificio, merece todo nuestro respeto, agradecimiento, seriedad y arrepentimiento. Por ser Alimento, nos acercamos para alimentarnos. El cristiano que no se alimenta de la Eucaristía, se muere, se queda sin la vida de Cristo. Y por ser Presencia, podemos acudir al sagrario para intimar con Él.
Mediante la vivencia del año litúrgico: el año litúrgico nos pone en contacto con la salvación de Cristo. En cada uno de los períodos Dios nos quiere dar una gracia especial para ser santos. 
Mediante los sacramentales: Cristo y la Iglesia, por medio de los sacramentales, extienden la santificación litúrgica a todas las criaturas y condiciones de la existencia humana. Algunos de los sacramentales son: bendiciones, exorcismos (para alejar o expulsar a Satanás del cuerpo o del alma), imposición de manos, señal de la cruz, aspersión con agua bendita, consagración de altares, basílicas, etc.


            ¿Cómo es la liturgia?



Es simbólica, pues expresamos con símbolos y signos (agua, óleo, unción, bendición...) realidades divinas, es decir, “lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede concebir” (1 Cor 2,9).
Es bella, con una belleza digna, sublime, que aspira a expresar el mundo sobrenatural de la gracia y de la gloria.
Es participativa, donde procuran todos tomar parte (lecturas, cantos, moniciones, ministros, etc.).
Debe ser respetuosa de las normas, es decir, nadie, “aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia” (S.C. 22, 3)[6].
Y dentro de ese respeto, la Iglesia también impulsa la creatividad inteligente (elegir lecturas, preparar moniciones y preces, arreglos florales, cantos, etc).
Además, la liturgia es comunitaria y eclesial, porque la vida cristiana es vida comunitaria, eclesial en torno a los apóstoles y con los hermanos; por tanto, no se puede dar eso de “cristianos no practicantes”.
Es netamente pascual, pues centra a los cristianos en la pasión, muerte y resurrección. La espiritualidad litúrgica, inspirada en la Escritura, Tradición y Magisterio, siempre será ortodoxa, genuina y católica: “Lex orandi, lex credendi”.
Otra nota: la espiritualidad litúrgica es mistérica y sagrada, pues se busca el encuentro con el Invisible.
Es cíclica, pues gira anualmente en torno a los misterios de Cristo, en círculos que ascienden siempre hacia la vida eterna.
Y finalmente, es escatológica, siempre tensa hacia el fin de los tiempos (S.C.2). El Vaticano II pone otras características de la liturgia: consciente, activa, comunitaria, plena, interna y externa (S.C. 11, 14a, 19, 21b).


CONCLUSIÓN: “La liturgia es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano” (S.C.14b). Es verdad que la vida espiritual abarca también otras facetas, por ejemplo, el trabajo, la mortificación, la vida familiar y social, la piedad popular, etc. Pero una espiritualidad, si quiere merecer el calificativo de católica, debe ser muy consciente -en la doctrina y en la práctica- de que “la liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. De la liturgia, sobre todo de la eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como fin”  (S.C. 10).



La espiritualidad litúrgica es el mejor antídoto contra el pelagianismo y el voluntarismo de aquellos que tratan de santificarse con sus propias fuerzas. También es remedio contra el subjetivismo, ese buscar a Cristo cada uno desde su sentimiento en las modas cambiantes.



[1] Para quien quiera profundizar en el tema de Cristo, he escrito en esta misma editorial CREDO EDICIONES, mi libro titulado: “Jesucristo”.

[2]Para quien quiera profundizar en el tema de la Iglesia, he escrito en esta misma editorial CREDO EDICIONES, mi libro titulado: “Historia de la Iglesia, siglo a siglo”.

[3]  Para quien quiera profundizar en el tema de la Virgen Santísima, he escrito en esta misma editorial CREDO EDICIONES, mi libro titulado: “Hijo, aquí tienes a tu madre”

[4] Para quien quiera profundizar en el tema de la Liturgia, he escrito en esta misma editorial CREDO EDICIONES, mi libro titulado: “Breve catequesis y compendio de la Liturgia”.

[5]  Cada vez que salgan las siglas S.C. significan Sacrosanctum Concilium, una de las constituciones del concilio Vaticano II

[6] Dice san Juan de la Cruz: “No quieran usar nuevos modos, como si supiesen más que el E.S. y su Iglesia; que, si por esa sencillez no los oyere Dios, crean que no los oirá aunque más invenciones hagan” (Subida III, 44, 3).


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