EL ESPÍRITU SANTO
EN LA EXPERIENCIA DE SAN FRANCISCO (I)
por José Álvarez, OFM
Quiero evocar en esta reflexión a Francisco de Asís como testigo exponencial de la acción que este dulce huésped del alma, el Espíritu Santo, realizó en su persona y está llamado a realizar en todo creyente, máxime si milita en su Orden «por divina inspiración».
Francisco no fue un teólogo académico, fue un lugar teológico. Desde que le alcanzó la gracia, se dejó transformar hasta convertirse en el auténtico «poverello» (anawin), pobre hasta ser obediente como María, la Virgen. Por esta obediencia Francisco dejó el mundo y se convirtió en peregrino del Absoluto, impulsado por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Test).
Las fuentes franciscanas abundan en subrayar el hecho de que Francisco estaba lleno del Espíritu Santo (2 Cel 46); que hablaba lo que este Espíritu le sugería (2 Cel 25; TC 64); que guiado por el Espíritu entró a orar en San Damián (2 Cel 9-10); este Espíritu le guiaba siempre (1 Cel 100); bajo su acción adivinaba y predecía el futuro de su Orden (cf. 2 Cel 27); lleno del Espíritu de Dios no se cansaba de glorificar, alabar y bendecir en todas las cosas al soberano creador y conservador de las mismas (1 Cel 80; 93 y 98).
Cada cual proyecta lo que lleva dentro. Francisco proyectaba en sus palabras este Espíritu. Dice san Buenaventura: «Sus palabras no eran vacías ni objeto de risa, sino llenas de la fuerza del Espíritu Santo...» (LM 3,2). Esto daba seguridad a los hermanos, tan necesaria, sobre todo al principio, cuando aún muchos le tenían por loco extravagante.
Subraya san Buenaventura que san Francisco era tan convincente en palabras y obras que poco a poco todos, aun los vacilantes, «reconocieron que realmente descansaba el Espíritu del Señor en su siervo Francisco con tal plenitud, que podían sentirse del todo seguros siguiendo su doctrina y ejemplo de vida» (LM 4,4). «Por todo lo cual, bien puede concluirse -dice el mismo biógrafo- que estuvo investido con el espíritu y poder de Elías» (LM Prólogo 1).
Sorprende a uno la seguridad que manifiesta Francisco en un tema tan importante y delicado como es el discernimiento espiritual para no caer en el autoengaño, y tanto más nos sorprende cuanto que él mismo dice que no tenía director espiritual: «Al principio nadie me mostraba lo que debía hacer, sino que el Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio» (Test 14).
Cuando Francisco es capaz de distinguir con tal nitidez la voz interior de Dios, ha curtido muy bien ya y purificado el espíritu contrario, es decir, el espíritu de la carne que, con tanta frecuencia, confunde a algunos. ¿Cómo puede saber uno si le anima el Espíritu del Señor o el espíritu de la carne? Desde su experiencia carismática nos ha dejado un sapientísimo criterio de discernimiento para la ocasión; dice: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el Espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los hombres» (Adm 12).
Fácilmente se advierte cómo a todo esto subyace la pobreza espiritual, que es humildad, y la obediencia «que confunde -dice el Santo- a todos los quereres corporales y carnales, y mantiene mortificado su cuerpo para obedecer al Espíritu» (SalVir 14).
Resulta admirable cómo este hombre simple e iletrado llegó a comprender la importancia nuclear del Espíritu Santo en su vida cristiana. Sin embargo, es la clave de su espiritualidad, pues le bastó escuchar muchas veces y meditar lo que dice la Sagrada Escritura sobre el Espíritu Santo y tratar después de hacerlo experiencia.
El resultado fue éste: que en el principio fue el Espíritu, que engendra, fecunda, anima, llama y acompaña; que el Espíritu es el agente de toda buena obra, como seguir las huellas de Cristo, llegar a Él, Altísimo, hacer por amor suyo lo que a Él le agrada, etc.; que el Espíritu vivifica, da vida, «y son vivificados por el Espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al espíritu de la carne toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al Altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (cf. Adm 7). Otro buen criterio de discernimiento.
En su Testamento, Francisco levanta acta de los favores de Dios. Dios se le ha volcado en dones: conversión, fe, hermanos, proyecto de vida, etc. Pero el don sobre todo don ha sido el Espíritu del Señor, pobre, humilde, eucarístico, que le ha revelado, inspirado y guiado en todo momento. Gracias a Él ve al Hijo de Dios en los sacerdotes, está unido a Cristo, sabe que recibe el cuerpo y sangre de Cristo... (Adm 1).
El Espíritu ilumina, enciende (CtaO 51), infunde virtudes (SalVM 6), inspira el seguimiento (1 R 2,1). Estos y tantos otros efectos del Espíritu del Señor desencadenan en Francisco y en los hermanos toda una serie de actitudes de carácter espiritual que les hacen vivir en la santa libertad de los hijos de Dios, es decir, espiritualmente. No cabe duda de que si Francisco logró ser libre, vivir y actuar con aquella santa libertad durante toda su vida, fue gracias al Espíritu del Señor que le invadió y le transformó en su portavoz y altavoz. ¡Este cristiano sí que fue un carismático marca registrada!
[En Santuario, n. 118, 1997, pp
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