viernes, 19 de agosto de 2022

DIRECTORIO FRANCISCANO San Francisco de Asís y la Eucaristía

 



SANTA CLARA DE ASÍS Y LA EUCARISTÍA
por René-Charles Dhont, o.f.m.
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La vida entera de santa Clara está centrada en Cristo. Su pensamiento y su corazón están radicados en Él. Su existencia es una intrépida y constante búsqueda de la máxima intimidad y de la más perfecta imitación. Este dinamismo profundo que la impulsa a la unión íntima y total con el Señor había de llevarla necesariamente al lugar privilegiado del encuentro y de la comunión: la eucaristía. Clara es, de hecho, junto con Francisco, su padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de principios del siglo XIII.
Es menester, sin embargo, enmarcar la devoción eucarística de Clara en el contexto de la vida religiosa de su época. El siglo XIII es un siglo eucarístico. En el transcurso de las controversias eucarísticas de los siglos IX y XI se había defendido con firmeza y definido sólidamente la doctrina eucarística y se había puesto a plena luz el dogma de la presencia real. Pero, en la práctica, este movimiento en favor de Cristo en su Sacramento mira al culto de la Santa Reserva, el cual progresa rápidamente, mientras disminuye de forma peligrosa, a pesar de los esfuerzos de los Papas, de los Concilios y doctores, la práctica de la comunión.
Si se olvida este contexto histórico, se corre el riesgo de interpretar los actos y las palabras de nuestra santa en sentido contrario. El presente estudio procura, por eso, encuadrarlos en su tiempo lo bastante como para permitir una interpretación correcta.
Aunque las fuentes de la vida de santa Clara raramente aluden a este tema, una profunda devoción eucarística animaba el monasterio de San Damián. La decidida voluntad de la abadesa y de sus hermanas de vivir y morir «en la fe católica y en los sacramentos de la Iglesia» (RCl 2), bastaría para fundamentar esta opinión.
El ejemplo de Francisco, por lo demás, permanecía vivo ante sus ojos. La devoción del Pobrecillo al Cuerpo de Cristo era tan intensa que constituía como el centro de su vida con el Señor. En su primera Admonición nos confiesa: «Y como se mostró (Cristo) a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado... y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: "Mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo"». Clara, su «Plantita», que fue en todo momento el reflejo del alma del «Pobrecillo», no pudo alejarse de él en este punto esencial.
Estas observaciones confieren su auténtico relieve a los pocos trazos que las fuentes nos han transmitido sobre la importancia de la Eucaristía en la vida de Clara.
La liturgia eucarística
Apenas conocemos nada respecto a las celebraciones eucarísticas en San Damián. Un Hermano Menor moraba allí establemente para garantizar la celebración de la misa y la administración de los sacramentos, y podía celebrar la misa dentro de la clausura cuando las hermanas comulgaban (RCl 3). Clara «comulgaba frecuentemente» y con un fervor que se exteriorizaba en las lágrimas (Proceso 2,10; 3,7); también puede citarse su felicidad cuando recibió por última vez la comunión antes de su muerte (LCl 42). Conociendo esto y sabiendo también cuánto la conmovía y enardecía el pensamiento de Cristo crucificado, no corremos riesgo de equivocarnos al pensar que el Sacrificio de Cristo resonaba en su corazón y que Clara fundamentaba en él su «religión».
Quisiéramos poder resucitar el alma de Clara en esas horas cuotidianas de celebración litúrgica, pero no hay ningún recuerdo sobre el modo como Clara recibía entonces la Palabra de Dios; no obstante, cuanto conocemos respecto a la avidez de Clara por escuchar la predicación, aunque fuera medianoche, y su gusto por el Evangelio, no dejan lugar a dudas sobre su presencia atenta y activa en la liturgia de la Palabra; respecto al Sacrificio eucarístico, podrían esclarecerse los sentimientos de Clara mediante los de Francisco. Aunque poco nos ayudan las fuentes, no podemos pensar que estuviera allí por simple fidelidad a un deber. Hay un hecho que nos permite entrever cómo revivía, en el desenvolvimiento litúrgico, el misterio de Cristo y participaba en él.
