martes, 23 de enero de 2018

La belleza de la misericordia




por Antonio R.Rubio Plo 
mundosdeculturayfe.wordpress.com



Cuando estudiaba historia del arte me explicaron la Piedad de Miguel Ángel. Me dijeron que era una muestra del clasicismo renacentista y que la Virgen tiene un rostro más joven que el de su Hijo. Todo eso es cierto, aunque la Piedad es, ante todo, una imagen singular de María, Madre de la Misericordia. Es Cristo, la Misericordia del Padre, a quien la Virgen tiene entre sus brazos. Recordemos los salmos de la Misa: lo de que el Señor es “un Dios lento a la cólera y rico en piedad”. Pero la única forma de convencer a los hombres de esa afirmación consistió en que el Hijo de Dios se hiciera hombre por medio del seno de María, que dijo sí a la gran propuesta de la misericordia, proveniente de un Padre que sale al encuentro de sus hijos, creados a imagen y semejanza suyas por medio de su Hijo.
La Piedad no es un bloque de mármol que ha servido para recordar un suceso histórico, ni tampoco un modelo para fijar cánones estéticos. La Piedad es a la vez Misericordia y Belleza, porque María es ambas cosas. En la basílica de San Pedro del Vaticano la capilla, en la que se encuentra la imagen, es contigua a otra en la que está el sepulcro de San Juan Pablo II. No creo que sea casualidad, pues fue el papa polaco el que quiso rescatar del olvido en la vida cristiana la palabra “misericordia”, precisamente con una encíclica titulada Dives in misericordia, y tampoco será casual que su tumba esté muy cerca de aquella de la que se sentía Totus tuus.


Hay mucha gente que cuando oye la palabra “piedad” la identifica con compasión o incluso con lástima. Por tanto, piedad sería lo que debió de sentir María ante el cuerpo de Cristo, exangüe y desgarrado por los tormentos. Si hubiera sido así, con esos criterios meramente humanos, la mirada de la María de Miguel Ángel sería lánguida y triste. Sin embargo, no puedo concebir el rostro de la Madre, nublado por la tristeza, aunque su dolor no sea semejante a otros dolores. No hay tensión externa en ella, si acaso en los pliegues de su vestimenta. Su rostro es hermoso, de una belleza absoluta y sin tiempo, esculpido por un joven artista de veinticinco años, y aparece en actitud pensativa pensando, o mejor dicho meditativa, pues la Madre guarda todas las cosas en su corazón. Pensar es un mero ejercicio de raciocinio, y meditar es poner todo, incluso nuestros más íntimos sentimientos, en la presencia de Dios. Me atrevo a creer que María está renovando el amén, el fiat, que dijo al ángel en el momento de la buena noticia de la Encarnación. Además, su tarea no ha terminado con la Redención. Antes bien, empieza entonces y por los siglos venideros.

Hay quien piensa que el Rosario es monótono y aburrido, pero, en realidad, es un instrumento de misericordia. Con él, alabamos a María y recordamos los momentos más importantes de su vida y la de su Hijo, pero al mismo tiempo es una oración de petición. Pidamos por todas aquellas personas a las que queramos hacer el bien, pero también tendremos que pedir, suplicar a esa Madre de Misericordia, por aquellos que no te quieren bien o están alejados, por el motivo que sea, de ti. El corazón puede conmoverse ante las miserias porque somos humanos, aunque eso no es suficiente. Tenemos que conseguir que nuestro corazón se agrande, y esté hecho a la medida de los corazones de Jesús y de María. Solos no podremos lograrlo. Necesitamos la ayuda de Dios, pero el modo más rápido, el que algunos santos en sus escritos han asemejado a una escalera de fáciles peldaños, es pedírselo a nuestra Madre.

Es el momento de encontrarnos con la belleza de la misericordia de Dios. Sobre este particular, leí hace poco una peculiar definición de la misericordia hecha por un sacerdote italiano, don Luigi Giussani, que la entiende como “la potencialidad de belleza que cada uno lleva dentro de sí”. En este contexto, comprendo mejor esa célebre frase de Dostoievski en su novela El idiota, aquella de que •”Solo la belleza salvará al mundo”. Lo decía alguien que en sus obras escudriñó zonas oscuras y perversas del alma humana, pero que también estaba convencido de que, a pesar de los pesares, los hombres debían ser tratados con misericordia. Detrás percibía un mandato imperativo de Cristo, el ser misericordiosos como el Padre, algo que para el escritor ruso era una forma suprema de la belleza. La belleza está en el otro cuando lo miramos con ojos de misericordia. Y misericordiosos son también esos ojos de María que, en la Salve, pedimos que se fijen en nosotros.

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