martes, 2 de mayo de 2023

Del huerto y la educación cristiana (I)

 




Del huerto y la educación cristiana (I)

Conocer el cultivo, conocer al educando
Ignacio Soriano por Ignacio Soriano 30 abril, 2023 en Cultura, Formación, razón y verdad, Reflexión Tiempo de Lectura: 8 mins

Del huerto y la educación (I): Conocer el cultivo, conocer al educando.

Estamos con el huerto, y Dios sigue enseñándonos a través de su creación. Y es que hay una analogía preciosa entre el huerto y la educación. Me explico:

Ahora estamos con los tomates. Y hay que conocerlos bien, si queremos que fructifiquen. Estos, necesitan mucha agua y mucho sol, con lo que es importante dónde los vayas a plantar. Es decir, el lugar, el ambiente, la recepción de la luz. Si plantamos el tomate en una tierra árida y compacta, no crecerá bien y no dará el fruto que está llamado a dar. El tomate, para fructificar bien, necesita un suelo suelto, húmedo y lleno de nutrientes. A su vez, deberá estar plantado en un lugar en el cual como mínimo le lleguen 6 horas de luz solar al día. Y esto es importante, pues el tomate no es capaz de moverse (es una planta) y si no recibe el sol necesario no dará el fruto que está llamado a dar.

Del mismo modo, será muy importante donde plantemos a nuestros hijos, en qué tipo de hummus, ambiente o atmósfera social estarán. Esta suele ser una preocupación normal y natural de todos los padres, aquella acerca del colegio de sus hijos, del ambiente, de los amigos cercanos y el tipo de familias que encontrarán alrededor. Porque no nos engañemos, no es lo mismo plantar a tus hijos en un buen ambiente, que en uno malo. Esto, más allá de los topicazos sentimentaloides y buenistas propios de nuestro tiempo de la mentira, lo sabe todo el mundo. Y así como el tomate necesita sol, el niño necesita Amor, Bien y Verdad. Qué flaco favor le hacemos a nuestros hijos si pensamos que esto no es tan grave ni tan importante. Porque, igual que el tomate no se puede mover y cambiarse de sitio para ir hacia el sol, tampoco el niño es capaz todavía -pues no tiene las herramientas necesarias de la razón y la virtud- de enfrentarse al mal usando bien su libertad.

Hace poco, una persona dedicada a la educación, ante nuestra descripción del mal que estaba recibiendo nuestro hijo en el ambiente escolar, nos decía que no podíamos evitarle el mal y que lo único que podíamos hacer era darle herramientas para que usara bien su libertad. Esto suena muy bonito y atractivo, pero lamentablemente es falso y pernicioso. Es una memez. Porque el niño no tiene todavía la madurez suficiente en la razón y en su voluntad para usar bien su libertad. Sería tan absurdo como darle una Tablet a un niño con su videojuego favorito y pretender que la use templadamente. No va a poder. Porque un niño de siete años no tiene todavía la razón ni la voluntad fortificadas y educadas para ser virtuoso. Por eso, si ves que está expuesto al mal, debes retirarlo de ahí. Exponerle al mal y confiar en que vaya a usar bien su libertad es lo mismo que plantar un tomate en la sombra, en suelo compacto y sin nutrientes, y esperar que vaya a fructificar.

Este me parece que es uno de los grandes problemas educativos de nuestro tiempo y que, lamentablemente, se ha extendido también en escuelas cristianas: no conocer al sujeto educativo. Es fundamental conocer al tomate para poder cultivarlo bien. Del mismo modo es fundamental conocer al hombre para educarle bien. El hombre es un ser que ha sido bien creado, ha sido bien hecho, tiene la ley de Dios inscrita en su corazón y puede reconocer el bien y el mal, pero está herido por el pecado original y, por tanto, está inclinado naturalmente al mal. Esa buena creación, esa buena hechura por parte de Dios, ha sido rota[1]. El pecado ha introducido una ruptura en la armonía original que había en su alma y en su cuerpo. Y ahora, tras el pecado original, está en lucha consigo mismo para ir hacia donde quiere ir. Para vivir en el bien que está llamado a vivir, necesitará de esfuerzo, de sacrificio, de virtud y de la Gracia de Dios.[2] Ya no le bastará con reconocer el Bien, tendrá que luchar contra sí mismo para ir hacia Él. Y necesitará toda la ayuda sobrenatural posible para combatirse a sí mismo.

A las tomateras, por ejemplo, hay que entutorarlas (ponerles un palo recto al lado para que vayan creciendo rectas). Si no lo hacemos, por su propio peso acabarán cayendo al suelo, y eso limitará e incluso impedirá su fructificación, pues en el contacto con el suelo se pueden llenar de enfermedades, etc. Del mismo modo, el niño necesita ser entutorado desde pequeño, pues no será capaz de hacerse verdaderamente hombre por sí mismo. Necesitará que le habituemos a los pequeños sacrificios, a los pequeños esfuerzos. Necesitará que le digamos que no. Necesitará aprender poco a poco a renunciar a sus caprichos ilimitados. Y necesitará de pequeños gestos -constantes y cotidianos- de práctica de la virtud. Por sí mismo, no lo haría. De hecho, haría todo lo contrario. Se pasaría el día comiendo chuches y demás porquerías, solo pensaría en jugar, reír, hacer el payaso y gastaría todas sus energías en afirmar siempre su voluntad, sus quereres y caprichos. Pero esto, por mucho que a Nietszche le pareciera el superhombre, es precisamente lo contrario a ser verdaderamente hombre, pues es hombre verdadero aquel que es capaz de dominar y gobernar a sus pasiones, porque se dirige racionalmente al Bien. Y el Bien implica, en muchísimas ocasiones, frenar y dominar alguna pasión, apetencia o instinto. Vivir conforme a lo que estás llamado a vivir implica luchar, pues la vida, tras el pecado original, se ha convertido en un combate. Si no luchas, no vives. Sin combate no hay vida cristiana posible[3].

