sábado, 4 de mayo de 2024

MARÍA SANTÍSIMA Y LA PIEDAD DE SAN FRANCISCO (III) por Constantino Koser, OFM

 



MARÍA SANTÍSIMA Y LA PIEDAD DE SAN FRANCISCO (III)
por Constantino Koser, OFM

María Santísima, tan agraciada por Dios, posee encantos mil, y su semejanza con su Hijo Divino es tan rica, que un corazón humano no puede venerar de una sola vez todas las prerrogativas que se acumularon en ella gracias a la generosidad divina. De ahí la posibilidad de las más variadas devociones a la Virgen, la posibilidad de que cada cual la venere y ame bajo el aspecto que más lo conmueve, que más lo inflama.

De acuerdo con la orientación fundamental de la piedad que cultivaba, San Francisco sobre todo vio en María las prerrogativas máximas, las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (SalVM). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y sierva del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros...» (OfP Ant).

Son éstas, sin duda, las prerrogativas más misteriosas y menos accesibles para la pobre mente humana, pero al mismo tiempo son también la fuente de todo lo demás en María Santísima; más aún: son las mayores prerrogativas que en ella se pueden considerar. Quien consigue inflamar en ellas su corazón está de hecho muy aprovechado en el camino de la virtud, de la abnegación, de la desnudez espiritual, del recogimiento; está ya muy cerca del amor puro y casto de Dios. Como en la actitud franciscana delante de Dios, también aquí la espiritualidad seráfica conduce a las más altas cumbres, a los más estrechos y solitarios caminos, manda bordear los más peligrosos precipicios. No por espíritu de aventura, ni por amor a la singularidad y a la extravagancia, ni siquiera por un falso amor propio y por vanidad, y sí por amor profundo y caballeresco a Dios Uno y Trino y a esa mera creatura que el poder divino aproximó más a su misterio. Un franciscano no retrocede ante las dificultades en este camino, pues es el camino del amor seráfico, del amor que no mide dificultades ni peligros, que no calcula expensas y ganancias, del amor que única y exclusivamente tiene en vista a la persona amada.

Así amó San Francisco. Su amor esclarecido con ciencia infusa y la gracia divina lo llevaron derecho a los misterios más profundos y más difíciles, a los más llenos de oscuridad para el espíritu humano, pero al mismo tiempo más llenos de Dios y por lo mismo más llenos de estímulos para el amor. Estos estímulos, por tanto, no podían ser aprovechados con la mera inteligencia. La mente humana por sí sola es incapaz de esta empresa y no es el arma con la cual se forzará la entrada a esta plaza fuerte de las prerrogativas trinitarias de María Santísima. El arma apropiada es el amor que secunda la inteligencia iluminada por la fe. Solamente el amor que a cada paso que da se enciende de nuevo y más fuerte; que, por así decirlo, saborea todos los términos que se usan y todas las proposiciones que se descubren, solamente este amor es capaz de percibir el verdadero valor de sentir los fortísimos y altísimos estímulos; solamente este amor es capaz de aprovechar las energías casi infinitas, escondidas en estas recónditas verdades de la santa fe. No es, pues, de admirar que el seráfico santo y todos sus verdaderos imitadores hayan sentido los más fuertes atractivos precisamente hacia este misterio de la Virgen santa.

María está en una especial e íntima relación de Hija y de Sierva respecto del Eterno Padre. ¿Podrá un mortal, pobre y ciego en el amor, medir lo que significan para la Madre de Dios estas palabras en su sentido especial: Hija y Sierva del Eterno Padre? ¡Cuánta ternura, cuánto ardor, cuánta dedicación, cuánta generosidad, cuánta caridad y gracia sobrenatural, cuánta sublimidad y grandeza, cuánta preferencia no se ocultan en estos términos tan simples!

San Francisco procuraba entenderlos, a semejanza de lo que hacía la propia Virgen Madre: «María conservaba todo esto y lo meditaba en su corazón» (Lc 2,19). Hacía los más constantes esfuerzos para que estas palabras: Hija y Sierva del Eterno Padre, no fuesen únicamente la proposición de palabras frías, sino un foco de luz y calor para su alma. En la realidad significada estas palabras son fuego, fuego ardiente de luz y calor. Los hombres, infelices, tienen la triste posibilidad de neutralizar las copiosas y ardentísimas energías que dimanan de este misterio, privando las palabras de su proporcional repercusión en la mente. San Francisco, con seriedad y tenacidad, con comprensión siempre más profunda, con calor e interés cada vez más intensos, logró que el torrente vivo de amor de este misterio se derramase en su alma. 

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