por Constantino Koser, OFM
En la medida en que Francisco iba descubriendo el contenido de su rico corazón, en esta misma medida, aunque insensiblemente y a oscuras en un principio, Dios lo iba colmando: Dios de Dios, el Infinito, la Riqueza misma con la Riqueza.
Reconcentrado así en Dios, atento a Dios, san Francisco se habituó a percibir los encuentros con Dios que se dan a toda hora: sus ojos se acostumbraron a descubrir en las cosas las más leves señales de Dios, las más insignificantes alusiones a Dios. Su concentración sobre Dios llegaba al máximum y por esto su recogimiento era imperturbable. Conquista sin duda difícil, conquista que en este tiempo de prueba solamente era posible mediante la más austera, más radical, más perseverante y más dolorosa abnegación: por la Cruz de Cristo. San Francisco siguió por este camino y llegó realmente a ser reino exclusivo de Dios y de su Cristo. Nada había en su alma que no perteneciese totalmente al Bien Amado.
Con esto se habituó de tal manera a pensar en Dios, y conocía tan bien los modos como Dios se comporta con los hombres, los discernía con tanta facilidad, que en todas partes lo encontraba y en vano hubiera intentado huir de estos encuentros. Dios está en todas partes. Esta verdad enseñada en el catecismo, y cuyas consecuencias se urgen a los niños para ser luego olvidadas por los adultos, fue para el santo seráfico uno de los grandes dogmas de acción continua sobre su vida consciente, siempre y en todas partes. Y como suele acontecer, con los ojos de su alma, de su inteligencia, san Francisco veía realmente a Dios en todas partes y en todas las cosas, y lo amaba presente y percibido de esta suerte. Dios a su vez lo buscaba en todas partes y lo tomaba exclusivamente para sí: nada quedaba de san Francisco que pudiera pertenecer a una criatura, todo pertenecía a Dios y Dios estaba en todo.
Esta conciencia esclarecida y formada del santo constituyó su mayor felicidad y alegría y fue al mismo tiempo su mayor amargura en esta vida: allí contemplaba con claridad meridiana su inteligencia espiritual, la pobreza que no debería tener, su desnudez, los defectos que tenía, las deficiencias de su celo, la falta de proporción entre la consagración a Dios y la que él mismo, san Francisco, daba y podía dar como respuesta. Lloraba amargamente su infidelidad, considerándose sinceramente como el máximo de todos los pecadores, el más indigno de aproximarse a Dios. Pero de esta contemplación de Dios siempre sacaba también nuevos estímulos de progreso ulterior.
Con ojos tan penetrantes y agudos no podía suceder que no viese de un modo nuevo y más profundo, desconcertantemente bello, todas las criaturas de su Señor y Dios. El amor de Dios, concentrado y purificado, como llega a ser mediante la abnegación que el serafín de Asís practicó, restituyó las criaturas al hombre, nuevas y más bellas, más preciosas y más amables. Pero en Dios. Ya no son criaturas que amenazan llevar al abismo, ya no amenazan echar mano del corazón robándoselo al Señor. Son criaturas hechas por este Dios altísimo, obedientes y castas, que se presentan ante el alma como preciosos mimos del Señor. Así las veía san Francisco con una intensidad y exclusividad que se juzgaría imposible, si no constase de ello con certeza irrecusable.
De esta suerte reconquistó, embebido en el amor de Dios, todo el universo. Lo había dado todo por amor de Dios, estaba enteramente absorto en Dios, y en Dios encontraba de nuevo a todas las criaturas. Ahora las poseía sin que él fuese poseído por ellas. Usaba de las criaturas, sin ser ocupado por ellas. Las buscaba y las amaba, sin dejar en ellas su corazón. Las trataba a todas con indecible intimidad, pero al mismo tiempo con soberana libertad y perfección. Cada una, por pequeña e insignificante que fuese, se transformaba ante sus ojos en aquello que de hecho es en la intención divina: un motivo para llegar más cerca de Dios, y, por lo mismo, un motivo de alegría y de felicidad. En su corazón retumbaba incesante el Aleluia de la creación, la alabanza y la honra del Altísimo. Cantaba con alma jubilosa y con maravillosos acentos los loores de su Dios, traduciendo al lenguaje de su corazón las palabras que el Espíritu Santo dictara a los tres jóvenes en el horno: Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor (Dan 3,57). Todo servía al santo como motivo de loor, honra y gloria del Altísimo. En todo glorificaba a Dios con esta gloria, con este reconocimiento, con esta admiración cándida y pujante de los corazones libres, castos en la integridad de su oblación a Dios, servidos por una inteligencia tan extraordinaria, adornada en naturaleza y gracia, como lo estaba san Francisco.
[C. Koser, El pensamiento franciscano, Madrid, Ed. Marova, 1972, 117-130
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