martes, 5 de febrero de 2019

Cómo rezar el Rosario con Imágenes; Misterios Luminosos



By Ángeles Conde


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SEGUNDO MISTERIO
Las bodas de Caná
«Tres días después, se celebraba una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. Fueron invitados también a la boda Jesús y sus discípulos. Al quedarse sin vino, por haberse acabado el de la boda, le dijo a Jesús su madre: “No tienen vino”. Jesús le respondió: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Pero su madre dijo a los sirvientes: “Haced lo que Él os diga” Había allí seis tinajas de piedra, destinadas a las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Jesús les dijo: “Llenad las tinajas de agua” Ellos las llenaron hasta arriba. “Sacadlas ahora -les dijo- y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían) llamó al novio y le dijo: “Todos sirven primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el inferior. Tú, en cambio, has reservado el vino bueno hasta ahora. Este fue el comienzo de los signos que realizó Jesús, en Caná de Galilea, así manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos».  (Jn 2, 1-11)



El matrimonio es cosa seria. Y es tan bello, que todos hemos venido al mundo para casarnos. Sí, así es. Vamos por partes.


Que es algo serio no lo digo por exigente -que lo es- sino por profundo. Muchos se casan muy enamorados sabiendo que será difícil, y arremangándose para vivirlo poniendo todo de su parte. Pocos, sin embargo, se casan sabiendo que su sentido los trasciende como pareja de tal modo que será Dios mismo quien pondrá todo de su parte para acompañarles en el camino y llevar a término con gozo y con amor cuajado, aquilatado, lo que comenzó con tanta ilusión. El matrimonio es una vocación tan bella que el Hijo de Dios vino al mundo para casarse. O al menos eso escribía San Agustín cuando, comentando el pasaje de las bodas de Caná, se preguntaba si tendríamos que maravillarnos de que haya acudido a un convite de bodas Aquel que vino al mundo para una boda. Y decía «si no hubiera venido a bodas, no tendría aquí a la esposa».


De nuevo, por partes.



En el mosaico ¿qué vemos? Una pareja de novios; a Cristo y a su madre, al sirviente y las tinajas. En realidad, estas se encuentran en primer plano, porque son el perno de interpretación del conjunto. Las tinajas llenas de agua “para las purificaciones de los judíos” representan la ley de Israel, aquella que imponía como precepto, como “mandamiento de la Ley” cosas como lavarse las manos o lavar los platos. La Ley… de Moisés, porque Dios no había dicho nada de eso. Y normas humanas se habían convertido en un peso sobre la gente que no podía cargarse más. Jesús venía a liberar de ese peso, y a convertir aquel agua en vino nuevo, en alegría. Y es que no se trataba de añadir preceptos a la vida, sino de traer la Vida, y darle significado, sentido eterno. Jesús dio un solo mandamiento que, según dijo, no venía a abrogar la ley, sino a darle cumplimiento: el mandamiento nuevo, «que os améis los unos a los otros como Yo os he amado». Porque todo lo anterior había comenzado siendo una ayuda para el hombre. Pero se había vuelto contra el hombre.


Vemos a estos esposos en el mosaico. Se les ve tristes. El Evangelio lo dice: «no tienen vino». No tienen amor. Y sin amor las cosas se terminan haciendo «porque se tienen que hacer». Sin sentido. Sin ilusión. En el Antiguo Testimonio, la sobreabundancia del vino era signo de gozo, de bendición mesiánica, de tiempos futuros, de salvación. Jesús convierte aquel agua en el vino que necesitaban, anunciando con este signo que está cerca el cumplimiento de la Salvación para la que ha venido. En la Última Cena el vino se transformará en su Sangre. Y en el Calvario se derramará por amor y para nuestra salvación. Es el mejor vino. Es el vino del amor, que sobreabundará con el don del Espíritu Santo, el Espíritu de Amor, simbolizado en el Costado abierto de Cristo del cual salen sangre y agua.


Jesús se presenta como el Esposo. María, figura de la Iglesia, como la esposa.


«El Señor tiene aquí, por tanto, una esposa que Él ha redimido con su sangre, a la cual ha dado como prenda el Espíritu Santo. La ha arrebatado a la tiranía del diablo, ha muerto por sus culpas, y ha resucitado para su justificación. ¿Quién puede ofrecer tanto a su esposa?» (San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, VIII, 4-5)


En el sacramento del matrimonio, en que los esposos son figura de la unión indisoluble de Cristo y de la Iglesia, el Espíritu Santo viene sobre los esposos. Y es todo el Amor de Dios el que Nuestro Señor promete que derramará sobre sus vidas. El enamoramiento pasará. Quizá en algún momento flaquearán las fuerzas y sostener la donación, el amor, la ilusión, huyendo del tedio y del cansancio, y de la fatiga del convivir… se hará a veces muy cuesta arriba, a veces para algunos dolorosamente pesado y sacrificado. Jesús invita a confiar, a suplicarle que envíe una y otra vez su Espíritu Santo que convierta el agua insípida de tantos momentos en vino nuevo, en gozo, en paz, en amor renovado, en purificación de un amor que une y eleva a ambos, en Cristo. No será ya cuestión de perseverar a base de esfuerzo; sino de confiar en el amor recibido de Dios y donarse totalmente sin temor a perderse, sabiendo que la fuente de Amor ha sido volcada en la propia vida, que «el amor de Dios ha sido derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que se os ha dado» y que es y será Vida inagotable.


A este amor estamos todos llamados. A ser Iglesia Esposa de Cristo, que acoge el vino nuevo de un amor infinito. De este Amor y de esta Vida se vive, se goza, se crece. Son el Amor y la Vida que no morirán jamás, en los que consiste la vida eterna. El mejor vino.

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