SEGÚN SAN FRANCISCO DE ASÍS
por Jean de Schampheleer, o. f. m.
III. La marcha en seguimiento de Cristo paciente
Habría que repetir aquí toda la vida de Francisco. Detengámonos en dos aspectos particularmente significativos para nuestro propósito: el deseo del martirio y la enfermedad.
La idea del martirio obsesionó el espíritu de Francisco desde su conversión. Soñaba con ser un caballero que está siempre dispuesto a dar su vida por una causa justa (Iglesia, Papa, viudas y huérfanos, pobres), y, por tanto, el nuevo caballero estaba dispuesto a dar su vida y a derramar su sangre por la causa del Gran Rey. Tanto antes como después de su conversión, Francisco se adhirió al espíritu de la cruzada.
Por eso, el joven convertido deseó pronto ir entre Sarracenos, no con la espada en la mano, sino con el arma de Cristo: la Cruz. En otoño de 1211 ó 1212, se embarca hacia el Oriente, donde Juan de Brienne acaba de subir al trono de Jerusalén; pero la tempestad lanza su barco sobre las costas de Dalmacia y él se ve forzado a regresar a Italia. Un poco más tarde, animado por el mismo deseo del martirio, probablemente en 1213 ó 1214, parte hacia Marruecos, pero la enfermedad lo detiene en España. Sólo en junio de 1219 conseguirá llegar a Oriente, donde, sin embargo, no encontró la muerte gloriosa que él esperaba.
Estos hechos, así como un pasaje de la primera Regla (1 R 16,10s), indican que Francisco consideraba el martirio como algo que caía de su peso: él habla de la conducta que hay que observar en las persecuciones y ante el martirio. Por eso, al enterarse de la matanza de cinco de sus hermanos en Marruecos, manifiesta una gran alegría. Santa Clara misma, según las declaraciones hechas en su proceso de canonización, abrigaba en su corazón un deseo semejante y, hacia 1220, la reclusa de San Damián manifestó su intención de marchar también a Marruecos para imitar a los hermanos menores.
Para Clara, al igual que para Francisco, el camino que conduce al Padre pasa por la Cruz de Cristo. Jesús nos enseñó el camino que hay que seguir; el hombre no tiene otra cosa que hacer sino seguir las huellas de Cristo bajo la inspiración del Espíritu. Y el Espíritu tiene con frecuencia designios diferentes de los de los hombres; Francisco tenía que conocer otra forma de martirio: la enfermedad.
Si al principio de su vida religiosa Francisco descubrió a Cristo en los leprosos y en los pobres, más tarde lo descubrió en los enfermos, sobre todo, al parecer, después de su regreso de Oriente.
También aquí la experiencia es maestra de la vida. La Leyenda de Perusa (LP 106) nos dice que Francisco fue siempre de salud delicada, pero que reaccionaba contra sus males y así podía continuar sus actividades. A su regreso de Oriente, Francisco experimenta una situación nueva: su organismo está muy deteriorado; sufre más del estómago, del hígado y del bazo, y había contraído, por añadidura, una grave enfermedad de los ojos (LP 77). Desde entonces se siente dominado por la enfermedad como el mártir está dominado por sus verdugos.
Un día en que Francisco se sentía particularmente abrumado por la enfermedad, un compañero le preguntó si no habría preferido el martirio a esa larga enfermedad. Y Francisco le respondió: «Sufrir tan sólo tres días esta enfermedad me resulta mucho más duro que cualquier martirio». Pero había dicho inmediatamente antes estas frases significativas: «Hijo mío, para mí lo más querido, lo más dulce, lo más grato, ha sido siempre, y ahora lo es, que se haga en mí y de mí lo que sea más del agrado de Dios. Sólo deseo estar en todo de acuerdo con su voluntad y obedecer a ella» (1 Cel 107).
En estas palabras se encuentra el mismo sentido de la oración de Cristo a su Padre en el Oficio de la Pasión: «Fuiste tú quien me sacó del vientre, mi esperanza desde el pecho de mi madre; desde el seno materno fui lanzado a ti. Desde el seno materno tú eres mi Dios... Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío» (OfP 2,4-5.11). «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme; cantaré y salmodiaré... Porque hasta los cielos se agranda tu misericordia» (OfP 3,8.11). Y en la Carta a los fieles: «Puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (2CtaF 10).
