jueves, 26 de abril de 2018

LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS - LIBRO XII [Los ángeles y la creación del hombre] CAPÍTULO I Naturaleza única de los ángeles, tanto buenos como malos


San Agustín - Augustinus Hipponensis


LA CIUDAD DE DIOS
CONTRA PAGANOS
Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO XII
[Los ángeles y la creación del hombre]

CAPÍTULO I

Naturaleza única de los ángeles, tanto buenos como malos

1. Antes de ponerme a hablar de la creación del hombre, que mostrará el origen de las dos ciudades, en lo que se refiere a los seres racionales y mortales, como lo ha mostrado -así me lo parece- en lo referente a los ángeles; el libro último, antes de esto -digo-, me parece un deber tratar algo sobre los ángeles. Pretendemos aclarar, según nuestras posibilidades, cómo no es ningún despropósito ni absurdo alguno hablar de una sociedad para los hombres y los ángeles. Hay que hablar propiamente, pues, no de cuatro (a saber, dos de ángeles y dos de hombres), sino más bien de la creación de dos ciudades o sociedades: una entre los buenos y la otra entre los malvados, tanto para los ángeles como para los hombres.

2. No se puede poner en duda que las apetencias contrarias entre sí de los ángeles buenos y malos no se debe a una diversidad de naturaleza, de principios, sino de voluntades y apetitos, siendo como es Dios, autor y creador bueno de todas las sustancias, quien los ha creado a ambos. Pero mientras unos se han mantenido en el bien, común a todos, que para ellos es Dios mismo, y en su eternidad, en su verdad, en su amor; otros, complaciéndose más bien en su valer personal, como si fuese su propio bien, se apartaron del supremo bien, fuente universal de felicidad, seducidos por su propia excelencia: cambiaron el fasto de su orgullo por una eternidad gloriosa; la astucia de su vanidad, por la verdad más cierta; las pasiones de partido, por el amor personal; así es como se hicieron soberbios, arteros, envidiosos.

La causa de su felicidad está en su unión con Dios; de ahí que el origen de su miserable estado haya que buscarlo en algo contrario: en la separación de Dios.



Si alguien nos pregunta por qué unos son bienaventurados, ésta es la respuesta correcta: porque están unidos a Dios. Y si pregunta por qué otros ángeles son desgraciados, he aquí la respuesta correcta: porque están separados de Dios. Para la criatura racional o intelectual no hay bien posible que la haga feliz más que Dios. Y aunque no todo ser creado puede ser feliz (la bestia, por ejemplo; un leño, una piedra, etc., no pueden alcanzar, no son capaces de este don); sin embargo, los que lo pueden ser no lo son por sí mismos, puesto que han sido creados de la nada, sino por aquel que los ha creado. Poseerlo es su felicidad; perderlo, su desgracia. Sólo quien es feliz por ser él mismo su propio bien, sin recibirlo de nadie, es quien no puede ser desgraciado, porque a sí mismo no se puede perder.

3. Sólo hay, decimos, un bien inmutable: Dios; único, verdadero, feliz. Cuanto Él ha creado es bueno, lo decimos sin dudar, porque ha sido hecho por Él; pero es mutable, no por proceder de Él, sino por salir de la nada. Esos bienes mudables, aunque no son el bien supremo, puesto que mayor bien que ellos es Dios, con todo son importantes, ya que pueden lograr su felicidad uniéndose al bien inmutable. Éste hasta tal punto es un bien para ellos, que sin él son irremediablemente desgraciados. Y no digamos que el resto de las criaturas del universo son mejores por no ser capaces de infelicidad: no es justo afirmar que los demás miembros de nuestro cuerpo son mejores que los ojos precisamente porque no pueden quedarse ciegos. Mejor es la naturaleza sensible, incluso cuando siente un dolor, que una piedra, que jamás podrá sentirlo. Lógicamente, una naturaleza dotada de razón es más excelente, aunque sea desgraciada, que la carente de razón o sensibilidad, a la que no es posible la desgracia.

En consecuencia, el estar separada de Dios constituye un desorden vicioso para esta clase de seres, dotada de una tal excelencia que, aun siendo mudable, su felicidad está en unirse al bien inmutable, es decir, al sumo ser: Dios; y no colma su indigencia más que siendo feliz, y nada la puede colmar más que Dios. Ahora bien, todo vicio daña a la naturaleza, es contra naturaleza. La que se une a Dios no se diferencia de la otra en su naturaleza, sino en el vicio contraído. A pesar de todo, incluso viciada, aparece la gran excelencia y el valor de la naturaleza en sí. Cuando vituperamos la corrupción de alguien, estamos, sin duda, ensalzando a su naturaleza. La rectitud de la censura de un vicio estriba en que éste deshonra una naturaleza noble. Así, por ejemplo, llamar ceguera al vicio de los ojos es proclamar que los ojos, por naturaleza, tienen vista; llamar sordera al vicio de los oídos es proclamar que el oír pertenece a la naturaleza del oído. Del mismo modo, cuando expresamos como desorden vicioso en la naturaleza angélica el que esté separada de Dios, estamos abiertamente declarando que es propio de su naturaleza la unión con Dios.

Por otra parte, ¿quién podrá concebir adecuadamente o expresar en palabras la gloria tan grande que supone el estar unido a Dios, hasta el punto de vivir para Él, participar de su sabiduría, y de su felicidad; disfrutar de tan inmenso bien sin peligro de muerte, ni de error, sin molestia alguna? No hay duda: puesto que todo vicio perjudica a la naturaleza, incluso el vicio de los ángeles malos, que es su separación de Dios, pone claramente de manifiesto que Dios ha creado su naturaleza con un tal grado de bondad, que estar sin Dios le es perjudicial.

CAPÍTULO II

Ninguna esencia es contraria a Dios, puesto que es no ser lo que 
se muestra contrario al ser sumo y eterno

Sirvan estos razonamientos para salir al paso de quienes, al hablar de los ángeles apóstatas, puedan concluir que son de distinta naturaleza, como surgidos de otro principio, y, por tanto, Dios no es el autor de su naturaleza. Se verá uno libre de este impío error con tanta más soltura y facilidad, cuanto con más profundidad comprende lo que dijo Dios por medio del ángel cuando trataba de enviar a Moisés a los hijos de Israel: Yo soy el que soy1. Dios es la esencia suprema, es decir, el que existe en grado sumo, y, por tanto, es inmutable; ahora bien, al crear las cosas de la nada, les dio el ser; pero no un ser en sumo grado, como es Él, sino que a unas les dio más ser y a otras menos, creando así un orden de naturaleza basado en los grados de sus esencias. Así como de la palabra sapere (saber) se ha derivado sapientia (sabiduría), así del verbo esse (ser) se ha derivado essentia (esencia), término nuevo, por cierto, no usado por los antiguos autores latinos, pero ya empleado en nuestros días: no iba a carecer nuestro idioma del término griego οὐσία. Este término se traduce literalmente por essentia.

Concluyendo, pues: la naturaleza que existe en sumo grado, por quien existe todo lo que existe, no tiene otra contraria más que la que no existe. Al ser se opone el no ser. Por eso a Dios, esencia suprema y autor de todas las esencias, cualesquiera sean ellas, no se opone ninguna esencia.

CAPÍTULO III

Qué enemigos tiene Dios, no por naturaleza, sino por contraria voluntad. 
Ésta perjudica a una naturaleza buena, ya que el vicio, si no perjudica, no existe

La Escritura llama enemigos de Dios a quienes se oponían a su dominio no por naturaleza, sino por sus vicios, incapaces de causarle a Él daño alguno, y causándoselo a sí mismos. Son enemigos por su voluntad de resistencia, no por su poder lesivo. Porque Dios es inmutable y absolutamente incorruptible. De aquí que el vicio por el que se oponen a Dios los que se llaman sus enemigos no es un mal para Dios, sino para ellos mismos. Y esto por la única razón de que daña el bien de su naturaleza. No es, pues, contraria a Dios la naturaleza, sino el vicio: el mal es contrario al bien. Y ¿quién negará que Dios es el supremo bien? Por eso el vicio es contrario a Dios, como lo es el mal al bien.

Pero la naturaleza, dañada por el vicio, es un bien, y, naturalmente, el vicio le es contrario. A Dios sólo se opone el vicio como el mal al bien; en cambio, a la naturaleza viciada, no sólo como mal, sino como un daño. No existen males nocivos para Dios: solamente los hay para las naturalezas mutables y corruptibles, que a su vez son buenas, como lo demuestran los mismos vicios. Si no fueran buenas, nada podrían dañarles los vicios. Porque ¿cuál es el efecto de este daño, sino privarlas de su integridad, de su hermosura, de su salud, de su virtud o de cualquier otro bien natural que el vicio suele destruir o rebajar? Si falta en absoluto y no causa daño, privando de algún bien, no es vicio. No es posible la existencia del vicio sin causar daño. De aquí se sigue que, a pesar de su impotencia para dañar al bien inmutable, a nada puede dañar sino al bien, sólo se encuentra en el bien que daña.

Este mismo pensamiento lo podríamos formular así: existe el vicio; no puede existir en el bien supremo, y, sin embargo, sólo puede hallarse en algo bueno. Los bienes pueden existir en cualquier parte solos; los males puros, en ninguna parte. Las mismas naturalezas viciadas por su mala voluntad son malas en cuanto que son viciosas, pero en cuanto naturalezas, son buenas. Y cuando una naturaleza corrompida sufre castigo, hay otro bien, además de la misma naturaleza: el de no quedar impune. Esto es justo, y todo lo justo es un bien, sin género de dudas. Nadie sufre castigo por sus defectos naturales, sino por los voluntarios. Y el vicio que por efecto de la costumbre se ha arraigado fuertemente, hasta formar una segunda naturaleza, tuvo su origen en la voluntad. Hablamos ahora de los vicios de la naturaleza dotada de una mente capaz de la luz intelectual, que discierne lo justo de lo injusto.

CAPÍTULO IV

La naturaleza de los seres irracionales o sin vida no desdice, 
en su género y en su orden, de la belleza del universo

Por lo que se refiere a los defectos de los animales, las plantas y otros seres mutables y mortales que carecen totalmente de inteligencia, de sentidos o de vida, cuya naturaleza corruptible termina por descomponerse, sería una torpeza creer que son culpables. Estas criaturas han recibido, por libre decisión del Creador, una modalidad tal en su ser que, desapareciendo unas para dar lugar a las otras, sean las protagonistas en su género de la hermosura temporal en el grado más ínfimo de este mundo, según la exigencia de cada parte. Los seres terrestres no tenían por qué ser idénticos a los celestes; el universo no iba a carecer de aquéllos por ser éstos más perfectos. Cuando cada uno de estos seres está en el puesto que le corresponde, y gracias a la muerte de unos pueden nacer los otros; cuando los más débiles sucumben ante los más fuertes, contribuyendo los vencidos a perfeccionar a los vencedores, se da entonces el orden de los seres transitorios.

