sábado, 20 de agosto de 2022

DOCTRINA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS ACERCA DE LA EUCARISTÍA por Kajetan Esser, o.f.m.

 



DOCTRINA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
ACERCA DE LA EUCARISTÍA
por Kajetan Esser, o.f.m.
.(1a)- PRIMERA PARTE.
Ya sólo el intento de presentar una síntesis de la doctrina eucarística de Francisco podría causar una cierta extrañeza, incluso en el círculo de los estudiosos de lo franciscano. Francisco es considerado en general como el hombre de la piedad práctica. «Jamás quiso él, dice Sabatier, ocuparse en cuestiones doctrinales. La fe no pertenece para él al dominio intelectual, sino al moral: la fe es consagración del corazón».
A pesar de todo, precisamente en este tema, creemos poder hablar de una doctrina, que no ha sido simplemente extraída de la vida y piedad del santo, sino que está plasmada en afirmaciones por él hechas. Apenas hay en los escritos que de él se nos han transmitido, cuestión tan repetida y tan prolijamente tratada.
Naturalmente se ha de decir de entrada que Francisco no era teólogo en el sentido de la escolástica contemporánea. «Ignorante e indocto», como a sí mismo se llama (CtaO 39; Test 19), queda al margen del movimiento teológico de las escuelas de su tiempo. Con todo, puede tener aquí un valor particular lo que muy en general dice su biógrafo: «Son misterios de Dios que Francisco va descubriendo; y, sin saber cómo, es encaminado a la ciencia perfecta... Penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar» (2 Cel 7 y 102). Nada tiene de extraño el que su manera de pensar y sus formulaciones estén ligadas a la instrucción religiosa que se impartía en su época al pueblo; ésta tiene la ventaja de que le aproxima más a la teología de los Padres de la Iglesia y de la liturgia.1
Por el contrario, aun un examen superficial de sus afirmaciones nos permite aseverar que Francisco se encontraba dentro de «la tendencia teológica a prestar más atención al hecho de la consagración, como acción de la omnipotencia divina por la que se presenta Cristo entre nosotros bajo las especies de pan y vino, que al mismo don santificado que ofrecemos nosotros, y en el que nos ofrecemos a nosotros mismos, unidos en el cuerpo de Cristo».2 Dicho más sencillamente, con una frase breve y concluyente de Fritz Hofmann: «En el primer milenio se acentuaba la celebración del sacramento; más tarde se prestó más atención al sacramento ya confeccionado».
Evidentemente Francisco se halla en el momento y punto de transición; en él está perfectamente presente lo antiguo y, en una forma única y muy personal, también lo nuevo.
A este propósito hay algo que, a nuestro entender, es decisivo y tiene una importancia capital para la formación de la doctrina eucarística de Francisco: la defensa del sacramento contra los abusos y herejías de aquel tiempo. Difícilmente hubiera tomado posición respecto a la cuestión, que nos ocupa, en sus escritos, de no haberse sentido responsable de defender a sus hermanos del deslizamiento hacia la herejía. Ya en otro estudio3 hemos demostrado que se trataba menos de las consecuencias de la disputa de Berengario sobre la Cena, que de las doctrinas de los cátaros radicales, difundidas en la Italia central, y de los errores de los movimientos religiosos heréticos. Solamente estudiando su postura frente a los abusos y errores de su tiempo, podemos comprender la doctrina eucarística de Francisco. Al referirse a cuestiones centrales, se ve obligado a aludir también a problemas particulares.4
A lo dicho se ha de añadir una observación respecto a cierta manera, bastante generalizada hasta el presente, de concebir y exponer lo referente a la eucaristía en san Francisco. Se resaltaba en él la devoción y la veneración del sacramento ya confeccionado, olvidando que lo que precisamente le importaba era la realización misma del sacramento. Hubiera convenido recordar que Francisco habla casi siempre del «cuerpo y sangre» del Señor, que evidentemente se refiere primordialmente a la eucaristía como sacrificio de nuestra redención.
I. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO
1.- Abusos y falsas interpretaciones de aquel tiempo
En tiempo de san Francisco la celebración eucarística está expuesta a numerosos abusos y prácticas supersticiosas. Había sacerdotes que celebraban diariamente varias misas, no por devoción, sino por avaricia o por complacer a personajes importantes. Los cristianos devotos se quejaban de la venalidad y del número de las misas. Los había que consagraban en cada una de las varias misas que celebraban, pero comulgaban en una sola para salvar así la prohibición de la Iglesia. De estas prácticas a la misa seca, en la que se rezaban las oraciones de la misa, pero no había ni ofertorio ni consagración ni comunión, quedaba sólo un paso. Había sacerdotes que, ávidos de dinero, recurrían al empleo, según gusto propio o deseo del pueblo, de un canon y varias fórmulas del propio de diversas misas (missa bifaciata, trifaciata, quadrifaciata, etc.) para estimular al pueblo a la ofrenda. Si tenemos en cuenta las múltiples formas de supersticiones que se valían de los objetos del altar y hasta del mismo sacramento, podremos concluir que faltaba el sentido de un delicado respeto a lo más santo en la casa de Dios, ese respeto que retrae de todo abuso de lo santo con fines terrenos y viles. Tan poca atención se prestaba a la dignidad del ministro que, justamente entre los cristianos serios, se difundió aquel conocido error doctrinal de que, si no se podía encontrar un buen sacerdote, tenía derecho de consagrar un laico bueno. Es el mérito el que engendra el derecho y confiere el oficio. Sólo el orden, de nada sirve.5
Todo esto ayuda a comprender por qué los fieles participaban cada vez menos en la celebración de la eucaristía. La entrega de las ofrendas fue decayendo. Se contentaban con la simple asistencia a la misa, sin participar en la comunión. No fue meramente casual que el Concilio Lateranense IV (1215) mandase con rigor a los fieles recibir la comunión por lo menos una vez al año.6 Con el tiempo, muchos llegaron a sentirse satisfechos con contemplar la hostia en el momento de la consagración; y para ello iban pasando de una iglesia a otra; se atribuía una eficacia supersticiosa a esta «mirada al cuerpo de Cristo», llegando a considerarla incluso más importante que la misma comunión.
2.- Doctrina y vida de san Francisco
Todos estos abusos y falsas concepciones los conoció también Francisco. Punto por punto los fue corrigiendo; sus aportaciones, extraídas de la vida de la Iglesia y formuladas a partir de la esencia del sacramento, fueron sorprendentemente profundas. Cuando teólogos y canonistas no se aclaraban acerca de la admisibilidad de esas prácticas y doctrinas, el santo amonestaba sereno y daba sus normas y directrices precisas. También en este caso es perfectamente válido lo que dice su biógrafo: «La teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra» (2 Cel 103). Así se expresa un maestro en teología después de una explicación dada por Francisco. Quien lea algunas controversias de los teólogos de entonces comprenderá la aplicación de estas palabras a la doctrina eucarística de san Francisco.
a) Los poderes del sacerdote
Francisco dice expresamente que sólo el sacerdote consagrado puede celebrar la eucaristía, y sólo en virtud del poder de consagrar, independientemente de su conducta personal. En cierta ocasión se le llamó la atención acerca de un sacerdote que vivía con una concubina y era autor de muchos crímenes de todos conocidos; pero él se postró a los pies del sacerdote delante de los feligreses, y dijo: «No sé si sus manos son lo que él dice; pero, aunque así fueran, estoy seguro de que no pueden manchar la virtud y la eficacia de los sacramentos divinos. Más bien, como a través de estas manos descienden muchos beneficios y gracias del Señor al pueblo de Dios, las beso por reverencia de aquellas cosas que ellas administran y de Aquel con cuya autoridad las administran».7 Ilustrado por la fe, distingue el poder del sacerdote de sus cualidades humanas, que en nada afectan a las atribuciones conferidas por la Iglesia.
