viernes, 6 de enero de 2023

CARBÓN Y MULTA PARA LOS REYES MAGOS

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Rotundo sí a la solemnidad de la Epifanía. En cuanto a la española costumbre de hacer regalos a los niños diciéndoles que han sido los Reyes, la vapuleo como mejor sé en tanto en cuanto se basa en la mentira por sistema.


Mañana se celebra, como solemnidad, la manifestación del Mesías a los no judíos. Es una fiesta bien importante, a fe mía, como que los no judíos somos casi todos, y entre ellos, nosotros.

Pero –he de explicarlo para los lectores extranjeros- en España, en esta fiesta, hay establecida la costumbre de hacer a los niños los regalos de Navidad. De Navidad, ya sabéis qué significa: un ordenador, un balón, muñecas como princesas… De Navidad. Y gastando todo lo que se pueda. De Navidad.

Pero hay otra cosa más terrible. Cuando son muy pequeños y lo van a creer, se les dice que esos regalos los han dejado en casa los mismísimos Reyes Magos, que, viniendo en camellos con su corte de pajes, han dejado el ordenador junto a los zapatos de los niños, que ellos han dejado preparados al efecto.

Incluso se les dice a los niños que tienen que escribir una carta a los Reyes en la que pidan lo que quieran, y eso es, en realidad, para que lo sepan los padres.

Y se dice –y casi nunca se lleva a efecto- que al niño que se ha portado mal, Sus Majestades de Oriente le dejan carbón.

Nunca –desde que desenfundé mi primera neurona- he estado de acuerdo con esta costumbre que se basa en la mentira. Y es así que hace un momento he llamado a mi hermano y le he aclarado que de Reyes, nada. Nos hemos puesto de acuerdo en que diría a mi ahijada que era un regalo del tío Miguel…, y al que no le guste, que se ponga hojas.

Porque estoy firmísimamente convencido de que la primera virtud humana es la sinceridad (de las sobrenaturales, la más excelsa es la caridad, pero el sostén de todas, la humildad). Persona que de bien pronto destierra del horizonte de toda su vida la posibilidad de cualquier mentira, por aparentemente pequeña que sea, es persona que no mentirá a los demás, pero, más que eso, ni se engañará a sí mismo, ni tratará ridículamente de engañar a Dios.

Persona que así vive es, además, persona que desarrolla un amor a la verdad que se le vuelve hambre de cultura y de justicia, y, lo que es más importante, aquel sentido crítico en todas las cosas que hará que pueda equivocarse, pero sus errores de juicio no serán jamás culpables. Porque siempre, cuando venían a decirle algo, él puso el filtro. Y eso es totalmente compatible con la fidelidad enteriza al Magisterio de la Iglesia, aceptado incluso antes de conocer su contenido.

Me decís que no son mentiras. Que no son pecado. Que son piadosas, llamadas mentirijillas. Que son con buen fin. Que no hacen daño a nadie. «Decid, Don David, decid», se lee en La venganza de Don Mendo, de Pedro Muñoz Seca. Pero resulta que también se prosigue: «Hablad, buen abad, hablad». Y ahora va a hablar el abad.

Y dice:

  1. Estos engaños a los niños son mentiras propias y verdaderas. El Catecismo de la Iglesia Católica (n.º 2482) me define la mentira: «Decir falsedad con intención de engañar» (S. Agustín) [1]. Si se me dice que la intención es regalar, rebato diciendo que esa es la intención segunda (extrínseca), o intención del engaño, porque la intención primera (intrínseca) es que el niño se crea lo de los reyes; por tanto, engañar.
  1. Toda mentira es pecado. El Catecismo (2482) las incluye entre las ofensas a la verdad. Y cita Ef 4,25: «Apartándoos de la mentira, que cada uno diga la verdad a su prójimo»; y 1 Pe 2,1, que nos invita a vivir «habiéndoos despojado de toda malicia y de todo engaño, de hipocresías, envidias y de toda suerte de maledicencias». Pero también leemos en Ecclo 20,26-28: «La mentira es un oprobio en el hombre… Es preferible un ladrón a un mentiroso habitual, aunque los dos compartirán la ruina. El hábito de mentir es una deshonra humana [y esto de los Reyes ya pasa de hábito: es casi obligación, de la que servidor se zafa], y siempre le acompañará la vergüenza.» Jesús habla en Jn 8,44 de uno que «no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él»…: se trata del demonio. Por todo eso, dice el Catecismo (2485): «La mentira es condenable por su misma naturaleza […]. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad».
  1. No existen mentiras piadosas ni mentirijillas. Cierto que los pecados son leves o graves. Y parece seguro que la mentira regia es leve. Bien. Pero esa es una división según el acto cometido (su objeto, su fin y sus circunstancias). ¿Podemos verlo desde el punto de vista del ofendido y su grandeza infinita? Si así lo hacemos, veremos en seguida que cualquier ofensa a Dios es un cataclismo escalofriante, una subversión pavorosa del orden de la naturaleza y un acto por el cual trepamos al cielo, escupimos a la cara de Dios y se la partimos con los restos de su trono. Un solo pecado, una sola mentirijilla, hubiese sido motivo para la pasión y muerte de Jesús. Habla el B. cardenal Newman:

La Iglesia Católica sostiene que si el sol y la luna se desplomaran, y la tierra se hundiera y los millones que la pueblan murieran de inanición en extrema agonía […], todo ello sería menor mal que no que una sola alma, no digamos se perdiera, sino que cometiera un solo pecado venial, dijera deliberadamente una mentira o robara, sin excusa, un penique [2].


Llamar mentirijilla a algo peor que la muerte de todos parece un si es no es frívolo, ¿no es cierto? Y si os parece piadoso, quién sabe si no tendré que llamar a alguien genocida. Por lo demás, ni ningún pecado es piadoso, ni jamás pudo existir mayor contradicción en los términos.

  1. El fin no justifica los medios. Y es uno de los primeros principios de la moral. Sin duda puede costar entenderlo, pero solo hay que reflexionar así: no puedo obrar mal por un bien, porque obrar mal está mal. Por eso, el razonamiento se detiene ahí. El mal es mal. A otra cosa, mariposa.
  1. La mentira regia sí hace daño. Es el punto central, si es que Dios no estuviera implicado.

a) La víctima lo es cuando, pasados unos años, entiende o le dicen que los regalos los hacen los padres, y ningún rey de Oriente ni el rey que rabió. En ese momento, percibe, consciente o inconscientemente, que no hay problema en mentir: sus padres lo han hecho con él todos esos años. Y a él no le valen todos esos subterfugios de la mentirijilla, de que el fin justifica los medios, de que los pecados veniales, al fin y a la postre, no son pecados, etc. No le valen –porque no puede entrar en ese estilo del pensamiento adulto-, y menos mal que no le valgan. Porque vale más –y me refiero a las del niño- una mentira que engaña que una mentira que para engañar se engaña.

No debe olvidarse que, a todo esto, papá y mamá se han pasado el tiempo diciéndole que mentir está muy feo, prohibiéndoselo y castigándole cuando mentía. Y ahora resulta que no; que, en realidad, sí que se puede. Y el niño no entiende –porque Aristóteles tampoco entendería-, pero el niño se apresta a jugar en la vida con el arma de la mentira.

 

b) No se vayan todavía. Evidentemente, descubierto el camelo, hay que ser muy lerdo para no pensar, por un lado, que a lo mejor en otras cosas también me han camelado, y por otro, que a partir de ahora tendré que dudar de lo que papá y mamá me digan. Con lo cual tenemos que la estúpida costumbre -«¡para que el niño sea feliz…!»- ha introducido en la casa el veneno, la duda, la división. Papá y mamá han caído de su pedestal. Y es que el problema que tiene mentir es que yo, cuando me lo hacen, ya nunca jamás sabré si aquella persona está mintiéndome de nuevo o está diciéndome la verdad.

Esta misma tarde, me han contado que un padre explicó a su hijo que «los Reyes somos nosotros». El crío rompió a llorar en una crisis acaso histérica, gritando a padre y madre: «¡Os odio! ¡Os odio!» Y no solo eso, sino que la madre me comentaba: «Quizá por eso ahora no cree en nada». Si la conjetura acierta, el otrora niño gemebundo no tiene razón, pero esa desconfianza resultante de la estúpida costumbre –perdonad el adjetivo: temo por su alma-, la ha aplicado a lo que se le fue contando sobre la fe. «¿Eucaristía, dices? Como la de los Reyes será.»

Por eso, y porque en cierto modo resume todo lo dicho, acabo con otras palabras del Catecismo (2486):


La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que esta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.


Carbón y multa para los Reyes Magos.

Y a los camellos, garrotazo y tentetieso.


[1] De mendacio, 4, 5.

[2] Y esto se entiende perfectamente según lo que escribió Sto. Tomás, si no me equivoco (y palabra de más, palabra de menos): «El más pequeño de los bienes del orden de la gracia es más grande que el más grande de los bienes del orden de la naturaleza».

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