Una noche de Navidad, Clara, enferma, permanecía sola en su celda mientras sus hermanas estaban en el coro rezando Maitines. La abadesa, dice la Leyenda de santa Clara, «se puso a pensar en el Niño Jesús y se dolía mucho de no poder tomar parte en dichas alabanzas. Suspiraba: "¡Señor Dios, héme aquí sola y abandonada de ti!" De repente comenzó a oír el maravilloso concierto que cantaban en la iglesia de San Francisco. Percibía la jubilosa salmodia, seguía la armonía de los cantos, percibía incluso el sonido de los instrumentos... Pero, y esto supera semejante prodigio de audición, mereció ver además el pesebre del Señor. A la mañana siguiente, cuando acudieron a verla sus hijas, les dijo: "Bendito sea mi Señor Jesucristo. He escuchado realmente, por su gracia, las solemnes funciones que se celebraron anoche en la iglesia de San Francisco"» (LCl 29).
Aquella noche, en su lecho de enferma, «vivió» Clara la natividad de Jesús. «Pensaba en el Niño Jesús». Con todo su corazón estaba junto a Él en Belén. Y esta presencia fue tan intensa que «vio» con sus propios ojos el pesebre del Señor. Lo vio en su humildad y pobreza. Y todo ello penetraba en su ser suscitándole un impulso de ternura, una voluntad ardiente de compartir la pobreza y la humildad de su Señor. Las melodías y la alegre salmodia servían de soporte y de expresión a todos los movimientos de su amor, acompañaban la alabanza que brotaba de su corazón.
Clara vivía, pues, una vida litúrgica tal como la Iglesia la desea para todos sus hijos. En efecto, si la liturgia celebra los misterios de Cristo, es para que los hagamos nuestros. La finalidad de las palabras, los cantos, los gestos es hacernos presentes dichos misterios a fin de despertar en nuestros corazones la alabanza y la acción de gracias, y ponernos en comunión vital con Cristo y sus misterios.
Sin duda, ningún texto, como hemos dicho, nos descubre tan explícitamente el alma de Clara. No carece, sin embargo, de fundamento este esfuerzo por redescubrir su vida íntima. Sabemos en efecto que la sola meditación de los misterios de Cristo inducía a Clara a este camino (cf. LCl 19; Carta 4). Con mucha más razón, cuando la Iglesia evoca y hace presentes los misterios en los ritos litúrgicos.
Es verdad que hace falta haber meditado largo tiempo en la oración solitaria, para vivir las celebraciones litúrgicas con tal profundidad. Quien no se ha detenido a contemplar a Cristo en Belén, en Nazaret, en el Calvario, no llegará lejos en su participación personal en los misterios de Navidad y de Pascua. Una vida litúrgica que no se apoya en la oración personal corre el riesgo de ser una especie de "representación" que no compromete verdaderamente a los actores.
Pero santa Clara fue una gran contemplativa, asidua a la oración silenciosa. Cuantos la conocieron lo atestiguan.
Clara vivía habitualmente con la mirada puesta en Dios, con el espíritu y el corazón ocupados en Él. Con todo, la oración en sentido fuerte marcaba horas de plenitud en su existencia inmersa en Dios. En tales momentos, a solas con el Señor, completamente entregada y abandonada en sus manos, penetraba cada vez más profundamente en su intimidad, saciaba su sed de amor y alimentaba su voluntad de traducir en toda su vida su amor.
La Eucaristía era para Clara, al igual que para Francisco, el lugar privilegiado de este encuentro con Cristo. Para ambos, si bien el Señor nos ha dejado en cuanto a su presencia corporal, permanece con nosotros en su presencia eucarística: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21).