En el lecho de muerte vuelve todavía a testimoniar su reconocimiento por esta gracia que le otorgó el Señor: «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos... Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros».8 Más allá de toda debilidad humana, ve en los sacerdotes al Hijo de Dios, que por medio de ellos se da a los hombres en la celebración del sacrificio eucarístico.
Afronta también el abuso de las celebraciones múltiples en aquella exhortación categórica a los hermanos: «Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que habitan los hermanos, se celebre sólo una misa cada día según la forma de la santa Iglesia. Y si hay en el lugar más sacerdotes, conténtese cada uno, por el amor de la caridad, con oír la celebración de otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 30-33).
Quiere, por tanto, que la comunidad de los hermanos, llena de un solo Señor y haciendo presente lo que ha de ocurrir por toda la eternidad, esté unida en un solo sacrificio. Estas sencillas palabras expresan su fe de que en la celebración eucarística se hacen presentes el pasado y el futuro de la acción salvífica de Dios. La celebración de la misa según la forma de la Iglesia hace que la comunidad de hermanos se convierta justamente en la imagen de esa misma Iglesia.
Mediante otra amonestación muy seria, Francisco trata de evitar el afán codicioso de hacerse con el mayor número posible de estipendios: «Ruego también en el Señor a mis hermanos sacerdotes que son, y serán, y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebrar la misa ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra ahí como le place; pues -como El mismo dice: Haced esto en conmemoración mía-, si alguno lo hace de otro modo, se convierte en el traidor Judas y se hace reo del cuerpo y sangre del Señor» (CtaO 14-16). Quiere, pues, excluir de la celebración del sacrificio toda «impureza», que es afición a lo terreno y a lo puramente humano. El hombre debe estar, bajo la acción de la gracia, en total apertura al acontecimiento santo, debe tratar de ser cada vez más exclusivamente para Dios, si no quiere convertirse en el traidor Judas.9
b) Problemas en torno a la celebración del sacramento
Francisco no sólo aclara las cuestiones que entonces se planteaban acerca del sacerdote como ministro de los santos misterios; con mayor solicitud todavía se ocupa de la forma debida en que se ha de participar en el sacramento. También ahora se desenvuelve dentro de su propio campo, el de una devoción práctica, a la que todo su amor se siente atraído.
Antes de enfrentarnos con estas cuestiones en particular, será conveniente aclarar con todo cuidado, qué representa exactamente la eucaristía para Francisco. Ya hemos apuntado que, al hablar de la eucaristía, emplea la expresión «cuerpo y sangre de Cristo»; tiene sin duda presente sobre todo el aspecto sacrificial del acontecimiento eucarístico. Es lo que se infiere también de otras expresiones por él usadas: la fórmula «estos santísimos misterios» (Test 11; CtaCle 4), como también «sacramento del cuerpo de Cristo», «sacramento del altar»10, que a nosotros nos parecen más precisas, se refieren a la celebración eucarística; habría que recordar también la expresión «missarum sacramenta» de Celano (2 Cel 185). Clarísima es la formulación que hace en la exhortación dirigida a los sacerdotes de la orden: «el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 14; cf. 1CtaCus 4). Aunque se nos puedan presentar como un tanto misteriosas estas palabras de la primera Carta a los Custodios: «salud en las nuevas señales del cielo y de la tierra, que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son consideradas insignificantes», sin embargo en su conjunto la carta alude igualmente a la celebración eucarística.11
Por tanto, la celebración eucarística es para él un verdadero sacrificio. Es ésta una realidad que subraya con fuerza. Los sacerdotes de la orden «ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 14). Francisco quiere venerar a los sacerdotes precisamente por esto: «por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que sacrifican sobre el altar y reciben y administran a otros».12 «Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio sobre el altar, todos, arrodillándose, rindan alabanzas, gloria y honor al Señor Dios vivo y verdadero» (1CtaCus 7). «Pongan su atención en cuán viles son los cálices... en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor» (CtaCle 4). No queda duda de que Francisco