Si la belleza de este orden no nos resulta agradable, es porque, insertos como estamos en un sector del mundo, por nuestra condición mortal, no podemos percibir el conjunto al que se amoldan con armonía y proporción sumas las pequeñas partes que nos desagradan a nosotros. De ahí que cuanto más ineptos somos para contemplar la obra de Dios, con tanta mayor razón se nos impone la fe en la providencia del Creador, no sea que caigamos en la temeridad, humana e insensata, de reprender en algo la obra de un tan eminente artífice. Además, bien consideradas las cosas, los defectos propios de los seres terrenos, involuntarios y, por tanto, no punibles, están enalteciendo las naturalezas mismas, creadas todas por Dios sin excepción, y lo hacen por idénticas causas, que por nuestros vicios nos resulta desagradable verlas privadas de aquello precisamente que nos agrada en su naturaleza. A no ser que incluso estas naturalezas se vuelvan nocivas al hombre, como ocurre con frecuencia, y las desprecie no en cuanto naturalezas, sino como contrarias a su utilidad: tal es el caso de las alimañas innumerables que sirvieron de castigo a la soberbia de los egipcios.

Por esta misma lógica se podría vituperar también al sol, puesto que a algunos delincuentes o deudores insolventes los condena el juez a ser expuestos al rigor del sol. Una naturaleza da gloria a su artífice, no en relación con las ventajas o desventajas que se nos sigan a los hombres, sino en sí misma considerada. Así, el fuego eterno es laudable por naturaleza, a pesar de que su destino sea el castigo de los impíos. ¿Qué hay más hermoso que el fuego, llameante, vigoroso, resplandeciente? ¿Qué más útil para calentar, curar o cocinar? Y, sin embargo, nada más perjudicial que él cuando quema. Aquí tenemos cómo un mismo elemento empleado de una forma es pernicioso, y aplicado convenientemente resulta utilísimo. ¿Quién será capaz en palabras de enumerar todas sus ventajas en el mundo entero? No hay por qué hacer caso de quienes en el fuego ensalzan la luz, detestando, en cambio, su ardor. Éstos se dejan guiar no por su misma naturaleza, sino por sus ventajas o sus desventajas. Quieren verlo, mas no quieren quemarse. Pero no caen en la cuenta de que esa misma luz, que a ellos, por supuesto, les agrada, no conviene a ojos enfermos y les perjudica, mientras que su calor, que a ellos les desagrada, es conveniente a ciertos animales y en él encuentran una vida sana.

CAPÍTULO V

Todas las clases y grados de naturaleza son un canto de alabanza al Creador

Todas las naturalezas, por el hecho de existir y, por consiguiente, tener su propia ley, su propia belleza y una cierta paz consigo mismas, son buenas. Y mientras están situadas donde deben estar, según el orden de la naturaleza, conservan todo el ser que han recibido. Las que no han recibido un ser estable sufren una mutación a mejor o peor, según las circunstancias cambiantes de las cosas, sujetas a la ley que les fijó el Creador. Buscan siempre, por providencia divina, aquel fin asignado por el plan de gobierno universal. Pero esta gigantesca corrupción que impulsa a las naturalezas mudables y mortales a su destrucción ha de reducir al no ser lo que era, pero de forma que no impida el resurgir de ahí, como consecuencia, los seres que deben seguir existiendo. Según esto, Dios, el ser supremo, y por ello el hacedor de toda esencia limitada en su ser (no puede ser igual a Él lo creado de la nada, ni tampoco podría existir en absoluto si no hubiera sido hecho por Él), Dios -repito- no es censurable por defecto alguno con que nos podemos tropezar en las naturalezas, y sí debemos alabarlo por la contemplación de todas ellas.

CAPÍTULO VI

Causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos y de la desgracia de los malos

Deducimos como verdad incontestable que la causa de la felicidad de los ángeles buenos está en su adhesión al Ser supremo. Cuando, por el contrario, nos preguntamos por el origen de la desdicha de los ángeles malos, la respuesta brota ella sola: el estar separados de este supremo Ser y orientados hacia sí mismos, seres limitados. ¿Y qué otro nombre tiene este defecto, sino el de soberbia? Porque el origen de todo pecado es la soberbia2. Estos ángeles se negaron a reservar para Dios su fortaleza3. Ellos, que habrían sido mucho más excelentes por su adhesión al sumo Ser, al preferirse a sí mismos prefirieron una mayor disminución en su ser. He aquí la primera deficiencia, la primera indigencia, el primer vicio de su naturaleza, creada no para ser en grado supremo y, sin embargo, destinada a gozar del supremo Ser para conseguir su felicidad: si de Él se aparta, no es que quede reducida a la nada, sino que queda disminuida, originándose de aquí su desgracia.

¿Cuál es la causa eficiente de esta mala voluntad? No la encontramos. ¿Qué es lo que vuelve mala la voluntad, siendo ella la que hace mala una obra? La mala voluntad es la causante del acto malo; pero no hay nada que sea causante de la mala voluntad. Y si lo hay, sucede una doble hipótesis: que tenga a su vez alguna voluntad o que no la tenga. Si la tiene, será buena o será mala. Y si es buena, ¿quién dirá, en sana cordura, que una voluntad buena sea causante de otra mala? Habría que concluir que una voluntad buena es causa de pecado, lo que es un absurdo superlativo. Pero supongamos que esa tal realidad, causa hipotética de la mala voluntad, tiene ella misma mala voluntad: en este caso yo sigo preguntando, lógicamente, por el origen de esta mala voluntad. Así que, para poner un límite a la discusión: ¿cuál es la causa de la primera voluntad mala? Y una mala voluntad nunca será primera si ha sido causada por otra. Para ser primera tiene que surgir de sí misma, porque si la precede otra, origen de ella, ésta es la primera, causante de la otra.

Quizá se pueda responder que nadie la ha originado y, por tanto, ha existido siempre; en este caso mi pregunta es: ¿ha estado inherente a alguna naturaleza? Porque si no lo ha estado, no ha existido en absoluto. Pero si ha estado en alguna naturaleza, entonces la estaba viciando y corrompiendo, le era nociva y la estaba privando de algún bien. Por eso la mala voluntad no podía estar en una naturaleza mala, sino en una buena, aunque sujeta a mutación, susceptible de algún daño por este defecto. Si no le causó perjuicio alguno, por supuesto que no se trataba de un defecto, y, por tanto, hay que decir que tampoco hubo mala voluntad. Pero si le causó daño, ciertamente lo causó por quitarle o disminuirle un bien. No es posible una mala voluntad eterna en un ser en el que ha precedido el bien de su naturaleza, que la mala voluntad puede arrebatarle. Ahora bien, si no era eterna, sigo preguntando: ¿quién la ha causado?

He aquí la única respuesta: la causa de la voluntad mala fue un ser que no tenía en sí ninguna voluntad. Y ahora pregunto: ¿esta realidad es superior, es inferior o es igual a ella? Si se trata de algo superior, es mejor que ella. ¿Cómo, entonces, no va a tener voluntad alguna; mejor dicho, cómo va a carecer de buena voluntad? La misma conclusión se da en el caso de ser igual a ella: si dos tienen una voluntad igualmente buena, no puede causar uno mala voluntad en el otro.

Por exclusión ha de ser una realidad inferior a la voluntad, una realidad privada de ella, la causante de la mala voluntad en la naturaleza angélica, que fue la primera en pecar. Sin embargo, esta realidad, por muy inferior que ella sea, incluso lo más ínfimo de lo terreno, es una esencia, una naturaleza y, por tanto, es buena sin discusión. Tiene su ley, su propia belleza, dentro de su género y su orden. ¿Cómo, pues, una cosa buena puede ser causa eficiente de una voluntad mala? En otras palabras: ¿cómo el bien puede ser causa del mal? Porque cuando la voluntad abandona lo superior y se vuelve hacia las cosas inferiores, se hace mala; y no por ser malo aquello hacia lo que se vuelve, sino porque es malo el hecho de volverse. Así, pues, no es un ser inferior el que ha originado la mala voluntad, sino la misma voluntad. Se ha hecho mala a sí misma, apeteciendo perversa y desordenadamente una realidad inferior.

Supongamos dos hombres con las mismas disposiciones corporales y anímicas; los dos ven la hermosura de un cuerpo, y al punto uno de ellos concibe el deseo de disfrutar ilícitamente de él, mientras que el otro permanece estable en una voluntad casta. ¿Cuál nos parece la causa de que en uno haya mala voluntad y en el otro no? ¿Qué ser la ha causado en quien la tiene? No ha sido la hermosura, ya que no ha producido mala voluntad en ambos, siendo así que ella se ofrece de la misma forma a la vista de los dos. ¿Será culpable tal vez la carne de quien la miró? ¿Y por qué no lo fue también en el otro? ¿O tal vez fue el espíritu? ¿Y por qué no en los dos, puesto que ambos, por hipótesis, gozaban de las mismas disposiciones de cuerpo y de espíritu? ¿Habrá que decir que uno de ellos fue tentado por una secreta invitación del espíritu maligno? ¡Como si no consintiera por su propia voluntad a tal invitación o a cualquier otra insinuación! Quién sea el autor de este consentimiento, de esta mala voluntad que cede al mal consejero, es precisamente lo que tratamos de encontrar.

La misma tentación solicita a ambos: uno cede y cae en ella; el otro se mantiene fiel a sí mismo. Si queremos resolver esta dificultad, ¿qué solución se ofrece, sino el decir que uno quiso renunciar a su castidad y que el otro no? ¿De dónde procede tal querer más que de la propia voluntad, puesto que ambos tenían las mismas disposiciones corporales y espirituales? Idéntica belleza se presentó ante los ojos de ambos, una misma tentación secreta les solicitó.

Si queremos saber cuál fue la causa de la mala voluntad en uno de ellos, tras una profunda reflexión, no encontramos respuesta. ¿Diremos que el causante ha sido el individuo mismo? ¿Y qué era él antes de su mala voluntad sino una naturaleza buena, creada por Dios, el bien inmutable? Admitamos que uno consiente en las insinuaciones del tentador a disfrutar ilícitamente de un cuerpo atractivo, mientras que el otro resiste, habiéndolo visto ambos igualmente, y en igualdad de condiciones en su cuerpo y en su espíritu, y afirmemos que es él mismo quien ha sido la causa de su propia mala voluntad, ya que antes había sido bueno; ahora pregunto: ¿por qué ha sido él la causa: por ser una naturaleza o por haber sido creada de la nada? He aquí la respuesta: la mala voluntad no ha surgido de la naturaleza en cuanto tal, sino del hecho de que la naturaleza ha sido hecha de la nada. Porque si la naturaleza es causa de una mala voluntad, ¿qué otra conclusión nos obligamos a deducir, sino que del bien sale el mal, que el bien es causa del mal? En efecto, una naturaleza buena daría origen a una mala voluntad. ¿Cuál podrá ser, pues, la causa de que una naturaleza buena, aunque mutable, antes de tener mala voluntad, haga algo malo, por ejemplo, esa misma mala voluntad?

CAPÍTULO VII

No hay que buscar una causa eficiente de la mala voluntad

Que nadie se empeñe en buscar una causa eficiente de la mala voluntad. No es eficiente la causa, sino deficiente, puesto que la mala voluntad no es una eficiencia, sino una deficiencia. Así es: apartarse de lo que es en grado supremo para volverse a lo que es en menor grado; he ahí el comienzo de la mala voluntad. Querer encontrar las causas de estas defecciones, dado que no son eficientes, sino deficientes; es como si alguien quisiera ver las tinieblas u oír el silencio. Ambas cosas nos son conocidas por los ojos unas y por los oídos el otro, pero no precisamente porque las lleguemos a sentir, sino por la privación de sensación.