Desde entonces la enfermedad tomó un significado nuevo para Francisco, y éste manifestó un respeto muy grande a los enfermos. A un hermano que consideraba a un hombre como falso pobre y falso enfermo, Francisco le explicó: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre. Y mira igualmente en los enfermos las enfermedades que él tomó sobre sí por nosotros» (2 Cel 85). La enfermedad queda manifiestamente asemejada a la Pasión de Cristo.
En otra parte, Francisco asemeja claramente la enfermedad al martirio. Un día enseñaba que el cuerpo debe tener lo que necesita; pero, si por causa de la pobreza o por mala voluntad de los superiores, el enfermo no tiene todo lo necesario, hay que soportar esto con paciencia, decía él, y «esta necesidad, sobrellevada con paciencia, le será imputada por el Señor como martirio» (2 Cel 129; EP 97).
El tema de la paciencia -palabra que viene del latín pati: soportar, sufrir- se repite con frecuencia en la boca y en los Escritos de Francisco, unido a menudo al de la humildad. Hay que «tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad» (2 R 10,9). Una vez más el martirio y la enfermedad se encuentran aquí unidos y son considerados como equivalentes.
En la Admonición 6, Francisco considera que las persecuciones y las enfermedades son otras tantas pruebas que permiten marchar tras el Buen Pastor que sufrió la Pasión y la Cruz para salvar a sus ovejas. Por eso, el hermano enfermo debe dar gracias al Creador por lo que le sucede, pues el sufrimiento es el camino que conduce a la vida eterna: aceptar la enfermedad es aceptar la voluntad de Dios (1 R 10,3) y, por tanto, seguir a Cristo que, por su Cruz, conduce al Padre.
El martirio de la enfermedad encuentra su consumación en la estigmatización. Celano, cuando describe el cuerpo de Francisco muerto, con los estigmas a la vista de todos, habla de las «señales de su martirio» (1 Cel 113). Lo vio certeramente. Como ya hemos dicho, es la culminación de su marcha en seguimiento de Cristo, culminación dolorosa, puesto que el simple tacto del costado le hacía sufrir cruelmente (1 Cel 95; 2 Cel 138).
Pero es también la purificación e iluminación de su alma ardiente. Para Francisco es la realización o, mejor, la consumación del itinerario que él mismo indicaba en la oración con que termina la Carta a toda la Orden: «Concédenos hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo» (CtaO 51-52).
El Espíritu es quien nos enseña cómo hay que seguir a Cristo, y Cristo nos conduce derecho al Altísimo. Francisco siguió este camino, bajo la inspiración del Espíritu, y se puede decir que la estigmatización es, en cierto modo, la aprobación de su vida penitente. Durante los dos últimos años que aún debía vivir en la tierra, Francisco estaba seguro de haber «acertado» su vida, de haber obrado según la inspiración del Señor.
IV. Conclusión
Llegamos aquí al centro de la espiritualidad de Francisco. Él descubrió y contempló a Cristo, Hijo del Padre, que da su vida por sus ovejas por amor del Padre. Este descubrimiento y esta contemplación impulsaron a Francisco a vivir como Cristo, a vivir la vida de Cristo, no la de los Apóstoles (como querían los Norbertinos, por ejemplo), sino la de Cristo mismo, hasta la Cruz.
Para él, «vivir según el Evangelio» no consiste sólo en practicar las prescripciones apostólicas: ir descalzos, no tener más que una túnica, no llevar bolsa, anunciar la Buena Nueva, ofrecer la mejilla a quien nos abofetea... Es todo eso, ciertamente, pero lo prioritario no es la vida apostólica, no es ni siquiera la vida común o fraterna, es vivir bajo la dependencia del Espíritu que nos hace seguir las huellas de Cristo y nos conduce allá donde no queremos (Jn 21,18), es decir, hasta la Cruz: «Ofreced vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz» (OfP 7,8).
Ahora podemos decir que el episodio de San Damián fue realmente el punto de partida, no de la devoción de Francisco a la Pasión de Cristo, sino de la sumisión de Francisco a la voluntad de su nuevo «Dueño y Señor», el comienzo del «servicio» de Francisco para con su Rey. En este momento fue cuando él comenzó a llevar la Cruz de Cristo. Desde entonces, como se ve en todos sus Escritos y en numerosas palabras suyas recogidas por los biógrafos e incluso en el Cántico de las criaturas, se trata siempre de hacer la voluntad de Dios. Pero esto es mucho más que cumplir unos mandamientos, es un compromiso total, de todo el ser, en el combate de Cristo que reina por la Cruz.
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