Aunque son pocos los testimonios referentes a la vida eucarística en San Damián, la célebre oración ante la hostia consagrada durante la invasión del monasterio por los soldados musulmanes, el cuidado de Clara para adornar los altares con paños finos, el tema privilegiado de las conversaciones con el cardenal Hugolino durante su permanencia en San Damián en las fiestas de Pascua, etc., inducen a creer que Clara se asoció plenamente a la devoción eucarística de su padre y amigo Francisco. Lo veremos más ampliamente a continuación.
Devoción a la Santa Reserva
Clara vive en la época en la cual se despliega pujante en el pueblo de Dios el culto a Cristo presente en la Eucaristía. Este, tras un desarrollo ininterrumpido desde los orígenes, alcanza un lugar importante en la vida espiritual de la Iglesia. Sus manifestaciones se multiplican. «Puede afirmarse, escribe H. Thurston, que a partir de 1200 el pensamiento y el culto de la Eucaristía se convierten en casi toda la Iglesia en objeto constante e inmediato de solicitud». Ello inducirá al Papa Urbano IV a aprobar oficialmente, en 1264, la fiesta del Cuerpo de Cristo, a instancias de santa Juliana de Montcornillon.
La abadesa de San Damián, que siempre quiso vivir en plena comunión de fe con la Iglesia y de vida con el Pueblo de Dios, no podía permanecer indiferente a ese progreso que hallaba, además, un amplio eco en las aspiraciones de su corazón y en el ejemplo de san Francisco.
Su fe y su recurso al Señor, presente bajo las apariencias del pan consagrado, nos son revelados en un momento grave de su existencia y de la existencia de sus hermanas. En 1240, soldados musulmanes venidos para sitiar Asís, invaden el monasterio. Entre el pánico general, sólo la abadesa conserva la sangre fría. No hay posibilidad alguna de socorro humano; pero queda Dios. Y Clara se dirige a Cristo en la Eucaristía, como recuerda una testigo en el Proceso de canonización:
«Una vez entraron los sarracenos en el claustro del monasterio, y madonna Clara se hizo conducir hasta la puerta del refectorio y mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba el santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: "Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar". Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: "¡Yo te defenderé siempre!" Entonces la dicha madonna rogó también por la ciudad, diciendo: "Señor, plázcate defender también a esta ciudad". Y aquella misma voz sonó y dijo: "La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida". Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: "No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios". Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daño alguno» (Proceso 9,2).
De manera semejante, dice el relato paralelo de Celano que los sarracenos cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes; entonces las damas pobres acudieron a su madre entre lágrimas. «Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos» (LCl 21). Estos textos hacen pensar en una pequeña caja o cofre de plata revestido de marfil, en el cual se tenía entonces la costumbre de conservar las formas consagradas, más que en una custodia. En 1230, Juan Parente, Ministro general de la Orden franciscana, mandó que se conservara en todos los conventos el Santísimo Sacramento en copones de marfil o de plata, colocados en tabernáculos bien cerrados. Nótese, sin embargo, que las custodias más antiguas se remontan al siglo XIII.
Así pues, en un momento dramático para la comunidad, Clara recurre a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Manda que lo coloquen entre las hermanas y los soldados y dirige a La su oración. Él responde a su confianza. De Él viene la salvación.
La respuesta de Cristo debió marcar profundamente en el futuro la piedad eucarística de San Damián. No podían olvidar las hermanas que un día les había llegado la salvación de Cristo escondido en la «píxide de plata recubierta de marfil».