Que nadie busque saber de mí lo que yo sé que no sé, excepto, tal vez, el aprender a ignorar lo que es preciso saber que no se puede saber. Cierto, lo que se conoce no por su percepción, sino por su privación, de alguna manera se conoce ignorándolo -si es que así podemos hablar y entender- y se lo ignora conociéndolo. Así, cuando la vista del ojo corporal se proyecta hacia las formas materiales, en ninguna parte ve las tinieblas, a no ser cuando comienza a no ver. Lo mismo ocurre cuando se trata del silencio: sólo le corresponde al oído el percibirlo, pero con la particularidad de que lo percibe sólo cuando no oye nada. Igual sucede en lo que se refiere a las formas inteligibles: nuestra mente las percibe entendiéndolas. Pero cuando faltan, se da cuenta, ignorándolas. Por eso, ¿quién conoce los pecados?4

CAPÍTULO VIII

El amor, una vez pervertido, hace que la voluntad se aparte 
del bien inmutable hacia el bien mutable

Una cosa sí sé, y es que la naturaleza de Dios jamás, en ninguna parte, y de ningún modo, puede fallar, y que sí pueden fallar las naturalezas hechas de la nada. Éstas, cuando en la cumbre de su ser hacen el bien (es entonces cuando hacen algo), tienen causas eficientes. En cambio, cuando fallan y, por tanto, hacen el mal (¿qué hacen entonces, sino la pura nada?), tienen causas deficientes. Sé también que en aquel que se da la mala voluntad sucede algo que si él no quisiera, no sucedería, y, por tanto, su deficiencia es voluntaria y no necesaria, mereciendo justo castigo por ello. Porque se aparta no hacia algo malo en sí, sino de una manera mala, es decir, no va hacia naturalezas malas, sino que va mal por separarse del sumo Ser hacia seres inferiores, en contra del orden natural.

La avaricia no es un vicio del oro, sino del hombre que ama perversamente el oro, dejando a un lado la justicia, que debió ser puesta muy por encima del oro. La lujuria tampoco es defecto de la hermosura y suavidad corporal, sino del alma que ama perversamente los placeres corporales, descuidando la continencia, que nos dispone para realidades más hermosas del espíritu y mayores suavidades incorruptibles. No es la jactancia un vicio de la alabanza humana, sino del alma que ama desordenadamente ser alabada de los hombres, despreciando la llamada de su propia conciencia. No es la soberbia un vicio de quien otorga el poder o del poder mismo: lo es del alma que ama perversamente su propia autoridad, despreciando la autoridad justa de un superior.

Así, pues, quien ama desordenadamente el bien de cualquier naturaleza, aunque llegue a conseguirlo, él mismo en ese bien se convierte en malo y desgraciado, privándose de un bien mejor.

CAPÍTULO IX

Uno mismo es el creador de la naturaleza de los ángeles santos y el autor de su buena 
voluntad, por la caridad que en ellos derramó el Espíritu Santo

1. No existe, pues, en la voluntad mala una causa eficiente que tenga naturaleza o, si se permite decir, esencia. En ella da comienzo el mal de los espíritus sujetos a mutación. Este mal disminuye o corrompe el bien de la naturaleza. Una voluntad así no es producto de una defección por la que se abandona a Dios. La causa de esta defección es también una defección en sí. Pues bien, si afirmásemos que tampoco la buena voluntad tiene causa eficiente, correríamos un riesgo: dar pie a la creencia de que la buena voluntad de los ángeles buenos es increada, coeterna con Dios. Pero el hecho es que ellos han sido creados; ¿cómo vamos a decir que su voluntad es increada? Descartado, pues. Pero, dado que ha sido creada, ¿lo ha sido simultánea con ellos o fueron ellos primero creados, desprovistos de tal voluntad buena? Si con ellos, es indudable que su autor es el mismo que el de los ángeles. En tal caso, nada más ser creados se unieron a su Creador con el mismo amor que recibieron al ser creados. Precisamente los malos están separados de su compañía porque los buenos permanecieron en esa buena voluntad y, en cambio, los malos la abandonaron. Pero ciertamente no la hubieran dejado si no hubieran querido.

Supongamos que los ángeles buenos fueron creados antes, sin buena voluntad, y que ellos, sin concurso de Dios, la han producido en sí mismos: en tal caso se habrían hecho mejores de lo que Dios los hizo... ¡Ni pensarlo! ¿Qué eran, sin buena voluntad, más que malos? Porque si no eran malos, por no haber surgido en ellos mala voluntad (no podían haberse apartado de la que aún no habían comenzado a tener), por supuesto que tampoco eran tan buenos como cuando comenzaron a tener voluntad buena. Pero si no fueron capaces de hacerse mejores de lo que eran al crearlos Aquel cuyas obras nadie supera, en este caso la misma buena voluntad, que a ellos los hizo mejores, no la hubieran podido tener sin el concurso del Creador. Lo que la buena voluntad logró fue el dirigirlos no hacia sí mismos, seres de menor grado, sino hacia el que es en grado supremo; se adhirieron a Él y pudieron llegar a ser en mayor grado, consiguiendo por su participación sabiduría y felicidad. ¿Qué concluimos sino que esa voluntad, aun buena, si permanece en un puro deseo, queda vacía, a no ser que Aquel que ha hecho capaz de poseerle a la naturaleza buena, creada de la nada, la hubiera mejorado, llenándola de sí mismo, después de haber excitado en ella un ansia viva de llegar a Él?

2. Hay otro punto que aclarar: si los ángeles buenos son autores de su propia buena voluntad, ¿lo han hecho con alguna voluntad o sin voluntad alguna? Si con ninguna, nada han hecho. Si con alguna, ¿esa voluntad era buena o mala? Si mala, ¿cómo puede ser una mala voluntad causa de otra buena? Y si era buena, entonces ya la tenían antes. Y a ésta, ¿quién la había causado sino Aquel que los creó dotados de buena voluntad, es decir, de amor puro, capaz de unirse a Él, creando a un tiempo su naturaleza y concediéndoles la gracia? Conclusión: los ángeles santos jamás han existido sin buena voluntad, es decir, sin amor a Dios.

¿Y qué sucedió con los otros ángeles, creados buenos, pero que ahora son malos? (Malos por propia voluntad mala, no como efecto de la naturaleza buena, sino por defección espontánea del bien, puesto que la causa del mal no es el bien, sino una falta de bien.) Varias son las hipótesis: o bien recibieron del amor divino un grado inferior de gracia que los otros, que permanecieron en su buena voluntad; o bien, si unos y otros han sido creados en el mismo grado de bondad, éstos cayeron por mala voluntad, mientras que los otros recibieron una ayuda especial que les diera plena certeza de no caer jamás, consiguiendo así la plena bienaventuranza. Así lo hemos expuesto en el libro anterior.

Es preciso, en fin, reconocer, como obligada alabanza al Creador, que no solamente se refiere a los hombres santos, sino que también de los santos ángeles se puede decir que el amor de Dios los inunda por el Espíritu Santo que les ha sido dado5. Tampoco es solamente de los hombres, sino primaria y principalmente de los ángeles aquel bien del que está escrito: Para mí lo bueno es estar junto a Dios6. Los que participan de este bien común constituyen entre sí y con Aquel a quien están unidos una santa sociedad, son la única ciudad de Dios; son su sacrificio viviente y su templo vivo.

Es hora ya, creo yo, de hablar del origen, bajo la misma acción del Dios creador, de esa parte integrada por hombres mortales y destinada a reunirse con los ángeles inmortales, que ahora anda peregrina por esta tierra o que, cumplida su vida mortal, descansa en los recónditos espacios y moradas de las almas, lo mismo que hemos hecho con los ángeles. El humano linaje, en efecto, tuvo su origen en un solo hombre, creado primeramente por Dios. Así lo atestigua la Sagrada Escritura, cuya autoridad con razón es admirable entre todas las naciones y en toda la redondez de la tierra: ella, bajo la acción puramente divina, predijo, entre otras verdades expresas, que se le daría fe.

CAPÍTULO X

Falsedad de las narraciones que conceden 
muchos miles de años a las épocas pretéritas

1. Pasemos por alto las conjeturas de quienes hablan sin saber lo que dicen sobre la naturaleza o la creación del género humano. Unos opinan que el hombre, lo mismo que el mundo, siempre ha existido. Ahí tenemos a Apuleyo, que describe así el género de los vivientes: «Uno por uno son mortales, pero en su conjunto esta raza es eterna». Se les puede argüir: si ha existido siempre el género humano, ¿hasta qué punto son verdaderas vuestras narraciones, según las cuales se asegura quiénes fueron los inventores de algunas cosas, quiénes los primeros creadores de las disciplinas liberales y de otras artes, quiénes los primeros habitantes de tal región o parte de la tierra, cuándo empezó a poblarse tal o cual isla? Y ellos responden: «Los diluvios y conflagraciones ocurridos de cuando en cuando han devastado no toda, pero sí gran parte de la tierra, hasta el punto de quedar reducidos los hombres a una mínima parte, volviendo de nuevo a repoblarse con su descendencia». Es así como se descubría y creaba todo, como si fuera por primera vez, cuando en realidad lo que se hacía era restaurar la civilización interrumpida y extinguida por aquellas gigantescas catástrofes. Por lo demás, el hombre no puede venir más que del hombre. Así hablan estos individuos, expresando lo que piensan, no lo que saben.

2. Los inducen a error también algunos escritos plagados de mentiras. Ellos las citan en su apoyo, y dicen que la Historia tiene ya muchos miles de años, siendo así que por la Sagrada Escritura no contamos siquiera seis milenios completos desde la creación del hombre. No quiero alargarme mucho en refutar el infundio de tales afirmaciones, que atribuyen muchos más miles de años al mundo, y cómo tales escritos no tienen competencia alguna en este campo. Baste citar la carta de Alejandro Magno a su madre Olimpia. Nos cuenta la historia de un sacerdote egipcio, indicándonos que ésta, extraída de los escritos sagrados de aquel país, contiene también las monarquías bien conocidas en la historia griega. Según esta carta, el reino asirio pasa de los cinco mil años, mientras que la historia griega les concede alrededor de mil trescientos a partir del reinado de Belo, reconocido también como el primer rey de Asiria por el citado sacerdote egipcio. A los Imperios persa y macedonio, hasta la llegada de Alejandro, a quien él se dirige, les asigna más de ocho mil años. Según los griegos, en cambio, el Imperio de Macedonia alcanzó cuatrocientos ochenta y cinco años hasta la muerte de Alejandro, y el de los persas hasta su caída, con la victoria de Alejandro, doscientos treinta y tres años.

Como se ve, estas cifras son muy inferiores a las egipcias, y ni multiplicándolas por tres llegarían a igualarlas. Porque parece ser que hubo un tiempo en que los egipcios tenían unos años tan cortos que no duraban más de cuatro meses. Así que el año real de hoy, para nosotros y para ellos, comprende tres de los antiguos suyos. Pero ni aun así concuerda la historia egipcia con la griega en la computación de los años. Es, por tanto, a la historia griega a la que hay que dar crédito, ya que no excede el número de años expresados en nuestras Escrituras, que son las realmente sagradas.

