miércoles, 25 de abril de 2018

ADORAR EN PRESENCIA DE DIOS - SALMO 15 .

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Camino de Emaús

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ANTONIO PAVÍA 

EN EL ESPÍRITU DE LOS SALMOS (EDITORIAL SAN PABLO) | SALMO 15
Este Salmo empieza con una pregunta que el autor inspirado dirige a Dios: «¿Quién puede, Señor, hospedarse en tu tienda y quién habita en tu monte santo?». La pregunta de este hombre justo lleva implícita la respuesta: nadie puede estar en presencia de Dios, nadie puede contemplarle cara a cara.

Israel tiene conciencia de que la condición pecadora del hombre no puede subsistir ante la sublime santidad de Dios, ya que esto supondría el aniquilamiento de nuestra naturaleza. De hecho, el salmista admite como única posibilidad de que el hombre pueda mantenerse en presencia de Dios, solamente si aquel «está exento de mancha», es decir, de culpa. Para el salmista, este hombre no existe ni siquiera entre los profetas, considerados en la espiritualidad de Israel como íntimos amigos de Dios.

En efecto, Isaías, que pasa por la experiencia de haber visto a Dios, cree que ha llegado su fin porque, siendo un hombre impuro, sus ojos han visto al tres veces santo. Escuchemos su vivencia: «Los ángeles se gritaban el uno al otro: Santo, Santo, Santo, Yavé Señor de los ejércitos: llena está toda la tierra de su gloria. Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y el templo se llenó de humo. Y dije: ¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito, porque mis ojos han visto a Yavé!» (Is 6,3-5).


Tobías, que vivió el drama del destierro y sentía en su alma la tragedia de vivir lejos del Templo de Jerusalén, es movido por Dios, quien le suscita esta oración de bendición y alabanza en la que le anuncia que Él volverá a levantar su tienda, es decir, su templo, desde donde mostrará su amor a todo hombre. Le promete que levantará una nueva tienda en donde todo hombre tendrá acceso a la presencia de Dios. «Yo doy testimonio de Yavé en el país del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a los pecadores… ¡Jerusalén, ciudad santa! Dios te castigó por las obras de tus hijos, pero volverá a apiadarse de ti. Alaba al Rey de los siglos para que de nuevo levante en ti con regocijo su tienda, y muestre en ti su amor a todo miserable» (Tob 13,6-10).

Tobías anuncia proféticamente que Dios va a levantar una nueva tienda donde acogerá como huésped a todo hombre, a todo miserable. No es, pues, un lugar de encuentro para los intachables, ya que «el intachable», Jesucristo, asumiendo todas nuestras manchas, fue el que levantó la nueva tienda, el lugar del encuentro del hombre con Dios.

Levantó la nueva tienda cuando Él mismo fue elevado en el Monte Calvario, desde donde, como había anunciado, manifestó la gloria de Dios. «Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo Soy» (Jn 8,28). Este nombre de «Yo Soy», fue el que Yavé reveló a Moisés como garantía de la autenticidad de la misión a la que era enviado (Éx 3,14). Nueva tienda, manifestación gloriosa del misterio de Dios a la que, como hemos dicho antes, todo hombre tiene acceso, como el mismo Jesús anuncia antes de su Pasión: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

Sabemos cómo los Santos Padres de la Iglesia nos anuncian que Dios hizo nacer el Evangelio, que es su misma fuerza, del costado abierto de su Hijo en la cruz, simbolizado en la sangre y en el agua que, limpiando todo pecado, «justifica al hombre», como dice san Pablo (Rom 3,28). Es, en este nuevo templo levantado en el Calvario, manifestación del misterio de Dios, revelación del rostro de Dios por medio de la predicación del Evangelio, donde el hombre puede adorar a Dios en espíritu y en verdad. Y así se lo anunció Jesús a la samaritana, cuando ella le preguntó si era en el templo de Samaría o en el de Jerusalén donde se debía adorar a Dios.

Oigamos la respuesta de Jesús: «Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en Samaría ni en Jerusalén adoraréis al Padre…, Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,21-24).

A la luz de esta nueva realidad creada por Dios en su Hijo, encontramos en san Juan la primera adoradora en espíritu y verdad, a la que podemos llamar en este contexto, primogénita de la Iglesia: María de Nazaret, al pie de la Cruz (Jn 19,25-27). Encontramos a esta Madre-Mujer contemplando el misterio de Dios en el rostro de su Hijo entregado. La llamamos primogénita por ser la primera y, al mismo tiempo, Madre de la nueva humanidad que Dios engendró en este Monte Santo del Calvario; Madre, cuya primicia fue Juan que, a su lado y sosteniéndose el uno al otro en el dolor, fijaron sus ojos más allá del Rostro desfigurado de Jesús y, clavándolos en el horizonte infinito de Dios, ¡Adoraron!

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