Otro hecho refuerza esta intuición. En 1241, Vital de Aversa asedia Asís, amenazando destruir la ciudad. Clara moviliza a sus hermanas a la oración y a la penitencia, a fin de obtener la protección del Señor sobre la ciudad en peligro. También en este caso las impele a dirigir sus ruegos a Cristo presente en la Eucaristía, como recuerda una testigo: Alguien dijo a Clara que la ciudad de Asís iba a ser entregada; entonces ella mandó a sus hermanas que de madrugada fuesen a donde estaba ella. Cuando estuvieron reunidas, Clara hizo traer ceniza, se descubrió por completo la cabeza y mandó a todas hacer lo mismo. «Después, tomando ceniza, ella se puso gran cantidad sobre su cabeza, recientemente rapada, y a continuación la puso también sobre la cabeza de todas las hermanas. Hecho esto, mandó que todas fuesen a la capilla a hacer oración. Y de tal modo lo cumplieron, que al día siguiente, de mañana, huyó aquel ejército, roto y a la desbandada» (Proceso 9,3).
Las hermanas van a la capilla a hacer oración. Sin duda, la experiencia de la presencia protectora del año anterior permanece viva en todas las memorias. Su oración eucarística es escuchada de nuevo.
Lo que estos relatos nos testifican formalmente es el recurso a Cristo presente en la eucaristía y la respuesta del Señor en situaciones trágicas. Conociendo la profundidad contemplativa de las hermanas de San Damián, su simplicidad y su rectitud, resulta impensable que este recurso brotara excepcionalmente a partir de un clima de pánico. Los instantes de peligro inminente excluyen la reflexión: el corazón revela entonces sus impulsos íntimos. Si Clara acude tan espontáneamente a Cristo en el Santísimo Sacramento, si le pide ayuda y le confía el cuidado de defender a las hermanas, en vez de recogerse simplemente en Dios, es, sin duda, porque estaba habituada a buscar a su Señor en la hostia consagrada.
La iconografía confirma esta intuición. Ya las primeras imágenes la muestran asociada al culto eucarístico: desde el siglo XIII se la representa llevando una custodia en una actitud de humilde adoración. Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de Clara. La imaginería de los siglos XVII y XVIII deformó este significado. Ya no representa a Clara en actitud de adoración, sino levantando la custodia hacia los sarracenos, como queriéndoles expulsar. Lo que prevalece es el milagro y no el culto de la santa a Cristo en el Sacramento. Un curioso cuadro de Rubens representa a Clara en medio de los grandes doctores de la Iglesia. Ella tiene en sus manos la píxide (Museo del Prado, Madrid).
La piedad de Clara se ampliaba, a partir de la persona de Cristo, reconocido y frecuentado en su presencia eucarística, a todo cuanto rodea la Eucaristía. Si Francisco regalaba ciborios y utensilios para la elaboración de las formas a las iglesias pobres (LP 80; 2 Cel 201), nuestra santa confeccionaba corporales con sus propias manos. Declara sor Cecilia: «Madonna Clara, la cual no quería estar nunca ociosa, aun durante la enfermedad de la que murió, hacía que la incorporasen de modo que se sentase en el lecho, e hilaba. De este hilado mandó confeccionar una tela fina con la que se hicieron muchos corporales y fundas para guardarlos, guarnecidas de seda o de paño precioso. Y los envió al obispo de Asís para los que bendijese, y luego los envió a las iglesias de la ciudad y del obispado de Asís. Y, según creía la testigo, se repartieron por todas las iglesias» (Proceso 6,14). Sor Pacífica de Guelfuccio precisa que dichos corporales eran enviados por los hermanos a las iglesias o se daban a los sacerdotes que iban al monasterio (Proceso 1,11; cf. 2,12). Celano, que refiere también estos hechos, subraya su valor expresivo: en ellos ve una prueba evidente de la fervorosa devoción de Clara al Santísimo Sacramento del altar: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos. Así, por ejemplo, durante aquella grave enfermedad que la tuvo postrada en cama, se hacía incorporar y asentar al apoyo de unas almohadas; sentada así, hilaba finísimas telas, de las cuales elaboró más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís» (LCl 28).
En estas obras se trasluce todo el amor de Clara y de sus hermanas. Las Hermanas Pobres, que no siempre tienen bastante pan para comer, no dudan en ofrecer a las iglesias tejidos de fino linón, estuches preciosos recubiertos de seda, de púrpura, bordados en oro. Nada es costoso, cuando se ama; no hay nada excesivamente hermoso para estas telas que van a recibir el Cuerpo de Cristo.
