martes, 23 de enero de 2018

La cultura cristiana, nuestro futuro



por Josep Miró i Ardèvol 



Necesitamos de la cultura cristiana para que nuestra sociedad, repleta de bienes y oportunidades, y a la vez tan destructora de las personas, tan dada al exceso como promesa que siempre se frustra, gane en equilibrio y humanidad. Se necesita otra forma de vivir ,como nos recuerdan cada año una multitud de películas llenas del llamado “espíritu navideño”, algunas excepcionales como “Que bello es vivir” de Frank Capra, que, a pesar de haberse rodado en 1946, sigue siendo un éxito asegurado. Nos planeamos cambiar el mundo sin saber muy bien cómo conseguirlo, quizás porque no sabemos tampoco como cambiar a mejor nuestras vidas. En este contexto no es un dato irrelevante, más bien lo contrario, que la vida buena se asocie con los actos y emociones relacionados con la Navidad. La causa, malestares familiares que se producen en estos encuentros al margen, es muy sencilla. Se trata de amor. La Navidad es la entrada del gran amor al mundo, y este es el motivo porque un año tras otro, a pesar del consumo desmedido, intentamos recuperar sus sensaciones.

Pero estas emociones contempladas en su plenitud, y no como atmósfera más o menos contaminada por el consumo y el lucimiento, tiene un nombre. Se llama cristianismo, y no me refiero ahora a su raíz, la fe religiosa, que ha engendrado una determinada concepción de la vida, esa es un don y el fruto de una búsqueda personal, sino que apunto solo a su consecuencia laica, la cultura secular, civil, que proyecta. Un marco de referencia que nos ayuda a interpretar los hechos, unas normas claras y transparentes como el agua, sencillas como el parchís, que nos ayudan a lograr la realización de la vida buena y nos aportan los valores que conlleva y las virtudes necesarias para alcanzarlos.


Un juez, Joaquim Bosch, en un mensaje en las redes sociales, manifestaba su tristeza preguntándose qué tipo de sociedad individualista e insolidaria estábamos construyendo, que permitía que muchos ancianos muriesen solos y abandonados. La respuesta es aquella que resulta de expulsar la sabiduría cristiana del vivir. En una comunidad, en una familia de cristianos que son coherentes con su fe, los ancianos nunca mueren solos. La razón es bien conocida y muy criticada por la perspectiva de género, por tanto, por la cultura dominante: se trata de disponer de un modelo especifico de familia dotada de determinadas virtudes y valores. Todo empieza con un matrimonio formado por un hombre y una mujer que se unen, no solo como fruto de una atracción, sino con la vocación de establecer una vida en común hasta el fin de sus días, y se afanan en ello porque saben que la solidez de la unión no nace solo de lo instintivo, sino de la capacidad de donación mutua y de reciprocidad. Así construyen el amor y algo de gran valor que aumenta con el paso de los años: la compañía. Se acogen, acompañan y cuidan mutuamente en los avatares de la vida. Y esto tiene muchas repercusiones. Una y decisiva ha sido estudiada y verificada por el último estudio de la Universidad de Harvard sobre la salud y bienestar de los seres humanos. Una de las conclusiones de este trabajo, único por su duración puesto que comenzó en un lejano 1939, es que la causa esencial de poseer una vida más saludable y feliz es el vivir en compañía, en términos de comunidad y sobre todo familiares. Tan importante se considera este hecho que se considera a los cincuenta años un buen predictor del estado futuro de la salud, tanto o más que el colesterol. Este resultado no debería de sorprender en exceso porque es consistente con dos observaciones empíricas distintas y desconectadas del estudio. Una, la de que los hombres casados tienen una esperanza de vida superior a los solteros, y dos, que, a pesar de ello, los religiosos- que viven en una comunidad- todavía son mas longevos.



Y la mejor comunidad es el matrimonió que deviene familia. El matrimonio cuya vocación de estabilidad se realiza con los hijos, que son vistos como una bendición y no como una limitación, incluso a pesar de las renuncias y estrecheces. Y si la familia se mantiene fiel a su cultura, educará a sus hijos en ella, vivirán de acuerdo con los valores y virtudes de la cultura cristiana, que significa respeto a la persona y de manera especial a la mujer, atención para el más débil, el más necesitado. Ese es un atributo del cristianismo que todavía pervive en nuestra sociedad. Entre ellos, la violencia contra la mujer es un hecho excepcional, fruto de la enajenación, y no un dato cotidiano, porque los hombres son educados en su respeto, en la fidelidad, templanza y fortaleza moral, y en muchos casos también física.

Las mujeres católicas practicantes son las que de lejos tienen más hijos y de media se acercan o superan la tasa de reposición, de 2,1 hijos. En el otro extremo está la atea y agnóstica que no llega ni tan siquiera a la unidad. Y esa vocación de tener hijos y educarlos es un gran bien para una sociedad envejecida y cada vez más exhausta. Desde la perspectiva mundana aportan futuros trabajadores, es decir, contribuyentes fiscales y cotizantes a una Seguridad Social en quiebra. De ellas depende en gran medida el futuro. Son el fundamento necesario del estado del bienestar. Porque además estos hijos como conjunto, y no como caso singular, claro está, alcanzarán un mejor rendimiento escolar en términos comparativos, y capital humano estrechamente -aunque no solo- relacionado con la productividad, será mayor. Y ella es junto con la demografía la otra causa determinante del bienestar.

La familia que vive dentro de esta cultura acoge y atiende a sus ancianos porque no son un estorbo, sino parte esencial de la cadena de la vida, la que une nietos y abuelos, la que contribuye a dotar de solidez y perspectiva a la sociedad.

Este modelo de familia se extiende coherentemente al conjunto de la sociedad en términos de bien común, subsidiariedad, destino universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres, participación, solidaridad, verdad, justicia y libertad. Ella es la mejor forma de vida personal y colectiva para la inmensa mayoría; incluso para quienes la rechazan, porque también reciben sus efectos. Los que ahora viven prendados de la lógica de la realización por la satisfacción del deseo sin más consideraciones, los que viven convencidos de la validez de vivir sin “ataduras” bajo la egida del individualismo, los privilegiados por el poder, el dinero o la fama, chocarán con el común denominador de la muerte, la enfermedad, la soledad, solo o en compañía, la derrota, la frustración. Entonces ni el deseo, ni la ausencia de vínculos, les servirá de nada.

El proyecto de una buena sociedad es este: el basado en la cultura cristiana. Sus componentes y la forma de ensamblarlos son bien conocidos. No se entiende como el estado, no los impulsa, no como ideología, sino como práctica; facilitar el matrimonio, favorecer su estabilidad, propiciar la venida de los hijos, la asunción familiar de los ancianos y así una larga lista de buenos objetivos para la felicidad y el bienestar. Y no se entiende porqué no somos educados con sus principios, valores y virtudes. Si así lo quieren, no lo llamen cristiano, llámenle simplemente humano. El proyecto de una sociedad humana es lo único que puede salvarnos. Lo demás son gritos enloquecidos en un hospital de sordos

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