sostiene siempre que sólo el sacerdote puede celebrar este sacrificio. Hasta se puede decir que en este punto adopta una postura casi polémica y se expresa de forma muy concreta, particularmente en las palabras que siguen: «El sacramento que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y... que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 1,9; cf. 1CtaCus 7; CtaCle; 2CtaF 33). Sorprende la fuerza con que destaca el valor de consagración que tienen las palabras de Cristo: «Sabemos que no puede existir el cuerpo, si previamente no ha sido consagrado por la palabra» (CtaCle 2); «en virtud de las palabras de Cristo se realiza el sacramento» (CtaO 37; cf. LP 108f); «las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo» (EP 65e). Evidentemente quiere superar concepciones heréticas cuando declara enérgicamente: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado». Está refiriéndose a la presencia del Señor ensalzado «que no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación» (Adm 1,19; CtaO 22).
La eucaristía, verdadero sacrificio, es participación en el sacrificio de Cristo en la cruz. Francisco describe esta realidad solamente en relación con la comunión: «Por ello, os aconsejo encarecidamente, señores míos, que... hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6); y en la Regla escribe: «Reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"; y "Haced esto en memoria mía"» (1 R 20,5). Este pensamiento lo desarrolla vigorosamente en otra parte: «Y poco antes de la pasión celebró la Pascua con sus discípulos, y, tomando el pan, dio las gracias, pronunció la bendición y lo partió, diciendo: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo". Y tomando el cáliz dijo: "Esta es mi sangre del nuevo testamento, que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados". A continuación oró al Padre, diciendo: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz". Y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra. Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: "Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú". Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por Él, aunque su yugo es suave y su carga ligera» (2CtaF 6-15).
Evidentemente, para el santo la comunión eucarística es exclusivamente el banquete sacrificial, por el que el hombre es introducido en la pasión y muerte redentora de Cristo. En él se cumple la voluntad del Padre para nuestra salvación, y esta salvación nos viene cuando le recibimos con santa intención. Así la eucaristía viene a ser el misterio por el que «hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). En este contexto se comprenden las apremiantes palabras del santo: «Así, pues, besándoos los pies y con la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis toda reverencia y todo honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente» (CtaO 12-13).
Ahora se comprende sin más que Francisco afirme con tanta firmeza la necesidad de la eucaristía para la salvación; no se puede perder de vista que está combatiendo algunas opiniones de movimientos religiosos que defendían que la vida penitente era más importante y decisiva que la vida sacramental, y con ello promovían el que en el seno de la Iglesia se relajaran los fieles en cuanto a la recepción de la comunión. En todo caso, cuando habla de la vida de penitencia, Francisco exhorta siempre y encarecidamente a recibir el sacramento: «Y siempre que prediquéis, exhortad al pueblo a la penitencia, y decid que nadie puede salvarse sino el que recibe el cuerpo y sangre del Señor» (1CtaCus 6). En la carta a todos los fieles, que de punta a cabo es toda ella una corrección de los abusos y falsas doctrinas del tiempo, aparece cuatro veces una exhortación igualmente apremiante: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el reino de Dios... Y a nadie de nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlas y no otros». Es particularmente significativa la frase que sigue: «Y de manera especial los religiosos, que renunciaron al siglo, están obligados a hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas» (2CtaF 22 y 34-36; cf. Adm 1). A este respecto el santo cita repetidamente la palabra del Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (Jn 6,54)» (1 R 20,5; Adm 1,11). A los herejes, que querían vivir según el evangelio, contrapone con absoluta sencillez la palabra del evangelio. Tampoco aquí le afectan todas aquellas cuestiones que se agitaban en la teología contemporánea.
