lunes, 22 de enero de 2024

Santidad del matrimonio y de la familia

 



LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS, DON DEL ESPÍRITU

De la Homilía de Benedicto XVI el 25-I-06
Queridos hermanos y hermanas:
La aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint, 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad» (Unitatis redintegratio, 7).
«Deus caritas est», «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo: fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó «el muro de separación», «la enemistad» (Ef 2,14), ciertamente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí: «Deus caritas est».
El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, «preside en la caridad» (Ad Rom., 1,1).
Las dos breves lecturas bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión: «Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí» (1 Co 15,10).
Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Hch 9,3-9; 22,6-11; 26,12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta: «¿Por qué me persigues?». Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó: «¿Quién eres, Señor?», y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 9,4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos: que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes.
En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,19). El verbo que usa el evangelista para decir «se ponen de acuerdo» es synphonesosin, que encierra la referencia a una «sinfonía» de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden.
Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint: «En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo» (n. 22).
Analizando más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana: «Porque -dice Jesús- donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre.
* * *
EN EL BAUTISMO, CRISTO ES QUIEN BAUTIZA
Del "Libro sobre el conocimiento de bautismo"
de san Ildefonso de Toledo
Vino el Señor para ser bautizado por el siervo. Por humildad, el siervo lo apartaba, diciendo: Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí? Pero, por justicia, el Señor se lo ordenó, respondiendo: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.
Después de esto, declinó el bautismo de Juan, que era bautismo de penitencia y sombra de la verdad, y empezó el bautismo de Cristo, que es la verdad, en el cual se obtiene la remisión de los pecados, aun cuando no bautizase Cristo, sino sus discípulos. En este caso, bautiza Cristo, pero no bautiza. Y las dos cosas son verdaderas: bautiza Cristo, porque es él quien purifica, pero no bautiza, porque no es él quien baña. Sus discípulos, en aquel tiempo, ponían las acciones corporales de su ministerio, como hacen también ahora los ministros, pero Cristo ponía el auxilio de su majestad divina. Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y, así, hasta el fin de los siglos, Cristo es el que bautiza, porque es siempre él quien purifica.
Por tanto, que el hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. El maestro es Cristo. Y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro, que es Cristo.

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