De la Homilía de Benedicto XVI el 25-I-08
La invitación de san Pablo a los Tesalonicenses, «orad sin cesar», sigue siendo siempre actual. Frente a las debilidades y los pecados que impiden aún la comunión plena de los cristianos, cada una de las exhortaciones [que hace el Apóstol en 1 Ts 5,12-22] ha mantenido su pertinencia, pero eso es verdad de modo especial para el imperativo: «orad sin cesar». ¿Qué sería el movimiento ecuménico sin la oración personal o común, para que «todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti»? (Jn 17,21). ¿Dónde podremos encontrar el «impulso suplementario» de fe, caridad y esperanza que hoy necesita de modo particular nuestra búsqueda de la unidad?
Nuestro anhelo de unidad no debería limitarse a ocasiones esporádicas, sino que ha de formar parte integrante de toda nuestra vida de oración. Los artífices de la reconciliación y de la unidad en todas las épocas de la historia han sido hombres y mujeres formados en la palabra de Dios y en la oración. Ha sido la oración la que abrió el camino al movimiento ecuménico tal como lo conocemos hoy. De hecho, desde mediados del siglo XVIII, surgieron varios movimientos de renovación espiritual, deseosos de contribuir por medio de la oración a la promoción de la unidad de los cristianos. Desde el inicio, grupos de católicos, animados por destacadas personalidades religiosas, participaron activamente en esas iniciativas.
La oración por la unidad fue apoyada también por mis venerados predecesores, como el Papa León XIII, el cual, ya en el año 1895, recomendó la introducción de una novena de oración por la unidad de los cristianos. Estos esfuerzos, realizados según las posibilidades de la Iglesia de ese tiempo, pretendían hacer realidad la oración pronunciada por Jesús mismo en el Cenáculo: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Por tanto, no existe un ecumenismo auténtico que no hunda sus raíces en la oración.
Este año celebramos el centenario del «Octavario por la unidad de la Iglesia», que más tarde se convirtió en la «Semana de oración por la unidad de los cristianos». Hace cien años, el padre Paul Wattson, entonces aún ministro episcopaliano, ideó un octavario de oración por la unidad, que se celebró por primera vez en Graymoor (Nueva York) del 18 al 25 de enero de 1908. Esta tarde dirijo con gran alegría mi saludo al ministro general y a la delegación internacional de los Hermanos y las Hermanas franciscanos del Atonement, congregación fundada por el padre Paul Wattson y promotora de su herencia espiritual.
En la década de 1930, el octavario de oración experimentó importantes adaptaciones sobre todo por obra del abad Paul Couturier, de Lyon, también él gran promotor del ecumenismo espiritual. Su invitación a «orar por la unidad de la Iglesia tal como Cristo la quiere y con los medios que él quiere», permitió a cristianos de todas las tradiciones unirse en una sola plegaria por la unidad. Demos gracias a Dios por el gran movimiento de oración que, desde hace cien años, acompaña y sostiene a los creyentes en Cristo en su búsqueda de unidad. La barca del ecumenismo nunca habría zarpado del puerto si no hubiera sido movida por esta amplia corriente de oración e impulsada por el soplo del Espíritu Santo.
Conjuntamente con la Semana de oración, muchas comunidades religiosas y monásticas han invitado y ayudado a sus miembros a «orar sin cesar» por la unidad de los cristianos. En esta ocasión, aquí reunidos, recordamos en particular la vida y el testimonio de sor María Gabriela de la Unidad (1914-1936), religiosa trapense del monasterio de Grottaferrata (actualmente en Vitorchiano). Cuando su superiora, animada por el abad Paul Couturier, invitó a las hermanas a orar y a entregarse por la unidad de los cristianos, sor María Gabriela se sintió inmediatamente comprometida y no dudó en dedicar su joven existencia a esta gran causa. Hoy mismo se cumple el vigésimo quinto aniversario de su beatificación, llevada a cabo por mi predecesor el Papa Juan Pablo II. (...) En su homilía, el siervo de Dios subrayó los tres elementos sobre los cuales se construye la búsqueda de la unidad: la conversión, la cruz y la oración. (...) Hoy como ayer, el ecumenismo tiene gran necesidad del inmenso «monasterio invisible» del que hablaba el abad Paul Couturier, es decir, de la amplia comunidad de cristianos de todas las tradiciones que, sin hacer ruido, oran y ofrecen su vida para que se realice la unidad.
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