miércoles, 3 de noviembre de 2021

Santísimo La Adoración Eucarística

 


Santísimo

La Adoración Eucarística

Qué es la adoración eucarística
Es adorar a la divina presencia real de Jesucristo, Dios y Hombre en la Sagrada Hostia Consagrada

Jesucristo, al comer la Pascua judía con los suyos, aquella noche en la que iba a ser entregado, tomó pan en sus manos, dando gracias bendijo al Padre y lo pasó a sus discípulos diciendo:

“Tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”, al final de la cena, tomó el cáliz de vino, volvió a dar gracias y a bendecir al Padre y pasándolo a los discípulos dijo:

“Tomad y bebed todos de él, este es el cáliz de mi sangre. Sangre de la Alianza Nueva y Eterna que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados.”

Él dijo sobre el pan: “Esto es mi cuerpo”, y sobre el vino: “Esta es mi sangre”. Pero, no sólo eso, agrego también: “Haced esto en conmemoración mía”. Les dio a los apóstoles el mandato, “haced esto”, el mandato de hacer lo mismo, de repetir el gesto y las palabras sacramentales.

Nacía así la Eucaristía y el sacerdocio ministerial.

Cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras consagratorias es Jesucristo quien lo ha hecho y se hace presente su cuerpo y su sangre, su Persona Divina. Porque Jesucristo es Dios verdadero y hombre verdadero. Siendo Jesucristo Dios y estando presente en la Eucaristía, entonces se le debe adoración.

En la Eucaristía adoramos a Dios en Jesucristo, y Dios es Uno y Trino, porque en Dios no hay divisiones. Jesucristo es Uno con el Padre y el Espíritu Santo y, como enseña el Concilio de Trento, está verdaderamente, realmente, substancialmente presente en la Eucaristía.

La Iglesia cree y confiesa que «en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles» (Trento 1551: Dz 874/1636).

La divina Presencia real del Señor, éste es el fundamento primero de la devoción y del culto al Santísimo Sacramento. Ahí está Cristo, el Señor, Dios y hombre verdadero, mereciendo absolutamente nuestra adoración y suscitándola por la acción del Espíritu Santo.

No está, pues, fundada la piedad eucarística en un puro sentimiento, sino precisamente en la fe. Otras devociones, quizá, suelen llevar en su ejercicio una mayor estimulación de los sentidos –por ejemplo, el servicio de caridad a los pobres–; pero la devoción eucarística, precisamente ella, se fundamenta muy exclusivamente en la fe, en la pura fe sobre el Mysterium fidei(«præstet fides supplementum sensuum defectui»: que la fe conforte la debilidad del sentido; Pange lingua).

Por tanto, «este culto de adoración se apoya en una razón seria y sólida, ya que la Eucaristía es a la vez sacrificio y sacramento, y se distingue de los demás en que no sólo comunica la gracia, sino que encierra de un modo estable al mismo Autor de ella.

«Cuando la Iglesia nos manda adorar a Cristo, escondido bajo los velos eucarísticos, y pedirle los dones espirituales y temporales que en todo tiempo necesitamos, manifiesta la viva fe con que cree que su divino Esposo está bajo dichos velos, le expresa su gratitud y goza de su íntima familiaridad» (Mediator Dei 164).

El culto eucarístico, ordenado a los cuatro fines del santo Sacrificio, es culto dirigido al glorioso Hijo encarnado, que vive y reina con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Es, pues, un culto que presta a la santísima Trinidad la adoración que se le debe (+Dominicæ Cenæ 3).

La Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia ofrecido a todos para que todos puedan recibir por ella gracias abundantes y bendiciones. La Eucaristía es el sacramento del sacrificio de Cristo del que hacemos memoria y actualizamos en cada Misa y es también su presencia viva entre nosotros. Adorar es entrar en íntima relación con el Señor presente en el Santísimo Sacramento.

Adorar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento es la respuesta de fe y de amor hacia Aquel que siendo Dios se hizo hombre, hacia nuestro Salvador que nos ha amado hasta dar su vida por nosotros y que sigue amándonos de amor eterno. Es el reconocimiento de la misericordia y majestad del Señor, que eligió el Santísimo Sacramento para quedarse con nosotros hasta el fin de mundo.

El cristiano, adorando a Cristo reconoce que Él es Dios, y el católico adorándolo ante el Santísimo Sacramento confiesa su presencia real y verdadera y substancial en la Eucarística. Los católicos que adoran no sólo cumplen con un acto sublime de devoción sino que también dan testimonio del tesoro más grande que tiene la Iglesia, el don de Dios mismo, el don que hace el Padre del Hijo, el don de Cristo de sí mismo, el don que viene por el Espíritu: la Eucaristía.