Una carta del cardenal Hugolino nos proporciona una última indicación sobre el fervor que reinaba en San Damián hacia el Sacramento del altar. Testimonio tanto más precioso por cuanto es anterior a los hechos arriba relatados. El prelado había celebrado la fiesta de Pascua en San Damián. Una vez de regreso junto al Papa, envía a Clara una carta muy afectuosa, en la cual sobresale, entre todos los recuerdos de su estancia en San Damián, el siguiente: «Me falta aquella alegría gloriosa que sentí cuando hablaba con vosotras del Cuerpo de Cristo, con motivo de la Pascua que celebré contigo y con las demás siervas de Cristo» (BAC p. 358-9).
Si estas conversaciones quedaron tan profundamente impresas en la memoria del cardenal, si éste se recrea en evocarlas, es porque en San Damián debió encontrar una devoción al Santísimo Sacramento del Cuerpo de Cristo superior a lo que era habitual entonces.
Nos gustaría ciertamente conservar testimonios más explícitos sobre este culto. Sin embargo, enmarcados en el amplio movimiento en pro de la adoración del Santísimo Sacramento y, sobre todo, si se les aproxima a la devoción de Francisco, que «exhortaba con solicitud a los hermanos... a que oyesen devotamente la Misa y adorasen con rendida devoción el cuerpo del Señor» (TC 57) y que fue guía de Clara en su vida de entrega a Dios, los pocos hechos aducidos adquieren valor de signos que permiten pensar que Clara y sus hermanas recluidas en San Damián dirigían al Señor presente entre ellas todo el entusiasmo de su amor.
Frecuencia de la Comunión
El fervor de Clara respecto del banquete eucarístico confirma lo que refiere sor Bienvenida de Perusa: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11).
Acostumbrados a pensar, desde los decretos de Pío X, en la recepción diaria de la eucaristía, la palabra «frecuentemente» o «con frecuencia» nos resulta extraña. Encuadrada en su contexto histórico, revela, por el contrario, una frecuencia poco común.
En el siglo XIII, a la vez que progresa rápidamente el culto de Cristo presente en el Santísimo Sacramento, se constata un «enfriamiento casi general en la frecuentación de la Eucaristía». Los Pastores, los Concilios se ven obligados a intervenir para que los fieles se acerquen al banquete eucarístico en las fiestas de Pascua, Pentecostés, Navidad; por lo menos, una vez al año.
Si, a pesar de todo, los seglares no iban mucho más lejos, el caso de las religiosas era algo distinto. ¿De dónde provenía esta actitud de reserva del pueblo respecto a la Eucaristía? «El temor, la obligación (nueva entonces) de la confesión previa, la exigencia de continencia para las personas casadas habían reducido prácticamente la participación eucarística de los laicos al viático de los moribundos» (R. Beraudy). Aparte un temor respetuoso que acompañaba a su amor a Cristo, ninguno de estos motivos podía poner dificultades a las contemplativas. Las diversas Reglas que profesan obligan a algunas comuniones. Se trata de un mínimo que no excluye una participación más asidua. Aunque ésta se dejase al juicio de los confesores y de las superioras, las religiosas tendían de hecho a comulgar mucho más frecuentemente. Tal es la conclusión del P. Browe en un estudio sobre el tema: «La frecuencia de las comuniones se basaba en primer lugar en la Regla de la Orden a la cual pertenecían las religiosas. Las religiosas comulgaban al menos cuantas veces lo prescribía la propia Regla»; pero también es cierto que a menudo no se limitaban a ello. Por ejemplo, las cistercienses, cuyas Ordenaciones capitulares del Capítulo general de 1260 prescribían siete comuniones al año, podían comulgar más frecuentemente si el Visitador lo juzgaba oportuno. Ellas no se privaban de tal posibilidad: «En numerosos conventos las religiosas comulgaban cada dos domingos». La Regla de Isabel, en cuya elaboración colaboró san Buenaventura, aprobada por Urbano IV en 1263 para el monasterio de clarisas de Longchamp, prevé la comunión dos veces al mes, e incluso todos los domingos durante el adviento y la cuaresma. En el norte de Italia, en particular, las religiosas de clausura recibían con frecuencia el Cuerpo de Cristo. La mayor parte de las grandes místicas contemporáneas eran invitadas a ello por el mismo Cristo: las santas Matilde, Gertrudis, Ángela de Foligno, Margarita de Cortona; se puede citar también, por su influencia en este sentido, a María de Oignies ( 1213); su influjo alcanzó a santa Juliana de Montcornillon cuyo cometido fue decisivo en el progreso de la devoción eucarística.
