viernes, 25 de enero de 2019

El Papa Francisco en la JMJ: «Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado» Programa e intervenciones del viaje apostólico del Santo Padre a Panamá para la XXXIV Jornada Mundial de la Juventud (23-28 de enero de 2019). Huso horario de Panamá -5h UTC. Actualizado el viernes a las 9:15.










Miércoles, 23 de enero de 2019

9.35 Salida en avión desde Roma/Fiumicino hacia Panamá.

16.30 Llegada al Aeropuerto Internacional Tocumen de Panamá. Acogida oficial.

16.50 Transporte hacia la Nunciatura Apostólica.

Jueves, 24 de enero de 2019

9.45 Ceremonia de bienvenida en la entrada principal de la Presidencia de la República (Palacio de las Garzas).

10.00 Visita al presidente de la República en la Presidencia de la República (Palacio de las Garzas).

10.40 Encuentro con las autoridades, el cuerpo diplomático y representantes de la sociedad en el Palacio Bolívar.

11.15 Encuentro con los obispos centroamericanos en la iglesia de S. Francisco de Asís.

17.30 Ceremonia de acogida y apertura de la JMJ en el Campo Santa María la Antigua.

Viernes, 25 de enero de 2019

10.30 Liturgia penitencial con los jóvenes privados de libertad en el Centro de Cumplimiento de Menores Las Garzas de Pacora.

11.50 Transporte en helicóptero a la Nunciatura Apostólica.

17.30 Vía Crucis con los jóvenes en el Campo Santa María la Antigua.

Sábado, 26 de enero de 2019

9.15 Santa Misa con la dedicación del altar de la Catedral Basílica de Santa María la Antigua con los Sacerdotes, los Consagrados y los Movimientos Laicales.

12.15 Comida con los jóvenes en el Seminario Mayor San José.

18.30 Vigilia con los jóvenes en el Campo San Juan Pablo II.

Domingo, 27 de enero de 2019

8.00 Santa Misa para la Jornada Mundial de la Juventud en el Campo San Juan Pablo II.

10.45 Visita a la casa hogar Buen Samaritano. Ángelus.

16.30 Encuentro con los voluntarios de la JMJ en el Estadio Rommel Fernández.

18.00 Ceremonia de despedida en el Aeropuerto Internacional Tocumen de Panamá.

18.15 Salida en avión hacia Roma.

Encuentro con las autoridades, el cuerpo diplomático y representantes de la sociedad

Señor Presidente, 
Señora Vicepresidente,
Distinguidas autoridades,
Señoras y señores:

Le agradezco señor Presidente sus palabras de bienvenida y su amable invitación a visitar esta nación. En su persona quiero saludar y agradecer a todo el pueblo panameño que, desde Darién hasta Chiriquí y Bocas del Toro, han realizado un esfuerzo invalorable para acoger a tantos jóvenes provenientes de todas partes del mundo. Gracias por abrirnos las puertas de la casa.




Comienzo mi peregrinación en este histórico recinto donde Simón Bolívar – como lo acaba de recordar el señor Presidente - afirmó que «si el mundo hubiese de elegir su capital, el istmo de Panamá sería señalado para este augusto destino», y convocó a los líderes de su tiempo para forjar el sueño de la unificación de la Patria Grande. Convocatoria que nos ayuda a comprender que nuestros pueblos son capaces de crear, forjar y, sobre todo, soñar una patria grande que sepa y pueda albergar, respetar y abrazar la riqueza multicultural de cada pueblo y cultura. Siguiendo esta inspiración podemos contemplar a Panamá como tierra de convocatoria y como tierra de sueños.

1. Panamá es tierra de convocatoria

Así lo transparentó el Congreso Anfictiónico, y así también lo transparenta hoy el desembarco de miles de jóvenes que traen consigo el deseo y las ganas de encontrarse y celebrar.

Vuestro País, por su privilegiada ubicación, se vuelve un enclave estratégico no solo para la región sino para el mundo entero. Puente entre océanos y tierra natural de encuentros, Panamá, el país más angosto de todo el continente americano, es símbolo de la sustentabilidad que nace de la capacidad de crear vínculos y alianzas. Esta capacidad configura el corazón del pueblo panameño.

Cada uno de ustedes ocupa un lugar especial en la construcción de la nación y está llamado a velar para que esta tierra pueda cumplir su vocación de ser tierra de convocatorias y encuentros; esto implica la decisión, el compromiso y el trabajo cotidiano para que todos los habitantes de este suelo tengan la oportunidad de sentirse actores de su destino, del de sus familias y de la nación toda. Es imposible pensar el futuro de una sociedad sin la participación activa ―y no solo nominal― de cada uno de sus miembros, de tal modo que la dignidad se vea reconocida y garantizada en el acceso a la educación de calidad y en la promoción de trabajos dignos. Ambas realidades tienen la fuerza de ayudar a reconocer y valorar la genialidad y el dinamismo creador de este pueblo y a su vez, son el mejor antídoto ante cualquier tipo de tutelaje que pretenda recortar la libertad y someta o saltee la dignidad ciudadana, especialmente la de los más pobres.

