lunes, 27 de agosto de 2018

FRANCISCO, HOMBRE DE FE







FRANCISCO, HOMBRE DE FE
por Gilbert Forel, ofmcap

DE LOS SUEÑOS DE JUVENTUD A LA FE EN JESUCRISTO

Francisco se vio, en sueños, en la casa paterna, repleta de las armas de que se servían los caballeros. En el centro de la visión, una bella dama que él consideró de buenas a primeras como su novia. Una voz le anunció que estas armas eran para él y para sus soldados (2 Cel 6). En sí misma, esta visión no tiene nada de extraordinario. Como todos los buenos adolescentes, Francisco proyectó en su imaginación el porvenir que más le agradaba: amor, caballería... Pero la voz que se hizo oír es más significativa. Es la voz de un ser que se interesa por él y por su porvenir; ser misterioso, poderoso, que le promete llevar a buen término este sueño de juventud. Todo adolescente experimenta ciertamente la necesidad de que un adulto tome en serio sus proyectos para el futuro y le ayude a realizarlos. En nuestro tiempo, sin embargo, esta necesidad raramente lleva a apoyarse en Dios, pues en el ambiente de una mentalidad religiosa por demasiado tiempo jurídica y moralizante, la juventud ha llegado a sospechar que Dios pone trabas al desarrollo de su libertad, que se opone a su deseo de «vivir». La imagen de un Dios ligada a prohibiciones y tabúes no puede más que ocasionar una crisis de la fe en el momento de la adolescencia.


Francisco, por su parte, asiente a esta voz que, a su vez, se conforma a sus proyectos para el futuro. Esta conformidad recíproca no impide al futuro caballero partir a la conquista de sus ascensos bajo las órdenes de Gauthier de Brienne (1 Cel 4; 2 Cel 6). Pero en Espoleto un nuevo sueño viene a refrenar la fuga del joven guerrero. Una voz más personal se hace oír: ¡la voz de Cristo! Sigue el diálogo esencial (2 Cel 6):

-«¿De quién puedes esperar más, del señor o del siervo?»

-«Del señor», responde Francisco.

-«¿Por qué, entonces, correr tras el siervo en lugar de buscar al señor?»

Este segundo sueño viene a explicar y precisar el primero. El interlocutor misterioso, en quien Francisco reconoce a Cristo, no viene a quebrar el sueño adolescente de vida y de grandeza. Como amigo, corrige lo que tal ensueño entraña de ilusión y desviación, pero lo hace sin imponer nada, aun cuando los términos de la elección sean claros: ¡el señor o el siervo!

Francisco acepta seguir al señor; haciendo esto, él acepta la Alianza que tendrá como meta renovar su ser. Francisco acepta no ser el único en crearse, él entra en la reciprocidad de la confianza. A su vez, Francisco, como Pablo, pregunta: «¿Qué queréis, Señor, que yo haga?»

La respuesta es enigmática: «Vuelve al país que te vio nacer; yo daré a tu visión una realización espiritual». Esto es poco, ¿pero puede el Señor ser más claro sin lesionar esa libertad que Él quiere promover, sin imponerse a su interlocutor que no tendría más elección que encerrarse en un inmovilismo en el que ya no tendría nada que buscar y nada que crear, puesto que todo se le daría desde el mismo punto de partida? La vida no se da de una vez para siempre, es necesario inventarla día tras día.

En este encuentro es extraordinaria la actitud de Cristo. Francisco permanece al centro de estos sueños de juventud en los que está en juego su porvenir y la adquisición de su libertad. Pero el proyecto es tan vasto y tan vago que Cristo viene a darle cuerpo y a precisarlo aportándole su propia idea sobre el futuro del joven. Su intervención es la de un amigo que es parte interesada en la empresa, mas sabe permanecer discreto. Francisco es invitado a superar, por sí mismo, su sueño de juventud, en una creación personal. La intervención del Señor es suficientemente misteriosa y anónima para reservar al joven un campo libre en el que podrá ejercer y desarrollar su personalidad recién adquirida.

A la iniciativa de Cristo responde la fe de Francisco. En el curso de esta primera y decisiva experiencia, Dios se le aparece como un ser todopoderoso y fiel, que viene por sí mismo al encuentro del hombre para ayudarle a realizar lo que todavía no tiene más consistencia que la de un sueño. Mas por muy próximo que esté, este ser permanece inasequible, indescifrable en su misterioso designio sobre el porvenir de Francisco. Es al filo de los días y de los acontecimientos cuando el Señor irá desvelando al joven cuáles son sus designios sobre él, más allá de la visión inicial.

Para expresar su fe, Francisco debe, pues, abrirse al momento presente, al suceso fortuito susceptible de desvelarle un rasgo nuevo del proyecto divino. Esta disponibilidad al momento presente y a los descubrimientos de la vida le permitirá sustituir progresivamente su propio sueño por el proyecto divino. Es así como tras su primer sueño, Francisco responde a la voz misteriosa partiendo a la guerra para obtener el título de caballero. Y lo mismo, después del sueño de Espoleto, renunciando a su expedición. En Asís, adonde el Señor le ha dicho que vuelva, y en el cuadro de su vida normal, comprenderá poco a poco todo el alcance de su sueño juvenil. Haciendo esto, Francisco expresa su fe, una fe ya total, puesto que él es enteramente fiel a lo que se le pide. A cambio, Cristo se muestra también fiel, incluso en la discreción con que envuelve su intervención. Nada se le revela a Francisco tras su retorno a Asís; el futuro caballero deberá inventar él mismo su vida sobre la marcha. Sin embargo, dado que Cristo ha barrido la tentación de las aventuras guerreras, Francisco tendrá que realizarse teniendo en cuenta esta eliminación: el porvenir está en otra parte. Al modo como Cristo se ha rebajado hasta hablarle, Francisco deberá elevarse a una mentalidad nueva. Su mirada debe transformarse para descubrir los nuevos cauces de su realización personal: Tu visión recibirá de mí una realización espiritual.

El futuro de Francisco está en juego en este encuentro con Cristo y en la alianza subsiguiente. La seguridad de la que Cristo da pruebas, deja entender que Él conoce ya la meta, aun cuando no desvele el camino a seguir. Este porvenir engloba necesariamente todo el ser de Francisco -humano y espiritual- ya que el hombre, carne y espíritu, no es más que uno. Esta unidad, que el hombre no puede realizar solo a causa de sus tendencias diversas y opuestas, Dios puede realizarla en colaboración con el hombre, en la medida en que Él es acogido y su alianza aceptada.

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