El amor lleno de ternura a Cristo en su humanidad, base de la espiritualidad sobre todo a partir de san Bernardo y que alcanza su vértice con Francisco y Clara de Asís, debía hacer a estos últimos ávidos del encuentro con el «pan sagrado» en el cual se muestra ahora a nuestros ojos, pues «de esta manera está siempre el Señor con sus fieles» (Adm 1,19-22).
La Regla de santa Clara prescribe la comunión siete veces al año, en las fiestas de Navidad, Jueves Santo, Pascua, Pentecostés, Asunción, san Francisco, Todos los Santos (RCl 3). Algunos historiadores creen que este texto es una ley restrictiva. Todo induce a pensar que se trata -al igual que en el caso de la Regla cisterciense- de definir los días en los cuales se imponía a todas las religiosas la obligación de comulgar, sin excluir una mayor asiduidad; como también el concilio IV de Letrán, cuando obligó a la participación anual de la eucaristía, no quiso excluir el hacerlo más veces.
Hay, por otra parte, más de un testimonio sobre la práctica franciscana de la época. No se refieren directamente a las clarisas, pero revelan una orientación a la cual las clarisas no podían substraerse. Francisco comulgaba «con frecuencia» (LM 9,2; 2 Cel 201), tal vez cada semana o incluso cada día, si nos atenemos a la Carta a los clérigos: «... lo tocamos y tomamos diariamente por nuestra boca» (CtaCle 😎. Fray Gil ( 1263), conocido de Clara, comulgaba cada semana y en las principales fiestas. Conocemos la asiduidad en la participación en el banquete eucarístico, en una época más tardía, pero muy próxima, de santa Margarita de Cortona ( 1279) y de santa Angela de Foligno ( 1309).
Más interesante aún es el caso de la beata Humiliana de Cerchi ( 1246). Tras quedar viuda, ingresó en la Tercera Orden en Florencia. Comulgaba todos los sábados. Ahora bien, Inés, hermana de Clara, era en esa época abadesa del monasterio de clarisas de dicha ciudad. Estas no debían ignorar el caso. Puede pensarse, pues, que Inés y sus hermanas intentaran obtener el mismo privilegio, si es que no lo tenían ya. Y Asís no estaba lejos de Florencia: entre los dos monasterios existían relaciones cordiales.
En este clima franciscano de devoción al Cuerpo de Cristo, Clara, enardecida de amor a su Señor y deseosa de permanecer en plena armonía con la primera Orden, debió comprometerse con entusiasmo en este movimiento que arrastraba a la comunión frecuente.
Lejos de obstaculizarla, los Doctores y los Papas eran favorables a la comunión frecuente, diaria incluso. San Buenaventura la recomienda a todos aquellos cuya alma es pura y cuya caridad es ardiente. Alejandro de Halés y santo Tomás comparten esta opinión que es común a los teólogos contemporáneos. En la Regula novitiorum, Buenaventura aconseja a los novicios la comunión semanal. En todos los tiempos, sin duda alguna, las presiones sociológicas tienen un extremo influjo sobre las personas. Y la práctica eucarística era rara en el siglo XIII. Clara pudo ser también parcialmente víctima de tales presiones. Sin embargo, su poderosa personalidad, que no tenía miedo de ninguna iniciativa legítima, no podía dejarse esclavizar en este punto que debió ser muy importante para ella. El mismo Papa Inocencio III, con quien estuvo relacionada Clara (LCl 14), plantea la cuestión de la comunión diaria. Concluye invitando a que cada cual obre según conciencia: «Algunos dicen que hay que comulgar cada día; otros que no. Que cada cual haga lo que, en su piedad, juzgue bueno hacer».