Si no entutoras al niño, y confiando perniciosamente en que por sí mismo podrá vivir en el bien -porque tiene un corazón bien hecho y ha sido creado bien por Dios- lo apuestas todo a su libertad, cometerás el mayor de los crímenes con él. Pues habrás creado a un tirano, que se creerá dios mismo, capaz de decidirlo todo, sin embargo, será débil y esclavo, pues jamás será capaz de decirle que no a sus apetencias y por tanto no podrá encaminarse ni dirigirse hacia donde racionalmente entiende que debe encaminarse. Y esto es lo que sucede hoy a demasiados jóvenes. Saben hacia donde quieren ir (y casi siempre coincide con que es hacia el Bien), pero ya son incapaces de hacerlo, están llenos de vicios y hábitos arraigados como una segunda naturaleza en su ser. Con lo cual acaban pensando que mejor les irá en la vida si no piensan tanto y si le quitan importancia a eso del bien y el mal. Así, incapaces de salir del pecado, prefieren quitarle gravedad y pueden entonces retozarse tranquilamente en él.

Qué nefastas y funestas consecuencias se derivan de una concepción errónea del ser humano, como la que actualmente domina en el mundo educativo, que fundamenta toda su actividad en la nociva concepción rousseauniana, según la cual el niño es bueno por naturaleza y, por lo tanto, debemos dejar que en libertad se desarrolle por sí mismo. En esta concepción, toda autoridad (todo tutor) es una molestia, un enemigo. Por eso, el profesor pasa a ser un mero espectador del desarrollo autónomo y libre del alumno[4], y los padres se convierten en simples garantías de que nadie vaya a molestar a sus hijos diciéndoles cómo deben comportarse, cómo deben hacer las tareas, qué esfuerzos deben hacer… o simplemente, qué es bueno y qué es malo. Porque si el niño por naturaleza es bueno, toda injerencia externa será coercitiva. Así, sería como pensar que el tomate no necesita del cuidado del horticultor, sino que simplemente con plantarlo, por sí mismo ya fructificará en plena autonomía y libertad. Para el horticultor perezoso, sería muy apropiada esta concepción y, quizá por eso, la compraría. Pero tendría que estar engañándose toda la vida para no ver los lamentables resultados de su nefasta concepción del tomate.

Que hoy no se hable ya de mortificación, penitencia y todo lo concerniente a la vida ascética, da que pensar. Quizá es que hemos olvidado la doctrina del pecado original. Quizá es que nos hemos mundanizado tanto, que ya no creemos que la vida es combate, sino disfrute. Quizá es que ya hemos claudicado de la formación católica básica y en nuestras universidades y escuelas se nos han colado todos los pedagogos modernos, de los cuales partimos. Quizá le hemos comprado a Rousseau su concepción humana y a Lutero la ineficacia de la lucha, pues el hombre -según él- no puede no pecar y por, tanto, solo la fe le salvará. Porque si todo está bien en mí, ¿qué sentido tiene la lucha? ¿para qué domar mi voluntad? Y si todo está mal en mí y no hay posibilidad de ir hacia el bien, el mismo sinsentido tendrá gastar energías y esfuerzos en combatir.

Es de la mayor importancia volver a la doctrina cristiana del pecado original. Porque el hombre, el niño, está bien hecho. Sí, pero está herido. Y por esta herida, necesita. ¿De qué? De esfuerzo, de práctica, de virtud. Y de gracia. Y el niño, especialmente, por sus características de “niño”, necesitará además de cierta protección. Por eso Dios, que es más inteligente que todos nosotros juntos, ha pensado a los niños en una familia. Porque el niño necesita del adulto: de su corrección, de su protección y de su inestimable guía amorosa. Igual que la tomatera necesita de su horticultor.

Continuará…

[1] CEC 400: La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida “a la servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue formado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12).

[2] CEC, 407: La doctrina sobre el pecado original —vinculada a la de la Redención de Cristo— proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña “la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Concilio de Trento: DS 1511, cf. Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social (cf. CA 25) y de las costumbres. Respecto a la doctrina del pecado original y sus consecuencias, consultar CEC, numerales 400 a 409.

[3] CEC, 409 Esta situación dramática del mundo que “todo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate: «A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo (GS 37,2).

[4] No en vano las pedagogías modernas abogan por una educación por proyectos, supresión de la tarima del profesor, mesas en formato asamblea, eliminación de contenidos y de examen de carácter memorístico, trabajos en grupo, profesor como evaluador de competencias…


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