sábado, 18 de abril de 2020

¡Señor mío y Dios mío!


Templo de San Francisco - Celaya, Gto.


¡Señor mío y Dios mío!

¡Buenos días, gente buena!
Domino II de Pascua A
Evangelio
Juan 20, 19-31
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió «Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan». 

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!». El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré». 

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!». Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe». Tomas respondió: «¡Señor mío y Dios mío!. 

Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!».
Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre.
Palabra del Señor


¡Señor mío y Dios mío!
Jesús dice nuevamente: “La paz con ustedes. Como el Padre me ha mandado a mí, así los mando a ustedes”. Dicho esto, sopló y les dijo: “reciban al Espíritu Santo”. A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados”. Tomás, uno de los Doce, llamado el gemelo, no estaba con ellos cunado vino Jesús… Los discípulos estaban encerrados en casa por miedo a los judíos. Han traicionado, se han escapado, tienen miedo todavía: ¿qué se puede esperar de ese grupito en desbandada? Y sin embargo, Jesús viene. Una comunidad encerrada, donde no se está a gusto, puertas y ventanas atrancadas, donde falta el aire y se siente la apretura. Y sin embargo, Jesús viene. No por encima, no por los lados, sino, - lo dice el Evangelio -, en medio de ellos. Y dice: La paz con ustedes.

No se trata de un deseo o una promesa, sino de una afirmación: la paz es, la paz aquí. Paz que desciende dentro de ustedes, que proviene de Dios. Es paz sobre nuestros temores, sobre nuestros sentimientos de culpa, sobre sueños no alcanzados, sobre las insatisfacciones que decoloran nuestros días. Pero alguien va y viene de aquel lugar, entra y sale: los dos de Emaús, Tomás, el decidido. Jesús y Tomás, los dos buscan. Se buscan. Ocho días después, todavía estaban ahí todos juntos. Jesús vuelve, con el más profundo respeto: en vez de reclamarle, se pone a disposición de sus manos.

Tomás no se había conformado con las palabras de los otros diez; no necesitaba un relato, sino un encuentro con su Señor. Que viene una primera vez y luego vuelve, que en vez de imponerse se propone; en vez de retirarse, se expone a las manos de Tomás: mete aquí tu dedo; trae la mano y métela en mi costado. La resurrección no ha cerrado los agujeros de los clavos, no ha resanado los labios de las heridas. Porque la muerte en cruz no es un simple incidente pasajero: esas heridas son la gloria de Dios, el punto más alto del amor, y por eso quedarán eternamente abiertas. Sobre esa carne el amor ha escrito su relato con el alfabeto de las heridas, indelebles ya, como el amor mismo. 

El Evangelio no dice que Tomás haya tocado ciertamente, o metido el dedo en la herida. Le ha bastado ese Jesús que se propone, una vez más, una enésima vez, con esa humildad, con esa confianza, con esa libertad, que no se cansa de venir a encontrar, que no deja a los suyos, ni siquiera si ellos lo han abandonado. Es su estilo, es él, no te puedes equivocar: ¡Señor mío y Dios mío! Crees porque me has visto; ¡dichosos los que no han visto y han creído! Una bienaventuranza para nosotros que no vemos, que buscamos a tientas y nos cuesta tanto… 

Grande educador, Jesús forma a los suyos para la libertad, para ser libres de las señales externas, para la búsqueda personal más que la docilidad. ¡Bienaventurados los que creen! La fe es el riesgo de ser felices. Ciertamente una vida no más fácil, pero más plena y vibrante. Herida, si, pero luminosa. Así termina el Evangelio, así comienza nuestro discipulado: con el riesgo de ser felices, llevando nuestras llagas de luz.
¡Feliz Domingo!
¡Paz y Bien!

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