Si esta carta de Alejandro, que ha sido tan célebre, se aparta exageradamente de la probable historicidad de los acontecimientos, en lo que se refiere a la cronología, ¡cuánto menos son dignos de fe aquellos escritos plagados de viejas fábulas, que ellos han pretendido enfrentar a la autoridad de los tan conocidos libros divinos! Profetizaron éstos que se les daría crédito en todo el mundo, profecía que se ha cumplido. La veracidad de sus narraciones sobre hechos pretéritos queda demostrada por la exactitud con que se cumplen sus predicciones del futuro.

CAPÍTULO XI

Nueva opinión sobre el mundo: no es eterno -dicen-, pero hay que admitir 
innumerables mundos, o bien se trata del mismo, que, 
en un ciclo secular, está siempre naciendo y extinguiéndose

Hay otras opiniones sobre este mundo. Algunos, por ejemplo, no lo creen eterno. Pero dicen que no existe solo, sino que hay otros innumerables mundos. O también que es él solo, pero que en un período cíclico secular el mundo muere y vuelve a resurgir indefinidamente. Éstos deben admitir que los hombres han existido al principio, sin que haya habido otros que les hayan dado la existencia. Porque no creen, como los anteriores, que el orbe quedaba destruido en parte por inundaciones y abrasado por el fuego, sobreviviendo siempre un puñado de hombres, de donde volvía a repoblarse el mundo. Podrían también sostener, como ellos, que, aunque el mundo pereciera, quedaría con vida alguna parte de la Humanidad. Pero no es así: mantienen la tesis de que, así como el resto del mundo resurge de su propia materia, de igual modo el género humano brota de los elementos materiales, propagándose luego la raza de los mortales por vía generacional, como el resto de los animales.

CAPÍTULO XII

Respuesta a quienes se quejan del retraso de la creación del primer hombre

Hay quienes se resisten a admitir que el mundo no ha existido siempre, que tuvo principio, como defiende a todas luces incluso Platón, a pesar de que algunos sostienen que opinó lo contrario de lo que realmente dijo. A todos éstos ya les hemos dado respuesta al tratar del origen del mundo. Ésta misma será la respuesta a propósito de la primera creación del hombre, al dirigirme a quienes están inquietos preguntándome por qué Dios no lo creó en los anteriores espacios temporales, inconmensurables, infinitos, y aguardó tan tarde a crearlo: según las Escrituras sagradas, no más de hace escasamente seis milenios. Si les resulta chocante tal brevedad, y les parecen muy pocos los años desde la aparición del hombre, según se lee en los libros que gozan de autoridad entre nosotros, caigan en la cuenta de que no hay nada duradero si tiene un fin. Comparados con la eternidad interminable, los mismos espacios de siglos, que tienen fin, no hay que tenerlos como reducidos; son más bien nada.

Así, pues, supongamos que desde la creación del hombre hubieran transcurrido no cinco o seis mil años, sino incluso sesenta o seiscientos mil; sesenta o seiscientas veces más; seiscientas mil veces más, o multiplicando estas cantidades por sí mismas, hasta no disponer de cifras para expresar tales cantidades...; todavía se puede uno seguir preguntando, con idéntica razón, por qué Dios no creó antes al hombre. Porque la abstención creadora de Dios anterior al hombre es eterna y sin principio, tan prolongada que si se la intenta comparar con un período de tiempo, todo lo largo e inexpresable que se quiera, pero limitado por los confines de un espacio determinado, resulta relativamente más insignificante que una simple gota al lado del ancho mar, con todos los abismos del océano. La razón de ello estriba en que estos dos términos de comparación son finitos, por muy insignificante que uno sea y muy gigantesco el otro. En cambio, un período temporal que parte de un comienzo y es incluido por un límite, por lejano que se lo imagine, al compararlo con el que no tiene principio no sé si hay que tenerlo en muy poco o en nada. Si, por ejemplo, comenzamos desde el fin de un lapso de tiempo, tan vasto que ya no hay palabras para designarlo, y le vamos sustrayendo uno a uno instante tras instante, brevísimos siempre (como si le quitáramos días a la vida de un hombre desde hoy hasta el día en que nació), llegaríamos finalmente al principio de ese lapso. En cambio, si a una duración que no ha tenido principio le vamos quitando hacia atrás, no digo instantes, ni uno a uno, horas, días, meses, años a grandes cantidades, sino períodos tan largos de tiempos que sea imposible medir en años por un especialista de cálculo -aunque en realidad éstos se agotarían sustrayéndoles minuto a minuto- y le quitamos estos gigantescos lapsos de tiempo no una o dos veces, ni frecuentemente, sino constantemente, ¿qué sucede? ¿Qué conseguimos? No llegar nunca al principio, puesto que no lo tiene.

Este mismo interrogante que nosotros nos hacemos ahora, después de cinco mil años largos, pueden con la misma curiosidad hacérselo nuestros descendientes después de seiscientos mil años, si tan allá se prolonga la raza de los mortales naciendo y pereciendo, y hasta entonces continúa su ignorante debilidad. También pudieron plantearse esta misma cuestión nuestros antecesores que vivieron en los tiempos próximos a la creación del hombre. Pudo, al fin, el mismo primer hombre al día siguiente, y hasta el mismo día de su creación, interrogarse por qué no fue creado antes. Y por más que adelantemos en el tiempo la creación del hombre, encontraríamos siempre, antes y después, igual que hoy, y con idéntica fuerza, planteada la controversia acerca del comienzo de los seres temporales.

CAPÍTULO XIII

El retorno de los siglos, defendido por algunos filósofos: las cosas, 
después de completar un ciclo secular determinado, 
volverían a existir en el mismo orden y de la misma forma

1. Algunos filósofos del cosmos, al encontrarse con este problema, han creído que no había otra posibilidad de solución más que admitiendo períodos cíclicos de tiempo, en los que la naturaleza quedaría constantemente renovada y repetida en todos sus seres. De esta manera, los siglos tendrían un fluir incesante y circular de ida y vuelta, sea que estos ciclos tienen lugar en un mundo permanente, sea que a intervalos fijos, desde el nacimiento a la muerte, el mundo presenta las mismas cosas como si fueran nuevas, a veces pasadas, a veces futuras. De este juego burlesco no puede escapar el alma, inmortal, aunque hubiera conseguido ya la sabiduría: iría sin cesar camino de una falsa felicidad, volviendo sin cesar camino de una verdadera miseria. ¿Cómo se va a dar auténtica felicidad cuando no es segura su eternidad? Porque una de dos: o el alma desconoce su miseria futura, y entonces vive en una lastimosa ignorancia en medio de la verdad, o si la conoce, vive roída por su temor en medio de la felicidad. Y en la hipótesis de que no volviera ya más a sus miserias, sino que caminase definitivamente a la felicidad, sucedería algo nuevo en el tiempo que no tendría fin temporal. ¿Por qué no ha de ser así el mundo? ¿Y por qué no también el hombre creado en el mundo? Se evitarían todos estos rodeos de no sé qué falsos ciclos, ideados por unos seudosabios engañosos, utilizando el camino recto de la sana doctrina.

2. Hay quienes pretenden apoyar la tesis de estos ciclos que van y vienen, siempre con las mismas creaturas, en aquel pasaje del libro de Salomón llamado Eclesiastés: ¿Qué es lo que pasó? Eso mismo pasará. ¿Qué es lo que sucedió? Eso mismo sucederá: nada hay nuevo bajo el sol. Si alguien te habla y te dice: «Mira, esto es nuevo», ya sucedió en otros tiempos mucho antes que nosotros7. Esto lo dice el autor sagrado o bien de las cosas que viene tratando más arriba, es decir, de la sucesión de las generaciones, de los cursos del sol, de la caída de torrentes o bien, sin duda, de todas las especies de seres que nacen y mueren.

De hecho, ésta es la realidad: hubo hombres antes que nosotros, los hay con nosotros y los habrá después de nosotros. Digamos lo mismo de cualquier clase de animales y plantas. Hasta los mismos monstruos, seres raros de nacimiento, aunque sean diversos entre sí, algunos de ellos únicos -dicen-; sin embargo, desde el punto de vista de seres admirables y espectaculares que son, por supuesto que han existido y existirán; ya no podemos decir que sea algo reciente y nuevo el nacimiento de un monstruo bajo el sol. Otros han entendido estas palabras así: el sabio quiere decir que en la predestinación de Dios ya todo estaba realizado y, por tanto, nada hay nuevo bajo el sol.

Muy lejos está de nuestra recta fe el creer que Salomón quiso significar en este pasaje los famosos ciclos, según los cuales el tiempo y las cosas temporales se repetirían como en un interminable girar. Un ejemplo: el filósofo Platón, en su siglo, en la ciudad de Atenas, y en una escuela llamada Academia, enseñó a sus discípulos. En innumerables siglos anteriores, separados entre sí por intervalos enormes, pero fijos, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela, los mismos discípulos se repetirían y se habrían de repetir nuevamente en siglos venideros innumerables veces.

¡No! ¡Lejos de nosotros tales creencias! Cristo sólo ha muerto una vez por nuestros pecados, y resucitado de entre los muertos ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio sobre Él8. Y nosotros, después de la resurrección, estaremos siempre con el Señor9, a quien ahora dirigimos las palabras del salmo sagrado: Tú nos guardarás, Señor, y nos librarás para siempre de esa gente. A las anteriores palabras creo que cuadra bien lo que sigue: Los malvados andan dando vueltas10; y no porque en esos ciclos de su invención vayan a vivir de nuevo su vida, sino por el laberinto de errores en que están metidos, es decir, por sus falsos conocimientos.

CAPÍTULO XIV

La creación temporal del género humano no fue fruto de una 
improvisada decisión divina ni de una voluntad variable

¿Qué tiene de particular que, perdidos en este laberinto, no encuentren ni la entrada ni la salida? Ignoran cuál ha podido ser el origen del género humano y de esta nuestra condición de mortales, así como su final. No son capaces de penetrar las profundidades de Dios. Ellas nos explican cómo, siendo Él eterno y sin principio, ha hecho surgir el tiempo de un momento inicial; y al hombre, que nunca antes lo había hecho, lo hizo en el tiempo, no en virtud de una decisión nueva e improvisada, sino inmutable y eterna.

¿Quién será capaz de sondear este abismo insondable, de escrutar este misterio inescrutable, por el que Dios, sin cambiar de voluntad, antes de que ningún hombre hubiera aparecido, creó al hombre en el tiempo, y de un solo hombre hizo surgir toda la Humanidad? Con razón el salmo, después de expresarse así: Tú nos guardarás, Señor, y nos librarás para siempre de esa gente, volviéndose contra quienes sostienen la doctrina estúpida y antirreligiosa que no deja lugar a una liberación y felicidad eternas del alma, añade en seguida: Los malvados andan dando vueltas. Como si se le dijese al salmista: ¿y tú qué crees? ¿Cuál es tu opinión? ¿Qué ideas tienes? ¿Habrá que creer realmente que a Dios, a quien nada nuevo le puede suceder, en quien no hay mutación alguna, le pareciera bien de repente crear al hombre, no formado antes, desde su infinita eternidad? Y él, como dando una respuesta, dice hablando con Dios mismo: Según tu profundidad has multiplicado a los hombres11.

