jueves, 3 de octubre de 2019

Tránsito del Padre Francisco


Templo de San Francisco - Celaya, Gto.

Tránsito del Padre Francisco
3 de octubre por la tarde
Es confortadora y edificante la memoria de las personas queridas que, habiendo cumplido con   fidelidad la propia misión en este mundo, parten para la casa del Padre enriquecidas con méritos por el bien que practicaron a lo largo de sus vida. San Francisco, pobre y humilde, a los 44 años de edad, entra rico en los cielos. Oigamos, con veneración, la narración de los últimos momentos de su vida, conforme nos lo describe San Buenaventura:

"...Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhorto con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas. Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: 'Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mi, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos. 


Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los Evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del Evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua. Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me de la recompensa". (Leyenda Mayor 14, 5)

Reflexión:
Queridos hermanos:
Nos hemos reunido esta noche para celebrar el "Tránsito" de nuestro padre san Francisco, el momento en que, al final de su vida, él celebró su pascua; Estamos aquí para revivir en el silencio y la meditación los últimos momentos de la vida del Padre. Nos hemos congregado para responder al ardiente deseo de su corazón de moribundo, cuando al ver inminente el final de sus días, llamó a los hermanos que deseaba ver y bendijo a los presentes, a los ausentes y a todos los que a lo largo de los siglos formasen parte de su fraternidad.

Alegrémonos entonces, hermanos, en el Señor, porque los ojos enceguecidos por el llanto de nuestro Padre, nos han mirado también a nosotros; sus manos traspasadas nos han bendecido también a nosotros y esta noche se alzan de nuevo para posarse sobre cada uno de nosotros.

Detengámonos a meditar por un instante en los últimos momentos de la vida de Francisco, intentemos recordar sus gestos y sus palabras porque las palabras y los gestos de un moribundo deben permanecer vivos en la mente y en el corazón de los que quedan.

La muerte es siempre un momento trágico para el hombre, pero Francisco se acerca a ella con un gozo intenso. Siente gozo porque sabe que regresa a su Señor. Por eso confiesa su candor: "estoy tan estrechamente unido a mi Señor que me gozo sobremanera en el Altísimo".

Recordemos que Cristo tuvo miedo de la muerte: "mi alma está triste hasta la muerte –dirá la noche antes de ser crucificado". Padre, si es posible, que pase de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya... y vino del cielo un ángel a consolarlo".

Francisco, en cambio, -parece increíble-, canta, exulta, goza. En el se realiza de forma estupenda la promesa de Jesús: "Si ustedes creen en mi y mis palabras permanecen en ustedes, harán cosas mas grandes de las que yo he hecho". Es a la luz de estas palabras que nosotros podemos comprender la muerte misteriosa y sublime de Francisco.  

La pasión de Francisco se estaba terminando. Era una pasión larga, que duró veinte años, desde cuando desnudo delante de su padre, se entregó en los brazos de Cristo desnudo. Dos años después de haber recibido los estigmas, estaba finalmente para llegar su hora. Fue cuando, como recuerda Tomas de Celano "cumplidos en él todos los misterios de Cristo, voló felizmente a Dios". Cumplidos en él los misterios de Cristo significa que, por aquel designio que acompaña la vida y la historia estupenda de cada hijo de Dios, somos destinados, como lo recuerda el apóstol san Pablo, a llegar a ser conformes a la imagen del Hijo de Dios. En Francisco tal designio no sólo se dio en su corazón o en su voluntad, sino en su misma carne, hasta el punto en que sus hijos, cuando lo vieron moribundo en la Porciúncula comprendieron que había llegado a ser verdaderamente un hombre nuevo y vieron en su cuerpo las heridas del Cordero inmaculado, Jesucristo, quien con su sangre lavó los pecados del mundo.

Pero hay algo más: Francisco muere celebrando la Pascua del Señor. Realiza gestos llenos de profundo significado y su muerte se torna en una verdadera celebración litúrgica. En efecto, Francisco celebra un rito, ejerciendo una función típicamente sacerdotal; después de haber cantado su prefacio de acción de gracias y de haber recogido las voces de toda la creación, celebra finalmente su misa, la única misa de su vida, una misa sobre el mundo.

Después de haber escuchado el Evangelio de la última Cena, repite el gesto de Jesús, parte el pan y, lo distribuye a los suyos junto con su frágil cuerpo crucificado, indicando con ello el significado que quiere dar a su muerte, es decir, el de una comunión que lo mantendrá siempre unido a los suyos. 

Pero en una liturgia tan solemne no podía faltar el canto y Francisco mismo lo entona, recogiendo sus últimas fuerzas de moribundo; escoge el salmo 141, un canto estupendo, preludio festivo del encuentro del hombre con Dios: "Mientras mi espíritu viene a menos, tú conoces mi vida... yo grito a ti, Señor, tú eres mi refugio, tú eres mi suerte en la tierra de los vivos... arranca mi vida de la cárcel... en torno a mi los justos harán coro por tu favor para conmigo". Fue entonces cuando, cumplidos en él los misterios de Cristo, acogió la muerte cantando.

Queridos hermanos:
Francisco, nuestro padre y hermano, no sólo nos enseñó a vivir sino también a morir. Conviene que nos preguntemos: ¿Cómo miramos nosotros la muerte?  Si tenemos miedo de ella es evidente que nuestro corazón esta aun recargado con demasiadas cosas. Si Jesús es nuestro amigo, no debemos sentir miedo de él; no se teme la llegada de un amigo, sino que se lo espera con grande alegría. La vida de un hombre de fe navega serena al terminar la jornada de la vida, porque sabe que después de la oscuridad de la noche le espera el sol de la mañana, de la resurrección esperada.

A lo largo de los ocho siglos de historia franciscana ha habido tantos hermanos que, como Francisco de Asís, nos han enseñado no sólo a vivir sino también a morir. Ellos se han acercado a la hermana muerte tal vez no siempre cantando, pero sí con una paz serena y profunda en el corazón.
Por lo mismo, hermanos, continuemos nuestro camino hacia la meta pero mirando con grande simpatía la tierra, pues sabemos que toda la cosecha del mundo será recogida un día, dentro de ese misterio inefable que es la vida.

La vida, el canto, la primavera, el cielo azul, el sol resplandeciente, las estrellas que brillan, una ciudad llena de luces, el amor entre el hombre y la mujer, la amistad, la fraternidad, la paz, el consuelo, la sonrisa de un niño, la calma, el atardecer, el sol después de la tempestad, la contemplación, la oración. Todo va en camino de madurez y de crecimiento que nos llevará paso a paso hasta el final de esta vida maravillosa, hasta hacernos repetir con gozo y con convicción sincera las maravillosas palabras de Francisco nuestro padre y hermano: "Alabado seas mi Señor por nuestra hermana la muerte corporal"…

Fr. Arturo Ríos Lara, ofm

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