Lógicamente tendríamos que preguntarnos ahora por la frecuencia de la comunión. Por desgracia, en lo que se refiere a la vida personal de san Francisco, no disponemos de testimonios tan precisos como los que se refieren a su fiel discípulo, el hermano Gil; en cuanto a éste refiere su vida que se acercaba a los sacramentos de la Iglesia con gran devoción y que recibía el cuerpo del Señor todos los domingos y las festividades más importantes (AF 3, p. 106). Pero de estos datos no podemos sacar conclusiones seguras sobre la práctica de la comunión en san Francisco y en sus primeros hermanos. Habría que recordar que las Damas de San Damián comulgaban siete veces al año (RCl 3). Por lo que se refiere al mismo Francisco, Celano no dice sino que «comulgaba con frecuencia». Pero, ¿qué significa el adverbio latino saepe, con frecuencia, en boca de un escritor medieval? El significado de saepe por aquellos tiempos puede oscilar entre diariamente y «seis o siete veces al año».13 La paráfrasis del Padrenuestro, que ciertamente no fue redactada por el mismo Francisco, pero que, sin embargo, es una de las plegarias que él rezaba, contiene esta invocación: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció».14 Querríamos utilizar este testimonio para dar una interpretación concreta a la expresión con frecuencia. A él se ajusta sin violencia aquel otro testimonio del Santo: «¿No nos mueven a piedad todas estas cosas cuando el piadoso Señor mismo se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días en nuestra boca?» (CtaCle 😎. En todo caso las Leyendas de la familia del Speculum perfectionis cuentan unánimemente que el sacerdote Benito de Piratro celebraba a veces la misa en la celda en que el santo yacía enfermo, «pues quería oírla siempre que podía, por más enfermo que se sintiera» (EP 87; LP 59; cf. 2 Cel 201: «Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa»).
Francisco no pone limitación numérica a los hermanos menores. Después de la exhortación a confesarse, a poder ser con sacerdotes de la orden, prosigue: « Y, contritos y confesados de este modo, reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" y: "Haced esto en memoria mía"».15 Aceptaba la práctica común, pero al mismo tiempo ofrecía a sus hermanos un camino más amplio, ya que entonces se recibía con más frecuencia el sacramento de la penitencia.
Evidentemente Francisco conocía todavía la comunión bajo las dos especies, que en occidente continuó en uso, parcialmente, en todo el siglo XIII. Cuando habla de la comunión eucarística distingue siempre entre carne (cuerpo) y sangre del Señor. Con igual claridad habla de «comer y beber». En cuanto a su práctica personal disponemos de un testimonio que data de 1338 y que dice que en la basílica de san Francisco de Asís había «un cáliz pequeño de plata, un poco dorado, con el que comulgó el bienaventurado Francisco» (Lemmens). Las expresiones del santo y la tradición de la orden se completan en cuanto a este particular.
Algunas de las ideas que hemos ido exponiendo, se irán redondeando con la cuestión de cómo ha de realizar el cristiano la celebración del sacrificio eucarístico según las enseñanzas de san Francisco.