¡Que los hombres piensen lo que quieran, que tengan opiniones y discusiones a su gusto! Tú has multiplicado a los hombres según tu profundidad, esa profundidad que ningún hombre puede llegar a conocer. Ya es un misterio bastante profundo el que Dios haya existido siempre y, sin haber creado jamás al hombre, decida su creación a partir de un momento dado, sin cambio de decisión en su voluntad.

CAPÍTULO XV

Para que Dios haya podido ser siempre señor, ¿habrá que presuponer necesariamente 
y siempre la existencia de criaturas sobre las que señorear? 
¿Qué sentido tiene «creado siempre» lo que no puede llamarse eterno?

1. Yo no me atrevería a decir que el Señor Dios ha dejado de ser señor en algún momento. Igualmente no debo poner en duda que el hombre jamás había existido, y que el primer hombre fue creado a partir de un momento dado. Pero cuando en mis adentros me pregunto de qué realidades ha sido siempre señor, si no siempre ha habido criaturas, me da miedo afirmar algo, porque, al reflexionar sobre mí mismo, recuerdo que está escrito: ¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente pensativa12. De todas estas muchas cosas que yo, en mi tienda terrestre, estoy dando vueltas en la mente (sí, muchas, precisamente porque, a lo mejor, aquella que ando buscando, y que es la verdadera, no la puedo encontrar, pues queda fuera o lejos de mis pensamientos); pensando así, puedo llegar a decir que el mundo creado ha existido siempre, para poner materia de señorío a quien siempre es señor, y jamás ha dejado de serlo; pero ahora serían estas criaturas y después las otras, en diversos espacios de tiempo, no sea que hagamos coeterna al Creador alguna criatura, lo que sería condenable por la fe y la sana razón.

Pues bien, en esta reflexión mía hay que evitar algo que sería absurdo y ajeno a la verdad luminosa; que siempre han existido criaturas mortales, a través, ciertamente, de las vicisitudes de los tiempos, pereciendo unas y sucediéndolas otras. Y, en cambio, las criaturas inmortales no habrían comenzado a existir hasta la llegada de nuestra época, con la creación de los ángeles, si es verdad que a ellos se refiere la creación de la primera luz, o más bien del cielo, aludido con estas palabras: Al principio creó Dios el cielo y la tierra13. En efecto, no podían existir antes de ser creados, puesto que no vamos a creer que son eternos con Dios si admitimos que los seres inmortales han existido siempre.

Pero si digo que los ángeles han sido creados no en el tiempo, sino que ya existían antes de todo tiempo, para salvar la existencia de una materia de dominio en Dios, que jamás ha dejado de ser señor, se me puede preguntar también si ha podido existir siempre aquello que ha sido creado. Parece que la respuesta obligada sería ésta: ¿y por qué no? ¿No decimos con toda propiedad que lo que existe en todo tiempo existe siempre? Existieron, sí, en todo tiempo, y hasta tal punto, que fueron formados incluso antes de todos los tiempos: esto en el caso de que el tiempo haya comenzado con la creación del cielo, y los ángeles sean anteriores al cielo. Pero si el tiempo tuvo principio no con el cielo, sino ya antes (no expresado precisamente en horas, días, meses y años, puesto que estas medidas de los espacios temporales, que habitualmente y con propiedad llamamos tiempos, es evidente que han tenido su origen en el movimiento de los astros; de hecho, Dios, al crearlos, dijo: Que sirvan para señalar las fiestas, los días y los años)14, y si esta anterioridad del tiempo tenía algún movimiento cambiante, a saber: que algo sucedía antes y algo después, ya que todo no puede suceder al mismo tiempo...; si, pues, anteriormente a la existencia del cielo sucedía algo semejante en el movimiento angélico, entonces ya existió el tiempo y los ángeles, desde el momento en que empezaron a existir, se movían en el tiempo. También de este modo existieron en todo tiempo, puesto que con ellos fue creado el tiempo. ¿Quién va a decir que no ha existido siempre lo que ha existido en todo tiempo?

2. Pero si ésta es mi respuesta, se me replicará: ¿cómo no van a ser los ángeles coeternos con el Creador, si tanto Él como ellos han existido siempre? ¿Y cómo se les puede llamar creados, en la hipótesis de haber existido siempre? ¿Qué responder a esto? ¿Habrá que sostener que han existido siempre porque han existido en todo tiempo, al ser creados con el tiempo, o el tiempo con ellos, pero creados de todas maneras? Porque no vamos a negar que el tiempo ha sido creado, a pesar de que nadie ponga en duda que el tiempo ha existido en todo tiempo. Si no en todo tiempo hubo tiempo, entonces hubo un tiempo cuando no existía ningún tiempo. ¿Qué lerdo podrá hacer esta afirmación? Podemos decir correctamente: hubo un tiempo en que Roma no existía; hubo un tiempo en que no existía Jerusalén; hubo un tiempo en que no existía Abrahán; hubo un tiempo en que no existía el hombre, o afirmaciones parecidas. Finalmente, si el mundo no fue formado al comenzar el tiempo, sino algo después, podremos decir: hubo un tiempo en que el mundo no existía. Pero decir: hubo un tiempo en que no existía el tiempo es tan disparatado como decir: hubo un hombre cuando todavía no existía hombre alguno; o también: existió este mundo cuando no existía este mundo. Sólo se podrá afirmar de alguna manera cuando se entienda de dos términos distintos, como por ejemplo: hubo un hombre cuando no existía este hombre; y también: hubo un tiempo cuando aún no existía este tiempo. Esto sí lo podemos decir. Pero: hubo un tiempo cuando no existía ningún tiempo; ¿habrá alguien, por ignorante que sea, que haga tal afirmación?

Igual que podemos hablar de la creación del tiempo, a pesar de que se diga que el tiempo existió siempre, puesto que en todo tiempo hubo tiempo, con la misma lógica debemos afirmar que los ángeles han sido creados, aunque hayan existido siempre. Se diría que han existido siempre porque ha sido en todo tiempo, ya que el tiempo mismo de ningún modo pudo existir sin ellos. Sin creatura alguna, cuyos movimientos sucesivos no originen el tiempo, jamás podrá existir tiempo alguno. Así que por más que hayan existido siempre, no por eso son eternos como el Creador. Él sí, porque ha existido siempre en una eternidad inmutable. En cambio, los ángeles han sido formados. Pero si decimos que han existido siempre, es porque ha sido en todo tiempo, y sin ellos el mismo tiempo no era posible. Y puesto que el tiempo se sucede gracias a la mutabilidad, no puede ser coeterno con la eternidad inmutable. Por eso, aunque la inmortalidad de los ángeles no transcurre con el tiempo, y no es pasada, como si ya no existiera, ni futura, como si todavía no existiese, sin embargo, su movimiento, por el que se origina el tiempo, va pasando del futuro al pasado. Luego no pueden ser coeternos al Creador, de quien no se puede afirmar que haya movimiento en Él como si tuviera algo que fue, pero que ya no es, o algo que será, pero que todavía no es.

3. Volviendo a lo anterior, si Dios ha sido siempre señor, siempre ha habido una criatura sometida a su autoridad. Pero no engendrada de sí mismo, sino formada por Él de la nada, y tampoco coeterna con Él. Antes que ella ya existía Él, aunque ningún tiempo sin ella. Tal anterioridad no era por un espacio sucesivo, sino por una precedencia de permanente eternidad.

Pero si doy esta respuesta a quienes preguntan cómo es posible que Dios sea siempre creador, siempre señor, si no ha habido siempre una criatura que le esté sometida; o también cómo es posible que un ser haya sido creado y no más bien coeterno con el Creador, si siempre ha existido, me temo dar la impresión de afirmar lo que no sé, más bien que de enseñar lo que sé. Por eso vuelvo de nuevo a lo que nuestro Creador quiso que supiéramos. Las demás verdades, que Él ha permitido conocer a los más sabios en esta vida o las ha reservado a los perfectos para su conocimiento en la otra vida, confieso que están por encima de mi capacidad. Con todo, he creído oportuno tocarlas sin darles una solución segura para que los lectores de estas páginas se den cuenta de cómo deben andar con prudencia en cuestiones tan escabrosas, y no se crean capacitados para todo. Que comprendan más bien la necesidad de someterse a los salubles preceptos del Apóstol: En virtud del don que he recibido, aviso a cada uno de vosotros, sea quien sea, que no se estime en más de lo que conviene, sino que tenga una sobria estima, según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual15. Cuando a un niño se le alimenta en proporción a su capacidad, se le posibilita para tomar más cuando sea mayor. Pero cuando se cometen excesos con él, perecerá antes del desarrollo.

CAPÍTULO XVI

Cómo entender la promesa de una vida eterna hecha por Dios al hombre 
«antes de los tiempos eternos»

Confieso mi ignorancia respecto al número de siglos transcurridos antes de la creación del hombre. Pero no me queda la menor duda de que no existe criatura alguna coeterna con el Creador. El Apóstol menciona unos tiempos eternos, no futuros, sino -lo que es más chocante- pretéritos. Éstas son sus palabras: ...en la esperanza de una vida eterna. Dios, que no miente, había prometido esa esperanza antes de los tiempos eternos; al llegar el momento, ha cumplido su palabra públicamente16. Ahí está su afirmación de que antaño hubo unos tiempos eternos, claro que sin ser coeternos con Dios, puesto que Él, antes de tales tiempos, no solamente ya existía, sino que prometió la vida eterna, dada a conocer a su tiempo, cuando fue conveniente. ¿De qué se trata sino de su palabra? Ésta, de hecho, es la vida eterna. ¿Y cómo ha prometido esto, tratándose de una promesa a los hombres, que no existían antes de tales tiempos eternos, sino porque en su eternidad y en su propia palabra, coeterna con Él, ya estaba predestinado y fijado lo que a su tiempo había de suceder?

CAPÍTULO XVII

Postura de la sana fe ante la inmutable decisión o voluntad de Dios. 
Contra los razonamientos de quienes quieren someter las obras de Dios 
a retornos eternamente repetidos por los mismos ciclos interminables de siglos

1. Tampoco pongo en duda que antes de ser creado el primer hombre no hubo hombre alguno, y que ni este mismo hombre, u otra criatura parecida, ha estado retornando no sé cuántas veces a través de no sé qué ciclos. Y de tal convicción no me apartan los filósofos con sus argumentos. El más sutil de ellos parece ser éste: no hay ciencia -dicen- capaz de alcanzar lo infinito. De ahí -afirman- que todas las razones que Dios tiene en sí para la creación de los seres finitos son finitas. Además, no es sostenible que su bondad haya estado ociosa jamás; de otra manera, su actividad temporal, tras un eterno reposo, sería como un arrepentirse de su anterior inacción y un ponerse a obrar como contraste de ella. De aquí que sea necesaria -prosiguen- una perpetua repetición de las mismas realidades, sea por una continua mutación del mundo, el cual, a pesar de no haber dejado nunca de existir, y de no haber tenido principio temporal, fue creado; o bien en una perpetua repetición del mundo, a través de los aludidos ciclos en un incesante nacer y morir eternamente prolongado. Porque atribuir a la obra de Dios un comienzo temporal equivale a creer que condenó su anterior abstención eterna como inerte y perezosa, y, por tanto, que lo dejó insatisfecho de algún modo, cambiando, consiguientemente, su decisión. Y si, por el contrario -prosiguen éstos-, mostramos un Dios creando sin cesar seres, naturalmente temporales, hoy unos, después otros distintos, hasta llegar el momento de la creación del hombre, no hecho jamás anteriormente, parecería que obró no movido por la ciencia, incapaz, según ellos, de alcanzar lo infinito, sino de improviso, según le venía a la mente, como impulsado por una inconstancia fortuita. En cambio, si admitimos esos ciclos cósmicos -dicen ellos- que hacen repetirse las mismas cosas temporales, sea en un mundo que permanece cambiante, sea a través de un incesante retorno cíclico del mundo que nace y muere, excusamos a Dios de su ocio, máxime de su duración tan prolongada que no llega a tener principio, y de la temeraria improvisación en sus obras. Si no se dan estas repeticiones, no habría en Dios ciencia o presciencia capaz de abarcar todos los cambios del mundo en su infinita variedad.