El culto eucarístico siempre es de adoración. Aún la comunión sacramental implica necesariamente la adoración. Esto lo recuerda el Santo Padre Benedicto XVI enSacramentum Caritatis cuando cita a san Agustín: “nadie coma de esta carne sin antes adorarla…pecaríamos si no la adoráramos” (SC 66). En otro sentido, la adoración también es comunión, no sacramental pero sí espiritual. Si la comunión sacramental es ante todo un encuentro con la Persona de mi Salvador y Creador, la adoración eucarística es una prolongación de ese encuentro. Adorar es una forma sublime de permanecer en el amor del Señor.

Por tanto, vemos que la adoración no es algo facultativo, optativo, que se puede o no hacer, no es una devoción más, sino que es necesaria, es dulce obligación de amor. El Santo Padre Benedicto XVI nos recordaba que la adoración no es un lujo sino una prioridad.

Quien adora da testimonio de amor, del amor recibido y de amor correspondido, y además da testimonio de su fe.

Ante el misterio inefable huelgan palabras, sólo silencio adorante, sólo presencia que le habla a otra presencia. Sólo el ser creado ante el Ser, ante el único Yo soy, de donde viene su vida. Es el estupor de quien sabe que:

¡Dios está aquí!

¡Verdaderamente aquí!

Siendo el pan una comida que nos sirve de alimento y se conserva guardándole, Jesucristo quiso quedarse en la tierra bajo las especies de pan, no solo para servir de alimento a las almas que lo reciben en la sagrada Comunión, sino también para ser conservado en el sagrario y hacerse presente a nosotros, manifestandonos por este eficacísimo medio el amor que nos tiene.

En toda forma de culto a este Sacramento hay que tener en cuenta que su intención debe ser una mayor vivencia de la celebración eucarística. Las visitas al Santísimo, las exposiciones y bendiciones han de ser un momento para profundizar en la gracia de la comunión, revisar nuestro compromiso con la vida cristiana; la verificación de cada uno ante la Palabra del Evangelio, el asomarse al silencioso misterio del Dios callado... Esta dimensión individual del tranquilo silencio de la oración, estando ante él en el amor, debe impulsar a contrastar la verdad de la oración, en el encuentro de los hermanos, aprendiendo también a estar ante ellos en la comunicación fraternal.

La Exposición

La exposición y bendición con el Santísimo Sacramento es un acto comunitario en el que debe estar presente la celebración de la Palabra de Dios y el silencio contemplativo. La exposición eucarística ayuda a reconocer en ella la maravillosa presencia de Cristo o invita a la unión más íntima con él, que adquiere su culmen en la comunión Sacramental.

Habiéndose reunido el pueblo y, si parece oportuno, habiéndose iniciado algún cántico, el ministro se acerca al altar. Si el Sacramento no se reserva en el altar de la exposición, el ministro, con el paño de hombros lo trae del lugar de la reserva, acompañado por acólitos o por fieles con velas encendidas.

El copón o la custodia se colocará sobre el altar cubierto con mantel; mas si la exposición se prolonga durante algún tiempo, y se hace con la custodia, se puede usar el manifestador, colocado en un lugar más alto, pero teniendo cuidado de que no quede muy elevado ni distante. Si se hizo la exposición con la custodia, el ministro inciensa al Santísimo; luego se retira, si la adoración va a prolongarse algún tiempo.

Si la exposición es solemne y prolongada, se consagrará la hostia para la exposición, en la Misa que antes se celebre, y se colocará sobre él altar, en la custodia, después de la comunión. La Misa concluirá con la oración después de la comunión, omitiendo los ritos de la conclusión. Antes de retirarse del altar, el sacerdote, si se cree oportuno, colocará la custodia y hará la incensación.

La Adoración

Durante el tiempo de la exposición, se dirán oraciones, cantos y lecturas, de tal suerte que los fieles, recogidos en oración, se dediquen exclusivamente a Cristo Señor.

Para alimentar una profunda oración, se deben aprovechar las lecturas de la sagrada Escritura, con la homilía, o breves exhortaciones, que promuevan un mayor aprecio del misterio eucarístico. Es también conveniente que los fieles respondan a la palabra de Dios, cantando. Se necesita que se guarde piadoso silencio en momentos oportunos.

Ante el Santísimo Sacramento expuesto por largo tiempo, se puede celebrar también alguna parte, especialmente las horas más importantes de la Liturgia de las Horas; por medio de esta recitación se prolonga a las distintas horas del día la alabanza y la acción de gracias que se tributan a Dios en la celebración de la Misa, y las súplicas de la Iglesia se dirigen a Cristo y por Cristo al Padre, en nombre de todo el mundo.

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