Hoy sabemos que en la edad media la exhortación del Apóstol: «Por tanto examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber la copa, porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia sentencia» (1 Cor 11,28), tuvo una gran influencia en la formación de la actitud exigida para recibir la santa comunión, y fue una de las causas que determinaron la disminución en la participación en la misma. También Francisco exige un atento examen de sí mismo para la confesión antes de la comunión. Considera aún más apremiante la segunda exhortación del Apóstol: «Pero cómalo y bébalo dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y bebe su propia sentencia no reconociendo el cuerpo del Señor, es decir, sin discernirlo» (2CtaF 24). Esta « dignidad» es explicada por san Francisco ulteriormente, rebasando incluso el pensamiento del Apóstol: «Pues el hombre desprecia, mancha y conculca al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin diferenciar y discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos, o bien lo come siendo indigno, o bien, aun cuando fuese digno, lo come de manera vana e indigna» (CtaO 19). Este aviso dado en principio a los sacerdotes de la orden podría esclarecer también aquella otra amonestación dirigida a todos los fieles, a la que antes nos hemos referido (cf. 2CtaF 24). Por eso podría ser también válido para todos lo que, refiriéndose primeramente a los sacerdotes, añade a continuación: «El Señor dice por el profeta: "Maldito el hombre que hace la obra del Señor con hipocresía (Jer 48,11)"». Pero Francisco completa lo dicho al señalar la actitud apropiada para una digna recepción: «Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista se estremece dichoso y no se atreve a palpar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro en que yació por algún tiempo es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación!» (CtaO 19-62). Lo que se ha dicho para los sacerdotes, vale también indudablemente para todos los cristianos que reciben «el santo pan de Cristo... con la boca y el corazón». También ellos deben esforzarse en ser dignos.
Esto se desprende con toda claridad de la gran exhortación del santo a todos los fieles. También en ella la comunión del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo aparece estrechamente relacionada con la «vida de penitencia». Esta excluye que los hombres pongan por obra «vicios y pecados» y que caminen «tras la mala concupiscencia y los malos deseos»; en una palabra: reprueba a los que «sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo, y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen»; estos tales «son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo. No tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre» (2CtaF 63-67; cf. CtaA 6). Aquí están resumidos todos los elementos comprendidos en el concepto de pureza de san Francisco. La impureza, con todas sus consecuencias, resalta de modo impresionante. Pero también destaca la plenitud beatificante de la pureza, que se da en la comunión eucarística: «Tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre».
No creemos equivocarnos mucho si interpretamos el contenido de esta exhortación diciendo que Francisco exige el abandono de lo que es «puramente humano», recomendación por otra parte muy útil para el común de los cristianos. La «dignidad» que se requiere para la recepción de la eucaristía reclama el despojo de sí mismo, el vuelco total del hombre hacia Dios, el perderse a sí mismo en el sacrificio total que supone la verdadera devoción.
Con todo lo que antecede, estamos en condiciones de interpretar una de las afirmaciones más difíciles relativas al tema que estamos estudiando: «Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su sentencia» (Adm 1,12-13). ¿A qué se refiere cuando dice «el espíritu del Señor... recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor?» Se inclina a pensar en la palabra del Señor en el discurso de la promesa: «Es el espíritu el que vivifica, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63). Es decir: nada importa el hecho de la recepción externa; lo importante es la fe con que ella se hace. Esto nos recuerda lo que en otro lugar dice Francisco a este propósito: que el hombre toma al Señor «con la boca y el corazón» (CtaO 22; 2CtaF 14).
Todo esto puede ser válido; pero tal vez tengamos que estudiar más de cerca el lenguaje del santo. Los conceptos «espíritu de Dios» y «espíritu de la carne» aparecen en él frecuentemente contrapuestos entre sí, y encierran realidades íntimas de la vida que animan. Por «espíritu de la carne» entiende Francisco la actitud del hombre que lo refiere todo al «cuerpo», a lo natural; es ante todo el principio de lo opuesto a Dios en el hombre, el yo malo y rebelde que se opone al bien y se levanta contra Dios. El «espíritu de la carne» es el espíritu que todo lo refiere y orienta hacia el propio yo.
Por el contrario, quien tiene « el espíritu del Señor», no piensa según el modo natural o conforme a categorías consideradas válidas entre los hombres. No ve ni valora la vida según el espíritu mundano, ni con los ojos del yo. El «espíritu de Dios» llena al hombre cuando éste mira y valora todas las relaciones y situaciones de la vida según el verdadero espíritu evangélico, cuando las contempla, por así decirlo, con los ojos de Jesucristo. El sacramento debe recibirse con este espíritu de abnegación propia, de sacrificio; de otra forma, el hombre comería y bebería su propia condenación, al no discernir el cuerpo del Señor.