2. Todos estos argumentos, que los impíos esgrimen con la intención de apartar nuestra religiosa sencillez del camino recto, para que andemos con ellos «dando vueltas», si la razón no es capaz de refutarlas, la fe debería reírse de ellas. Pero hemos de añadir que, con la ayuda del Señor nuestro Dios, la evidencia palmaria sabrá desbaratar esos círculos giratorios que la imaginación inventó.

El error principal de estos pensadores, que prefieren estar dando vueltas en el error antes que caminar por el verdadero y recto camino, está en querer medir con las dimensiones de su inteligencia humana, cambiante y angosta, la inteligencia divina, absolutamente inmutable, capaz de abarcar cualquier infinitud, y de contar todo lo incontable sin cambiar de pensamiento. Así es como les ocurre lo que dice el Apóstol: Se erigen en patrón de sí mismos y se quedan sin entender17. A ellos cualquier proyecto nuevo que les viene a la mente lo realizan con una nueva decisión (puesto que su espíritu es cambiante), y así dirigen su pensamiento no a Dios, en quien no pueden pensar, sino a sí mismos en lugar de a Él, y comparan no a Dios, sino a sí mismos, pero no con Él, sino consigo mismos.

A pesar de todo, a nosotros nuestra fe no nos permite creer en Dios en estado distinto cuando está en reposo de cuando está operando. Ni siquiera se puede decir que haya en Dios tal o cual estado, como si en su naturaleza sucediera algún cambio. Quien tiene algún estado en sí mismo es pasivo, y es mudable todo lo que de algún modo es pasivo. No pensemos, pues, al hablar de la inacción de Dios, en pereza, dejadez o indolencia alguna; como tampoco, al hablar de su actividad, pensemos en trabajo, esfuerzo o diligencia. Él sabe obrar estando en reposo, y estar en reposo cuando obra. Para una obra nueva puede aplicar un plan no nuevo, sino eterno. Y cuando se dispone a obrar lo que antes no había hecho, no lo hace arrepentido de su anterior reposo. No es éste el proceder de Dios. Si antes se abstuvo de obrar y después realizó obras (no sé cómo el hombre podrá entender esto), las palabras «antes» y «después» se refieren, sin la menor duda, a las cosas que antes no eran existentes y después lo fueron. Pero en Dios no se dio una voluntad precedente cambiada o anulada por la subsiguiente, sino que con una misma eterna e inmutable voluntad hizo que en la Creación no existieran los seres que aún no tenían existencia, y, luego, que existieran los que comenzaron a tenerla. Quizá mostraba admirablemente a quienes son capaces de verlo que no tiene en absoluto necesidad de estos seres, sino que los ha creado por una gratuidad bondadosa, puesto que ha carecido de ellos toda una eternidad y, sin embargo, en nada ha disminuido su beatitud.

CAPÍTULO XVIII

Réplica a quienes sostienen que ni la ciencia de Dios es capaz de abarcar lo infinito

En cuanto a la afirmación de que ni siquiera la ciencia de Dios puede llegar a comprender lo infinito, sólo les queda para sumergirse en la vorágine de su profunda impiedad tener la osadía de decir que Dios no conoce todos los números. Que son realmente infinitos es totalmente cierto. Porque en cualquier número que creas haber llegado al fin, ese mismo lo puedes aumentar no digo añadiéndole uno más, sino que por más grande que sea, y por enorme cantidad que exprese, puede duplicarse, incluso multiplicarse, en razón de su mismo ser y por la ciencia de los números. Cada número, por otra parte, está limitado por sus propiedades, de forma que ninguno puede ser idéntico a otro. Son desiguales y diversos entre sí, cada uno de ellos es limitado y todos son indefinidos.

¿Así que Dios, por esta infinidad propia de los números, no llegaría a alcanzarlos todos; su ciencia solamente llegaría a una cierta cantidad de números, ignorando el resto? ¿Qué insensato podrá sostener esta afirmación? Supongo que no se atreverán a despreciar los números y decir que no tienen que ver con la ciencia de Dios. Platón, gran autoridad entre ellos, presenta a Dios formando el mundo con números. Entre nosotros leemos estas palabras, dirigidas a Dios: Todo lo tenías dispuesto con medida, número y peso18. Y el Profeta dice a este propósito: El que hace surgir el mundo numerándolo19. Y también el Salvador en el Evangelio: Todos vuestros cabellos están contados20. Lejos de nosotros, por tanto, el poner en duda el conocimiento de todo número en Dios, de quien canta el salmo: Su sabiduría no tiene medida21.

La infinitud del número, aunque en realidad no exista ningún número que exprese una cantidad infinita, no escapa a Aquel cuya sabiduría sobrepasa todo número. Ahora bien, si todo lo que abarca la ciencia queda contenido por la comprensión del sabio, tenemos que toda infinitud queda de algún modo contenida por Dios, ya que no es incomprensible para su ciencia. En consecuencia, si la infinitud de los números no puede ser infinita para la ciencia de Dios que la contiene, ¿quiénes somos nosotros, pobres hombres, que tenemos la presunción de poner límites a su ciencia, argumentando que si las cosas temporales no se están repitiendo en ciclos periódicos, Dios en la creación de los seres no es capaz de prever todos los que va a hacer ni de conocerlos todos después de hechos? Su sabiduría, múltiple en su simplicidad y multiforme en su uniformidad, entiende todas las cosas ininteligibles con una inteligencia tan ininteligible, que si siempre quisiera estar creando obras nuevas, todas distintas de las precedentes, no podría hacerlo de forma imprevista y sin orden ni las programaría de un día para otro, sino que formarían parte de su eterna presciencia.

CAPÍTULO XIX

Los siglos de los siglos

Con respecto a la expresión «los siglos de los siglos» no me atrevo a emitir un juicio definitivo: no sé si se trata de una sucesión continuada de unos siglos con otros en una variedad ordenada, permaneciendo en su feliz inmortalidad únicamente aquellos que se van liberando de sus miserias; o bien haya que entender por esta expresión los siglos que permanecen en la sabiduría de Dios con una estabilidad inquebrantable, siendo como el origen de estos siglos temporales que van pasando. Quizá en este caso se pueda usar siglo por siglos, equivaliendo la expresión «siglo del siglo» a «siglos de los siglos», como de hecho decir «cielo del cielo» equivale a «cielos de los cielos». En efecto, Dios llamó cielo a la bóveda sobre la que están las aguas22. No obstante, dice el salmo: Y las aguas que están por encima de los cielos alaben el nombre del Señor23.

¿Con qué interpretación, pues, quedarnos de estas dos? ¿O tal vez existen más explicaciones posibles de la expresión «siglos de los siglos»? Cuestión demasiado profunda. Vamos a dejarla de momento, puesto que el punto que ahora nos ocupa no necesita esta solución. Ya veremos si somos capaces de dejar algo en claro sobre ello o si el mismo afán de profundizar nos vuelve más cautos para no afirmar a la ligera cualquier cosa en materia tan oscura. De momento nuestra discusión va dirigida contra los que sostienen el eterno retorno de las cosas en unos ciclos periódicos fatalmente repetidos. Sea cualquiera el verdadero sentido de la expresión «los siglos de los siglos», en nada se relaciona con estos ciclos cósmicos; los entendamos no como siglos repetidos, sino sucediéndose unos tras otros en una perfecta concatenación, quedando los ya liberados en su perpetua y segura felicidad, sin retorno alguno a sus antiguas miserias, o se consideren estos «siglos de los siglos» algo así como las eternas causas gobernadoras de los seres temporales. En ambos casos quedan excluidos tales ciclos, que hacen tornar las mismas cosas de nuevo. La vida de los santos es una incontestable refutación de los mismos24.

CAPÍTULO XX

Es impía la afirmación de que las almas que ya están disfrutando de la auténtica 
y perfecta felicidad deben tornar cíclicamente a sus antiguas miserias

1. ¿Qué oídos piadosos podrán soportar algo como esto: después de transcurrir toda una vida llena de grandes calamidades (si es que ésta merece el nombre de vida: más bien es muerte, y tanto más peligrosa cuanto que, por amor de esta muerte, llegamos a temer la muerte que nos libera de ella), después de tan enormes calamidades, tan repetidas, tan horrendas, al fin un día se llega a la visión de Dios, tras expiarlas y darles fin por medio de la verdadera religión y sabiduría; se entra en la bienaventuranza por la contemplación de la luz incorpórea, gracias a la participación de la no mudable inmortalidad de Aquel a quien nos abrasa el deseo de poseer; pero todo esto con la particularidad de que un día fatalmente hay que abandonar esa bienaventuranza y a quienes son arrancados de aquella eternidad, de aquella verdad, de aquella felicidad, se les arroja a la infernal mortalidad, a la vergonzosa estupidez, a la miseria abominable, donde se pierde a Dios, donde a la verdad se la detesta, donde se busca la felicidad en inmundas vilezas? Y así una y mil veces, sin terminar jamás, a intervalos fijos, con distancias de siglos, siempre igual en el pasado, siempre igual en el futuro... ¡Y la razón de estas eternas idas y venidas en círculos definidos, a través de nuestra engañosa felicidad y de nuestra real miseria, alternando, sí, pero interminables en su incesante retorno; la razón -digo- de todo esto es para que Dios conozca su obra, puesto que no puede cesar de crear ni abarcar con su saber un número infinito de criaturas!

¿Quién prestará oídos a semejantes afirmaciones? ¿Quién les dará crédito? ¿Quién las soportará? En la hipótesis de que esto fuera verdad, no sólo sería más prudente callarlo, sino que (para expresarme de alguna forma) sería más sabio el ignorarlo. Porque si en la otra vida no nos queda el recuerdo de todo esto, y así seremos felices, ¿para qué agravar más ahora nuestra miseria con su conocimiento? Y si allá lo hemos de conocer forzosamente, ignorémoslo en esta vida al menos para que nuestro anhelo del bien supremo sea más dichoso aquí que su posesión allá: aquí por lo menos se tiene la esperanza de conseguir una vida eterna; allá, en cambio, se descubre que esa felicidad no es eterna, puesto que hay que perderla un día.

