sábado, 5 de agosto de 2023

Escúchenlo...!

 



Escúchenlo…!

¡Buenos días, gente buena!

La Transfiguración del Señor

Evangelio

Mateo 17, 1-9

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.

De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo». Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.

Jesús se acercó a ellos, y tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo». Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Palabra del Señor

El hombre icono de Cristo pintado por toda una vida

Una flor de luz en nuestro desierto; así aparece el rostro de Cristo en el Tabor. Y es el rostro último y más grandioso del hombre. En principio, en todo hombre se ha puesto no un corazón de sombra, sino una semilla de luz, sepultada en nosotros como nuestro rostro secreto.

Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los primeros en ser llamados, y los lleva con él a un monte alto. Los lleva ahí donde la tierra se levanta hacia la luz donde está el nacimiento de las aguas que fecundan toda la vida. Su rostro brilló como el sol: el rostro es como el bosquejo del corazón, su mejor expresión. El rostro grandioso del hombre es comprensible solo a partir de Jesús. Todo hombre habita la tierra como una imagen de Cristo incompleta, que se va dibujando progresivamente a través de toda la existencia sobre un fondo de oro ya presente desde el inicio y que es la semejanza con Dios. Cada Adán es una luz protegida en una cáscara de lodo.

Vivir no es otra cosa que la fatiga áspera y gozosa de liberar toda la luminosidad y la belleza sepultada en nosotros. 

Y sus vestiduras se pusieron blancas como la luz: la gloria es tan excesiva que no se detiene en el rostro, ni siquiera en el cuerpo entero sino que avanza al externo y captura el material de los vestidos y lo trasfigura. Si el vestido es luminoso sobre toda posibilidad humana, ¿Cómo será la belleza del cuerpo?

Y entonces se aparecieron Moisés y Elías: Moisés descendido del Sinaí con el rostro envuelto de luz y del viento; Elías, arrebatado en un carro de fuego y de luz. Entonces Pedro, aturdido y llevado por lo que ve, balbucea: Qué hermoso estar aquí. Estar aquí, ante este rostro, que es el único lugar donde podemos vivir y reposar. Aquí somos de casa, en otra parte estamos siempre fuera de lugar. En otra parte no es hermoso, y podemos solo peregrinar, no estar. Aquí está nuestra identidad, habitar también nosotros una luz, una luz que está dentro de nuestro barro y que es nuestro futuro.

No hay fe viva y verdadera que no proceda de un asombro, de un enamoramiento, de un: ¡Qué hermoso! gritado a pleno corazón, como Pedro en el Tabor. Pero como todas las cosas bellas, la visión no fue más que el destello de un momento: y una nube luminosa los cubrió con su sombra.

Y se escucha una voz: el Dios que no tiene rostro, tiene en cambio una voz. Jesús es la Voz que se ha hecho Rostro. El Padre toma la palabra, pero para desaparecer detrás de la palabra de mandato a la escucha. Baja del monte, y te queda en la memoria el eco de la última palabra: Escúchenlo.

La visión del rostro precede a la escucha del rostro. El misterio de Dios está ahora todo dentro de Jesús. Así como también el misterio del hombre. Ese rostro habla, y en la escucha nos hacemos como él, nosotros también revestidos de cielo.

¡Feliz Domingo!

¡Paz y Bien! 

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm



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