Francisco está bien lejos de contentarse con un simple y meticuloso desarrollo del rito del sacramento, que se parecería mucho a ciertas acciones mágicas. Todas las referencias y exhortaciones a la verdadera dignidad exigen un cambio radical en el hombre, su capitulación absoluta frente a Dios. Así la comunión eucarística es siempre una participación en el abandono de Jesús al Padre, es una participación en el sacrificio de Cristo.
Bien claramente lo explica Francisco a los fieles cuando, al describir la obediencia de Cristo hasta la muerte, con la cual se ofreció «a sí como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz», habla de la comunión eucarística habiendo citado primero las palabras de san Pedro: «Cristo ha sufrido, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Pe 2,21; 2CtaF 11-14). Y aún es más claro cuando exige a los sacerdotes de la orden el abandono de sí mismos, abandono que en el hombre, a imitación de Cristo, debe hacerse realidad en la misma participación en la eucaristía: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él. En conclusión: nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 27-29). Este himno, tan lleno de amor reconocido, no sólo da cima a la piedad eucarística de san Francisco; estas palabras sintetizan también lo que él tiene que decir acerca de la vida cristiana como vida evangélica en penitencia, entendida en el sentido de «metanoia» evangélica. En este acontecimiento misterioso de la celebración eucarística, Dios se da enteramente al hombre en Cristo, presente en el sacramento del altar. Por algo aparece poco antes la breve frase escriturística: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (Heb 12,7). Por otro lado, el hombre que recibe a Dios, es enteramente recibido y acogido por Él. Como es habitual en Francisco, también ahora afirma esa misteriosa relación entre la acción salvífica de Dios y la cooperación del hombre en la sencillez de la fe.
El discípulo que mejor conoció y refirió los propósitos de Francisco atestigua con qué intensidad vivía y actuaba en conformidad con lo que acabamos de expresar. He aquí sus palabras: «Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también en los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y, al recibir al Cordero inmolado, inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201; cf. LM 9,2). También este breve testimonio de su biógrafo demuestra claramente con qué profundidad había penetrado el santo en el misterio de la santa misa: al sacrificio del Cordero sobre el altar correspondía el de todo su ser. En unión con Él ofrecía el sacrificio pleno de toda su vida. En esta celebración, a la par que Francisco iba identificándose con el sacrificio de Cristo, el Cordero de Dios, sacrificado por nuestros pecados, iba también creciendo en él la disposición de entrega a Dios.
Ahora ya no extrañará a nadie que Francisco, en las Alabanzas que rezaba antes de las horas canónicas y que están compuestas con frases cortas de la sagrada Escritura, introdujera la alabanza que se lee en el Apocalipsis: «Digno es el cordero que ha sido degollado de recibir alabanza, gloria y honor» (Ap 5,12). Y si en su Oficio de la pasión da gracias por la obra de la salvación de Dios (conviene recordar que las vísperas, como sacrificium vespertinum, correspondían a la celebración de la eucaristía por la mañana y eran en cierto sentido su equivalente), que Él ha realizado en el mundo por medio de su amado Hijo, remata este canto gozoso de gratitud, una verdadera eucaristía, en esta significativa invitación: «Tomad vuestros cuerpos y cargad con la santa cruz y seguid hasta el fin sus santísimos preceptos» (OfP 7,8).