2. Tal vez insistan en que nadie puede conseguir esta felicidad sin un previo conocimiento en esta vida de tales cielos donde se turnan mutuamente la felicidad y la desgracia; ¿cómo afirman que cuanto más uno ame a Dios, tanta mayor facilidad tendrá en llegar a la felicidad, ellos que enseñan doctrinas entorpecedoras del amor mismo? En efecto, ¿quién no comenzará a sentir que se debilita y se apaga su amor a Dios al pensar que tendrá que abandonarlo sin remedio y sentirse enemigo de su verdad y de su sabiduría, precisamente cuando había llegado al pleno conocimiento de Dios, según su capacidad, con la perfección que da la bienaventuranza? ¡Si no es capaz uno siquiera de amar a un amigo fielmente, cuando sabe que ha de ser su enemigo!

Pero no quiera Dios que sean ciertas tales amenazas de una perpetua y profunda miseria, sólo interrumpida de vez en cuando por períodos de engañosa felicidad. ¿Qué puede haber más falso y decepcionante que esa felicidad, en la que, sumidos en la luz plena de la verdad, ignoramos la desgracia que nos aguarda, o, si la conocemos, la estamos temiendo aun encumbrados en el templo de la felicidad? Porque una de dos: o hemos de ignorar allá las calamidades que nos acechan, caso en el que nuestro período de miserias acá en la tierra es más sabio, ya que conocemos la felicidad que nos aguarda; o, si allá no se nos ocultan las catástrofes que se avecinan, el alma atravesará más feliz el período calamitoso, tras el cual será encumbrada a la beatitud, que el período feliz, tras el cual será devuelta a su miseria. Ésta sería la consecuencia: habría una esperanza feliz en medio de la infelicidad, y en medio de la felicidad una esperanza infeliz. El sufrimiento acá de los males presentes y el temor allá de los inminentes conseguirían hacernos siempre y realmente desgraciados, más bien que alguna vez dichosos.

3. ¡Pero esto es falso! Lo proclama la piedad, lo demuestra la verdad (de hecho, se nos promete seriamente la auténtica felicidad, cuya seguridad nos certifica dos cosas la eterna permanencia y la no interrupción por desgracia alguna). Nosotros seguimos un camino recto, que para nosotros es Cristo. Con Él como guía y salvador apartemos el camino de nuestra fe y nuestra inteligencia de esos quiméricos e inútiles ciclos cósmicos. Ya Porfirio, discípulo de Platón, se negó a admitir la sentencia de su propia escuela, en relación con estos ciclos y estas idas y venidas incesantes de las almas, tal vez convencido por la inconsistencia intrínseca de esta opinión, o quizá porque le merecía ya un respeto el cristianismo. Prefirió afirmar -como ya hice mención en el libro décimo- que el alma ha sido enviada al mundo con el fin de que conozca el mal, y así, liberada y purgada de él, cuando retorne al Padre, no tenga que padecer jamás algo semejante. Pues bien, si este filósofo piensa así, ¡cuánto más nosotros estamos en el deber de evitar y de detestar esta falacia, enemiga de la fe cristiana!

Desechados y desvanecidos por sí mismos estos ciclos, nada nos obliga a pensar que el género humano ha carecido de un comienzo temporal en el principio de su existencia por no sé qué retornos circulares que excluyen en los seres toda novedad no existente antes, y tras los consabidos intervalos, que vuelva otra vez. Porque si el alma, que ya no ha de volver a sus miserias, se ve libre como no se había visto antes jamás, sucede en ella algo que nunca había tenido lugar, algo realmente grande, como es el que nunca perderá ya la eterna felicidad. Y si en la naturaleza inmortal sucede una novedad tan importante, no repetida en ciclo anterior alguno ni posterior, ¿por qué se pretende negar esta misma posibilidad en los seres mortales? Quizá respondan que en el alma no se da la novedad de la beatitud, ya que retorna a la misma que había tenido siempre. Con todo, sí es nueva esta liberación, puesto que se ve libre de un mal que antes nunca había tenido; la misma miseria es una novedad en ella, no padecida antes.

Ahora bien, si la novedad de que hablamos no cae fuera de la ordenación de las cosas regidas por la divina Providencia, sino que más bien es una pura casualidad, ¿dónde quedan los famosos ciclos, determinados y precisos, en los que nada nuevo sucede, todo se repite con exactitud al pasado? Porque si esta novedad no queda excluida del orden providencial, sea que el alma haya sido enviada al cuerpo, sea que haya caído: en tal caso pueden ocurrir novedades que antes no se habían dado y, sin embargo, no caen fuera del orden de la Creación. Y si, por un supuesto, la imprudencia del alma le ha acarreado una nueva miseria, prevista también por la divina Providencia, para incluirla en la ordenación universal, y librarla de ella no sin previsión, ¿a título de qué la vanidad humana tendrá la osadía de negar a la Divinidad la posibilidad de crear nuevas cosas, nuevas no para ella, sino para el mundo, jamás creadas antes y nunca excluidas de su previsión?

Podrán todavía añadir que las almas liberadas ya no volverán a su estado miserable, pero que esto nada de nuevo aporta: primero unas y luego otras han sido liberadas, lo son y lo serán. Si ello es así, no tienen más remedio que conceder la creación de nuevas almas que caen en una miseria no experimentada por ellas, y alcanzan una liberación también nueva. Replicarán tal vez que las almas tienen una antigüedad que se pierde en lo eterno, de las que van surgiendo cada día nuevos hombres. Si viven en sus respectivos cuerpos sabiamente, se verán libres de ellos hasta el punto de no retornar jamás a sus miserias. La consecuencia forzosa es: tiene que existir un número infinito de almas. En efecto, por grande que fuera su número, no sería suficiente para abastecer el infinito número de siglos precedentes, y que estuvieran surgiendo de él hombres constantemente, cuyas almas habían de ir quedando libres para no volver más a caer. No sabrían tampoco explicar estos filósofos cómo en los seres creados, que, según ellos, deben ser finitos en número para poder conocerlos Dios, se da un número infinito de almas.

4. Desechemos, pues, los famosos períodos circulares que necesariamente llevarían el alma -así se pensaba- a sus miserias de siempre; ¿qué más de acuerdo con la religión que admitir la posibilidad de que Dios cree seres nuevos que nunca había hecho y, por su inefable presciencia, su voluntad no sea mutable? En cuanto a saber si el número de las almas liberadas, que ya no volverán a su vida miserable, puede estar aumentando sin cesar, que lo averigüen quienes se pierden en sutiles discusiones con objeto de poner límites a la infinitud de la Creación. Nosotros terminaremos nuestro raciocinio con este dilema:

Supongamos que este aumento es posible. Entonces, ¿qué razón hay para negar la posibilidad de crear cosas nuevas, que no existieron jamás, cuando las almas liberadas, que no habían existido antes, no solamente fueron creadas una vez, sino que su número no cesa de aumentar?

Pero supongamos que hay que limitar el número de almas que, una vez libres de sus calamidades, ya no descenderán jamás a ellas; incluso que esta cifra no aumente más. También ella, sea la que sea, no ha existido antes, sin duda alguna: no podría crecer, naturalmente, y llegar a su límite si no hubiera tenido principio. Este principio tampoco había existido antes. Para que existiera fue creado el hombre, antes del cual ningún hombre había existido.

CAPÍTULO XXI

Creación del único primer hombre y del género humano en él

Hemos explicado lo mejor que hemos podido esta cuestión tan difícil acerca de la eternidad de un Dios que crea nuevos seres, sin novedad alguna para su voluntad. Ahora ya nos será más fácil descubrir cómo fue mucho más conveniente lo que de hecho realizó Dios: hacer surgir de un solo hombre, creado previamente, toda la Humanidad, en lugar de hacerla surgir de muchos hombres.

Echemos una ojeada a los animales: a unos los creó solitarios, digamos huidizos, porque prefieren estar solos, como son el águila, el milano, el león, el lobo, etc.; y a otros gregarios, que viven en manada, o en rebaño, como las palomas, los estorninos, los ciervos, los gamos, etc. En ambas clases de animales, Dios no ha determinado su propagación a partir de un solo individuo, sino de varios a la vez. En cambio, al hombre lo dotó de una naturaleza en cierto modo intermedia entre los ángeles y las bestias: si se mantenía fiel a los mandatos de su Creador, y sometido a Él como a su dueño verdadero, en religiosa obediencia, llegaría a alcanzar la compañía de los ángeles, consiguiendo una feliz e interminable inmortalidad sin pasar por la muerte. Si, en cambio, ofendía a Dios, su Señor, haciendo uso de su libre voluntad de una manera orgullosa y desobediente, sería condenado a morir, llevando una vida parecida a las bestias, esclavo de sus pasiones y destinado, tras la muerte, a un suplicio eterno. Dios lo creó solo, naturalmente, no para dejarlo solitario, sin la compañía humana, sino para poner más de relieve a sus ojos el vínculo de unidad y concordia que debe tener esta sociedad, estando los humanos entre sí ligados no sólo por la identidad de naturaleza, sino por vínculos afectivos de parentesco. Ni siquiera a la mujer, destinada a unirse con el varón, la quiso crear como a él, sino formándola de él, para que todo el género humano se propagase de un único hombre.

CAPÍTULO XXII

Dios previó el pecado del primer hombre, y al mismo tiempo 
el número de justos, descendientes suyos, que su gracia había de llevar 
a disfrutar de la convivencia angélica

No ignoraba Dios que el hombre había de pecar, y que, ya ligado a la muerte como estaba, había de propagar seres destinados a morir, y que esta raza de mortales había de llegar tan lejos en su salvajismo pecador, que las mismas bestias irracionales y sin voluntad, nacidas de múltiples estirpes, unas de las aguas, otras de la tierra, vivirían entre sí con más paz y seguridad que los hombres, surgida toda su estirpe de un solo individuo para asegurar la concordia. Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas. Pero Dios tenía previsto también la llamada a la adopción por su gracia de un pueblo de justos, destinándolo a vivir la paz eterna en compañía de los santos ángeles, después de perdonarle sus pecados y santificarlo por el Espíritu Santo, destruido su último enemigo, la muerte. A este pueblo le habría de ser útil la consideración de que Dios decidió la creación del género humano a partir de un solo hombre para hacerle más patente a los hombres cuánto le agrada la unidad, incluso en la pluralidad.

CAPÍTULO XXIII

Naturaleza del alma humana, creada a imagen de Dios

Formó, pues, Dios al hombre a su imagen. Dotó su alma de cualidades tales que por su razón e inteligencia fuera superior a todo animal terrestre, acuático y volador, desprovistos de un espíritu como el suyo. Una vez formado el hombre del polvo de la tierra, le infundió un alma con las características ya descritas. La manera de realizarlo pudo ser diversa: o bien teniéndola ya creada se la introdujo con un soplo, o bien al soplar se la creó, haciendo que el mismo soplo, creado al soplar (¿qué otra cosa es «soplar», sino crear un soplo?), fuese el alma del hombre. Luego, como una ayuda para la generación, le dio una esposa, sacándola, como Dios que era, de un hueso arrancado de su costado.