Según estos maestros, el único obstáculo verdadero para la participación muy frecuente en el banquete del Señor era el pecado grave. Clara no podía tropezar en él. Siendo, además, tan dócil a la enseñanza de la Iglesia, particularmente en materia de sacramentos, no pudo menos de sentirse impulsada en su deseo por la doctrina de dichos maestros.
Tal vez no sabremos nunca qué quería decir exactamente sor Bienvenida cuando declaró en el Proceso que la santa Clara comulgaba «frecuentemente». Los pocos indicios aquí aducidos bastan para refutar la hipótesis de sólo siete comuniones al año. Si bien estos indicios no fundamentan una certeza positiva, nos proporcionan un dato de referencia a la práctica seguida por otras contemplativas: una vez cada quince días o incluso cada semana. No se puede rechazar a priori la hipótesis de que Clara y las hermanas de San Damián siguieran una práctica parecida.
Fervor de las comuniones de Clara
Si permanece la duda respecto a la frecuencia de sus comuniones, no puede dudarse, en cambio, del fervor con que las recibía.
Clara sabe que en la comunión recibe el «santísimo Cuerpo de Cristo», al Señor, que oculta su grandeza bajo humildes apariencias, al mismo tiempo que al Soberano del universo. Recordemos las palabras de sor Bienvenida de Perusa: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11); o las de sor Felipa: «Y lloraba copiosamente, sobre todo cuando recibía el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (Proceso 3,7). Celano escribe en la Leyenda: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos... Y cuando iba a recibir el Cuerpo del Señor, primero se bañaba en ardientes lágrimas y luego, acercándose estremecida, no menos reverenciaba a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra» (LCl 28).
Por eso, para Clara, la comunión es un beneficio inmenso. Recuerda sor Francisca: «Y luego que la santa madre hubo recibido el Cuerpo del Señor con mucha devoción, como acostumbraba siempre, dijo estas palabras: "Tan gran beneficio me ha hecho Dios hoy, que el cielo y la tierra no se le pueden comparar"» (Proceso 9,10). Y de manera semejante declara sor Felipa: «El señor papa Inocencio fue a visitarla cuando estaba gravemente enferma. Y ella dijo después a las hermanas: "Hijitas mías, alabad a Dios, porque el cielo y la tierra no son bastantes para tantos beneficios como yo he recibido de Dios, pues le he recibido hoy en el santo Sacramento y he visto también a su Vicario"» (Proceso 3,24).
Lo que ella espera de la comunión es nada menos que la salvación eterna. Esto es lo que ella pedía en la frecuente recitación de la oración de las cinco llagas: «Por tu santísima muerte, te ruego, Santísimo Señor Jesucristo, que antes de la hora de mi muerte merezca recibir para mi salvación eterna el sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre» (cf. Proceso 10,10; LCl 30).
La "salvación eterna": estas palabras tenían seguramente una profunda resonancia en el alma de la gran contemplativa. Evocan la entrada en la plenitud del Misterio de Cristo hacia el cual había orientado toda su vida; el cumplimiento del tránsito de este mundo a Dios en Cristo, con Cristo y por Cristo, que se inicia aquí abajo y se completa en la muerte.
Sin duda, toda la vida contemplativa es un paso hacia Dios. La comunión es, sin embargo, el medio por excelencia para realizar este tránsito: en ella tiene lugar la identificación con Cristo pascual, en ella se «lleva a cabo nuestra Pascua», como dice san Buenaventura.