Hasta aquí hemos descrito la actitud espiritual que san Francisco consideraba necesaria para participar en el sacrificio y en la comunión eucarística. Queda por considerar otro aspecto, en el que el santo se revela como hijo de su tiempo. Escribe a los fieles que el Señor quiere «que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto». Al lado de la pureza interior se exige la castidad corporal, entendida según la mentalidad del tiempo, fruto de una larga evolución.
c) De cara a la historia de la salvación
A lo largo de nuestra exposición ha quedado claro que para Francisco «recibir el cuerpo y la sangre del Señor» significaba celebrar la memoria de la pasión. La recepción de la eucaristía forma parte de la celebración de la memoria de la muerte de Cristo, porque para él la eucaristía es el sacrificio perenne de la reconciliación entre Dios todopoderoso y el hombre pecador (1 R 20,5; 2CtaF 6-15; CtaCle 3; CtaO 12-13).
Pero nos parece necesario que, sobre la base de una serie de afirmaciones, reflexionemos más ampliamente sobre el hecho de la memoria o la conmemoración. Una primera alusión a esto la encontramos en aquella oración que era indudablemente predilecta al santo: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6). Por tanto, la celebración eucarística tiene lugar «en memoria» del amor del Señor, tal como se nos ha revelado en sus palabras y acciones y también en su pasión.
Esta afirmación queda más claramente iluminada si se estudia la sucesión de ideas de los versículos 4-21 de la Carta a todos los fieles. Después de haber descrito el camino que Cristo, «el Verbo del Padre tan digno, tan santo y glorioso», ha recorrido desde su encarnación a través de su vida pobre, de la cruz y de la pasión para la salvación del mundo, después de haber recordado que ese mismo Cristo se ofreció «como sacrificio y hostia en el altar de la cruz», continúa: «Quiere que todos seamos salvos por Él y que le recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto». El acontecimiento, que se inició con la encarnación del Hijo de Dios y se completó de una vez por todas en la muerte de cruz, es participado y dado al hombre como un don precioso en la celebración eucarística. Porque Jesús cumplió en toda su vida la voluntad del Padre -«puso su voluntad en la voluntad del Padre»- hemos sido salvados y hemos sido capacitados para responder con amor; por eso llama Francisco benditos a «los que quieren gustar cuán suave es el Señor», y malditos a los que «aman más las tinieblas que la luz»: «¡Cuán dichosos y benditos son los que aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el evangelio: "Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo"». En esta descripción particularizada aparece evidente que, para el santo, se celebra la eucaristía «para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció».
Francisco cree firmemente que en la eucaristía se hace presente el camino que Cristo recorrió para nuestra salvación, y que en esta celebración recibimos nosotros la fuerza y la posibilidad de recorrer este mismo camino de Cristo, siguiendo sus huellas con fe. No por otra razón apremia encarecidamente: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros El mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: "Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo"» (Adm 1,14-22). El mismo pensamiento de la historia de la salvación, que abarca siempre el camino entero de Cristo hasta su retorno glorioso, se encuentra en varios de los salmos en los que Francisco canta la obra de la redención (OfP).
Todavía nos queda algo que precisamente ahora no podríamos pasar por alto, ya que Francisco alude a ello expresamente. En el misterio de la eucaristía actúa el Señor glorificado; como tal está con nosotros hasta el fin del mundo. No está entre nosotros como cuando vino a nosotros para morir por nosotros, sino que lo contemplamos como «al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación». Sentado a la derecha del Padre, actúa misteriosamente entre nosotros y «colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos» (CtaO 22 y 32; cf. LCl 28). En este misterioso acontecimiento su gloria se hace gloria nuestra ya al presente, porque su vida se convierte en vida nuestra: «como atestigua el Altísimo mismo, que dice: "Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento, que será derramada por muchos"; y: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna"». De este modo se renueva en la eucaristía diariamente el hecho salvífico y la obra de la salvación; es en la eucaristía donde Dios regala al hombre agradecido sus acciones maravillosas.
Ahora, como conclusión, digamos tan sólo que en la doctrina eucarística de san Francisco no se encuentra ningún vestigio de las alegorías, que tanta aceptación tuvieron en la edad media para explicar la misa.

II. EL SACRAMENTO YA CONFECCIONADO

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