Todo esto no lo debemos imaginar realizado de una manera corporal, como es costumbre ver a los artesanos, que modelan con sus propias manos lo que alcance la habilidad de su arte, utilizando una materia cualquiera. La mano de Dios es la potencia de Dios, capaz de realizar seres visibles de una forma invisible. Pero esto parece una fábula más bien que una realidad para quienes utilizan las obras vulgares de todos los días como medida de la capacidad creadora y de la sabiduría de Dios, que sabe y puede crear, por supuesto, hasta la misma simiente de la vida sin semillas. Y por lo que se refiere a los orígenes de la Creación, como los desconocen, se forman ideas descabelladas. ¡Como si los mismos misterios de la concepción y nacimiento del hombre, que ellos conocen, contados a ignorantes, no les parecerían más increíbles! A pesar de que la mayoría de ellos atribuyen estas maravillas a fuerzas diversas materiales, más bien que a la obra de la divina inteligencia.

CAPÍTULO XXIV

¿Podemos llamar a los ángeles creadores de alguna naturaleza, por mínima que sea?

No van dirigidos estos libros a aquellos que niegan una inteligencia divina creadora y gobernadora de este mundo. Hay quienes, siguiendo a su maestro, Platón, no creen que sea el mismo Dios supremo, creador del mundo, sino otros dioses menores, creados por Él, quienes han formado, con su anuencia o su mandato, todos los seres vivientes mortales. De entre ellos, el hombre ocupa el lugar preminente, alcanzando un parentesco con los mismos dioses. Si estos platónicos eliminaran la superstición que les impulsa a justificar los ritos y sacrificios hechos a los dioses como a sus creadores, sin dificultad se verían libres de esta opinión errónea. No es lícito creer ni decir, incluso antes de poder comprenderlo, que alguien, fuera de Dios, puede ser creador de naturaleza alguna, por más que sea insignificante y mortal. Los ángeles, a quienes ellos prefieren llamar dioses, aunque se les permite u ordena prestar su colaboración a los seres que nacen en el mundo, tan lejos están de poderse llamar creadores de los animales como lo está el labrador respecto de los frutos o de los árboles.

CAPÍTULO XXV

Toda naturaleza y toda forma del universo creado son obra exclusiva de Dios

Hay una forma visible que se le comunica a la materia corporal desde fuera, como hacen los alfareros, los artesanos y la clase de operarios que pintan o esculpen formas semejantes a cuerpos vivientes. Pero existe otra forma, cuya causa eficiente es intrínseca, nacida de la íntima y misteriosa libre voluntad de una naturaleza viviente e inteligente, y cuyos efectos son no solamente las formas corporales de las naturalezas, sino incluso las mismas almas de los seres animados, sin que ella sea producida por otra causa. La primera de estas formas pertenece a diversos artífices. En cambio, la segunda es propia de un solo artífice: Dios, autor y creador, que ha formado el mundo y los ángeles sin necesidad de otro mundo ni otros ángeles. Ha sido este poder divino y, por así decir, eficaz, que sólo sabe hacer y no puede ser hecho, quien ha conferido la forma a la redondez del cielo y del sol en la creación del mundo; ese mismo poder, divino y eficaz, que sólo sabe hacer y no puede ser hecho, quien ha conferido la forma a la redondez del ojo, y de la manzana y del resto de las formas naturales: podemos observar en los diversos seres que nacen cómo no les viene la forma de fuera, sino que surge del íntimo poder del Creador, quien dijo: Yo lleno el cielo y la tierra25. Y su sabiduría es tal que alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto26.

En realidad desconozco qué clase de servicios hayan podido prestar al Creador los ángeles, creados los primeros, cuando estaba formando el resto de los seres. Por un lado, no me atrevo a conferirles poderes de los que quizá no son capaces, y, por otro, me veo en el deber de no restarles los que realmente tienen. Así y todo, la creación y la formación de cada naturaleza, por la que llega a ser plenamente tal naturaleza, se la reservo a Dios, aunque también colaboren los ángeles, conscientes ellos y agradecidos de que su mismo ser se lo deben también a Él.

A los agricultores, en efecto, no los llamamos creadores de fruto alguno, puesto que leemos: Ni el que planta significa nada ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios27. Tampoco se lo llamamos a la misma tierra, a pesar de que parece ser la madre universal y fecunda, que da impulso a los gérmenes que brotan, y mantiene en su seno las raíces fijas de las plantas. También leemos: Es Dios quien le da la forma que a Él le pareció, a cada semilla la propia suya28. Así, a la mujer no la debemos llamar creadora del fruto de sus entrañas, sino más bien a Aquel que le dijo a uno de sus servidores: Te conozco desde antes de formarte en el vientre29. Y aunque los distintos estados de ánimo de la que está encinta pueden como rodear a la criatura de unas disposiciones determinadas -recuérdese lo que hizo Jacob con las varas estriadas para obtener crías de colores variados en su ganado30, sin embargo, de esa naturaleza engendrada tan impropiamente es creadora la madre como de sí misma.

Sean cuales sean las causas corporales o seminales que se den en la generación de los seres, bien por obra de los ángeles, de los hombres o de cualesquiera vivientes, bien por la unión de los sexos; sea como sea el poder de los deseos y emociones del alma materna para imprimir ciertos rasgos o colores en el fruto tierno y moldeable de su seno, las naturalezas en sí mismas, impresionables de una u otra forma, según su especie, están hechas única y exclusivamente por el Dios supremo, cuyo secreto poder lo penetra todo con su presencia incorruptible y hace que exista cuanto de algún modo es y en el grado que es: si no fuera por su acción, nada sería así o asá; más bien no podría ser en absoluto.

En el orden de la forma exterior que los artesanos imprimen a las realidades corporales, no llamamos fundadores de una Roma o de una Alejandría a los albañiles ni a los arquitectos; se lo llamamos a los reyes, por cuya voluntad, decisión y orden fueron construidas: en este caso, Rómulo y Alejandro. Con mucha más razón debemos llamar creador de las diversas naturalezas a Dios exclusivamente, que no forma nada de una materia si no es la creada por Él, y no tiene más obreros que los creados por Él. Y si retirase de las cosas su potencia, llamémosla «fabricadora», dejarían de existir lo mismo que antes de ser hechas. Y digo antes no refiriéndome al tiempo, sino a la eternidad. Porque ¿qué otro creador hay del tiempo, sino el que formó los seres, cuyo movimiento hace posible el correr del tiempo?

CAPÍTULO XXVI

Una opinión de los platónicos: Dios, según ellos 
es el creador de los ángeles; 
pero éstos, a su vez son los creadores de los cuerpos humanos

Platón atribuye a los dioses inferiores, creados ellos, a su vez, por el Dios supremo, la formación del resto de los seres vivientes, pero con esta modalidad: la parte inmortal les venía de Dios, y ellos los dotaban de la mortal. No quiso, pues, hacerlos creadores de nuestras almas, sino de nuestros cuerpos. Ahora bien, según Porfirio, debemos huir de todo cuerpo para purificar nuestra alma. Además opina, junto con su maestro Platón y otros compañeros de escuela, que aquellos que han vivido en los excesos y en la lujuria vuelven, como castigo de sus faltas, a habitar en cuerpos mortales: Platón sostiene que incluso de bestias; Porfirio solamente en cuerpos humanos. La consecuencia es ésta: tales dioses, que ellos pretenden les demos culto, como a nuestros padres y creadores, no son más que los fabricantes de nuestros grillos y de nuestras cárceles. Lejos de ser nuestros creadores, son nuestros carceleros, que nos cargan de pesadas cadenas y nos encierran en duros calabozos. Una de dos: que los platónicos dejen de presentar este cuerpo como una amenaza de castigo por los delitos del alma, o que no nos estén predicando la obligación de darles culto a tales dioses, al tiempo que nos exhortan a la huida, la lejanía, cuanto sea posible de su obra, el cuerpo, siendo ambas cosas una pura patraña. En efecto, ni las almas expían sus culpas en su retorno a esta vida ni hay otro creador de los seres animados en el cielo y en la tierra más que el autor del cielo y de la tierra.

Si no hay otra razón de vivir en este cuerpo más que la de cumplir un castigo, ¿cómo es que afirma Platón en persona que este mundo no habría podido alcanzar la plenitud de la hermosura y de la bondad más que estando poblado de toda clase de seres vivientes, a saber: mortales e inmortales? Y si nuestra creación, de la que, al menos como mortales, formamos parte, es un don divino, ¿a título de qué supone un castigo el regresar a estos cuerpos, o, lo que es lo mismo, a esta donación divina? Dios, repite constantemente Platón, poseía en su inteligencia eterna las formas de todos los seres vivientes, lo mismo que del universo entero; ¿por qué entonces no fue Él personalmente quien iba creando todas las cosas? ¿Es que rehusaba ser el artífice de algunas de ellas cuando su mente, inalcanzable y digna de alabanzas hasta lo indecible, estaba en posesión de la virtuosidad precisa para crearlas todas?

CAPÍTULO XXVII

En el primer hombre tuvo su origen el género humano en toda su plenitud. En ella Dios 
vio de antemano quiénes habían de ser premiados y quiénes habían de ser castigados

1. Con plena justicia, la religión verdadera reconoce y proclama Creador de todos los seres animados, tanto cuerpos como almas, al mismo que creó el mundo entero. El principal de ellos sobre la tierra, y hecho por Dios a su imagen, es el hombre. Por las razones antes citadas, y tal vez por alguna otra mayor que se nos oculta, fue creado un solo individuo, aunque no fue abandonado a su soledad. Ninguna raza hay tan sociable por naturaleza, y tan dada a la discordia en su degradación. No ha podido la naturaleza humana expresarse más claramente contra el vicio de la discordia, sea para prevenirla, sea para remediarla, que recordándonos aquel primer padre a quien Dios quiso crear como un solo individuo, del cual se propagaría la Humanidad con el fin de que, aun siendo muchos, nos conservásemos unidos en la concordia, ayudándonos de este recuerdo.

El hecho de que se le haya dado una mujer sacada de su propio costado muestra bien a las claras lo mucho que se debe cuidar la unión entre el marido y su mujer. Estas operaciones de Dios son excepcionales precisamente por ser las primeras. Quienes no crean en ellas no deben creer en ningún hecho prodigioso, porque ni siquiera estos mismos hechos, si tuvieran lugar por el transcurso normal de la naturaleza, no se llamarían prodigios. ¿Es que sucede algo sin sentido bajo un gobierno tan perfecto de la divina Providencia, aunque se nos oculte la causa que lo produce? Dice uno de los salmos sagrados: Venid a ver las obras del Señor, los prodigios que hace sobre la tierra31. Trataremos en otro lugar, con la ayuda de Dios, las razones de haber hecho la mujer del costado del varón, y qué sentido puede tener tal prodigio, en cierto modo el primero.

2. Por fin, para terminar este libro admitamos, no tanto por la fuerza de la evidencia, cuanto en virtud de la presciencia de Dios, que en el primer hombre creado tuvieron origen, junto con el género humano, dos sociedades, a manera de dos ciudades. De este primero procederían por una oculta, pero justa determinación de Dios, dos clases de hombres: unos los que habían de ser compañeros de los ángeles malos en el suplicio, y los otros de los buenos en el premio. Y esto en virtud de una determinación de Dios, que, aunque oculta, no por eso menos justa. En efecto, está escrito: Las sendas del Señor son misericordia y lealtad32. De ahí que ni su gracia puede ser injusta, ni cruel su justicia.

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