El recuerdo del milagro de San Damián debía seguir iluminando esta visión sobrenatural. Si Cristo eucarístico proporcionó a las hermanas la salvación temporal, ¡con cuánta mayor razón esta misma eucaristía dará la salvación eterna a quienes le acogen en la comunión, según la frase del Señor: «Quien come de este pan tiene la vida eterna»! (cf. Jn 6,48-64). Francisco ve también en este alimento que es Cristo, «al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado» (CtaO 22), es decir, al Señor que continúa en la gloria la obra de la Redención del mundo.
Fruto maravilloso que supone sin embargo en quien lo espera un corazón bien dispuesto. Si la Virgen María engendró a Cristo en su carne porque antes lo había concebido en su corazón por la fe, de la misma manera el alumbramiento de Dios por la recepción del Cuerpo de Cristo supone un alma purificada y en tensión hacia «el mundo que viene» (cf. CtaCla 3).
«El efecto de utilidad de la eucaristía, nota san Buenaventura, se obtiene según la intensidad de la buena voluntad y según la grandeza de la vida y de la santidad».
Clara no hace del sacramento un rito mágico, sino la acogida sacramental de Aquél cuya salvación se ha aceptado ya en el propio corazón y en la propia vida por la fe y el amor. Cuando en la oración de las cinco llagas pide recibir «para la salvación eterna el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor», añade inmediatamente: «Tras la confesión leal y contrita de mis pecados, una perfecta penitencia, con toda pureza de alma y de cuerpo».
El Proceso de canonización precisa aún más esta actitud de fe. Recordémoslo: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11). Y la hermana Felipa añade, evocando sus recuerdos: «La bienaventurada madre tuvo especialmente la gracia de abundantes lágrimas, con gran compasión para con las hermanas y los afligidos. Y lloraba copiosamente, sobre todo cuando recibía el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (Proceso 3,7).
Cristo, recibido en un alma tan perfectamente preparada, podía desplegar libremente en ella todo su poder vivificante e introducir a su esposa cada día más en su Misterio. No se nos ha desvelado el secreto de tal intimidad. Se transparenta, sin embargo, a través de una visión con que fue favorecida sor Francisca y en algunas palabras pronunciadas por Clara tres años antes de su muerte: «Creyendo en cierta ocasión las hermanas que la bienaventurada madre estaba a punto de morir y que el sacerdote le debía administrar la sagrada comunión del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, la testigo vio sobre la cabeza de la dicha madre santa Clara un resplandor muy grande; y le pareció que el Cuerpo del Señor era un niño pequeño y muy hermoso. Y luego que la santa madre lo hubo recibido con mucha devoción, como acostumbraba siempre, dijo estas palabras: "Tan gran beneficio me ha hecho Dios hoy, que el cielo y la tierra no se le pueden comparar"» (Proceso 9,10).
La venida de Cristo en persona, en el resplandor de la luz y la exclamación jubilosa de la santa, son signos reveladores de la unión mística cuya experiencia beatificante vivía Clara. Su enardecido amor a Cristo, que la impulsaba con celo apasionado a la búsqueda de su Amado en la contemplación y en la imitación, hallaba su consumación, en cuanto es posible en la tierra, en la comunión del Cuerpo de Cristo, preludio de la comunión en la gloria. Los grandes maestros franciscanos, san Buenaventura en particular, afirman la importancia primordial de la comunión en la vida mística. A una con la contemplación, «la eucaristía es el gran sacramento de la experiencia mística», según la escuela franciscana, concluye E. Longré. Para Clara, que había saboreado las primicias de la gloria en la eucaristía, no cabía ya sino una carrera más fervorosa aún hacia Aquel que la esperaba para saciarla en la comunión eterna.
[René-Charles Dhont, O.F.M., Clara de Asís. Su proyecto de vida evangélica. Valencia, Ed. Asís 1979, págs. 53-57 y 199-215



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