La genialidad de estas tierras está marcada por la riqueza de sus pueblos originarios: bribri, buglé, emberá, kuna, nasoteribe, ngäbe y waunana, que tanto tienen que decir y recordar desde su cultura y visión del mundo: a ellos mi saludo, mi reconocimiento. Y no deja de ser un signo esperanzador el hecho de que esta Jornada Mundial de la Juventud haya comenzado una semana atrás con la Jornada de los jóvenes de los pueblos indígenas y la Jornada de los jóvenes de descendencia africana. Los saludo desde aquí y les agradezco que hayan dado este primer paso de esta Jornada Mundial de la Juventud. Ser tierra de convocatorias supone celebrar, reconocer y escuchar lo específico de cada uno de estos pueblos y de todos los hombres y mujeres que conforman el rostro panameño y animarse a entretejer un futuro esperanzador, porque solo se es capaz de defender el bien común por encima de los intereses de unos pocos o para unos pocos cuando existe la firme decisión de compartir con justicia los propios bienes.


Las nuevas generaciones, desde su alegría y entusiasmo, desde su libertad, sensibilidad y capacidad crítica reclaman de los adultos, pero especialmente de todos aquellos que tienen una función de liderazgo en la vida pública, llevar una vida conforme a la dignidad y autoridad que revisten y que les ha sido confiada. Es una invitación a vivir con austeridad y transparencia, en la responsabilidad concreta por los demás y por el mundo; una invitación a llevar una vida que demuestre que el servicio público es sinónimo de honestidad y justicia, y antónimo de cualquier forma de corrupción. Ellos reclaman un compromiso, en el que todos ―comenzando por quienes nos llamamos cristianos― tengamos la osadía de construir «una política auténticamente humana» (Const. past. Gaudium et spes, 73) que ponga a la persona en el centro como corazón de todo; lo cual impulsa a crear una cultura de mayor transparencia entre los gobiernos, el sector privado y la población toda, como reza esa hermosa oración que ustedes tienen por la patria: «Danos el pan de cada día: que lo podamos comer en casa propia y en salud digna de seres humanos».

2. Además de tierra de convocatoria, Panamá es tierra de sueños

En estos días Panamá no solo será recordada como centro regional o punto estratégico para el comercio o el tránsito de personas; se convertirá en un “hub” de la esperanza. Punto de encuentro donde jóvenes provenientes de los cinco continentes, cargados de sueños y esperanzas, celebrarán, se encontrarán, rezarán y reavivarán el deseo y su compromiso por crear un mundo más humano. Así desafiarán las miopes miradas cortoplacistas que, seducidas por la resignación, por la avidez, o presas del paradigma tecnocrático, creen que el único camino posible se transita en el «juego de la competitividad, [de la especulación] y de la ley del más fuerte donde el poderoso se come al más débil» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 53), cerrando el mañana a una nueva imaginación de la humanidad. Al hospedar los sueños de estos jóvenes, hoy Panamá se vuelve tierra de sueños que desafía tantas certezas de nuestro tiempo y genera horizontes vitales que señalan una nueva espesura al caminar con una nueva mirada respetuosa y llena de compasión por los otros. Durante este tiempo seremos testigos de la apertura de nuevos canales de comunicación y de entendimiento, de solidaridad, de creatividad y ayuda mutua; canales de medida humana que impulsen el compromiso, rompan el anonimato y el aislamiento en vistas a una nueva manera de construir la historia.

Otro mundo es posible, lo sabemos y los jóvenes nos invitan a involucrarnos en su construcción para que los sueños no queden en algo efímero o etéreo, para que impulsen un pacto social en el que todos puedan tener la oportunidad de soñar un mañana: el derecho al futuro también es un derecho humano.

En este horizonte parecieran tomar cuerpo las palabras de Ricardo Miró que, al cantarle al terruño de sus amores, decía: «Porque viéndote, Patria, se dijera /que te formó la voluntad divina/ para que bajo el sol que te ilumina /se uniera en ti la Humanidad entera» (Patria de mis amores).

Les renuevo mi agradecimiento por todo lo que han hecho especialmente usted, señor Presidente - para que este encuentro sea posible y expreso a usted, nuevamente señor Presidente, a todos los aquí presentes, y a quienes siguen por los medios de comunicación, mis mejores deseos de un renovada esperanza y alegría en el servicio al bien común.

Que Santa María la Antigua bendiga y proteja a Panamá.

Encuentro con los obispos centroamericanos

Queridos hermanos:

Gracias Mons. José Luis Escobar Alas, Arzobispo de San Salvador, por las palabras de bienvenida que me dirigió en nombre de todos. De los cuales aquí presente encuentro amigos de travesuras juveniles. El buen ladrón se ríe. Me alegra poder encontrarlos y compartir de manera más familiar y directa sus anhelos, proyectos e ilusiones de pastores a quienes el Señor confió el cuidado de su pueblo santo. Gracias por la fraterna acogida.



Poder encontrarme con ustedes es también “regalarme” la oportunidad de poder abrazar y sentirme más cerca de vuestros pueblos, poder hacer míos sus anhelos, también sus desánimos y, sobre todo, esa fe “corajuda” que sabe alentar la esperanza y agilizar la caridad. Gracias por permitirme acercarme a esa fe probada pero sencilla del rostro pobre de vuestra gente que sabe que «Dios está presente, no duerme, está activo, observa y ayuda» (S. Óscar Romero, Homilía, 16 diciembre 1979).

Este encuentro nos recuerda un evento eclesial de gran relevancia. Los pastores de esta región fueron los primeros que crearon en América un organismo de comunión y participación que ha dado —y sigue dando todavía— abundantes frutos. Me refiero al Secretariado Episcopal de América Central (SEDAC). Un espacio de comunión, de discernimiento y de compromiso que nutre, revitaliza y enriquece vuestras Iglesias. Pastores que supieron adelantarse y dar un signo que, lejos de ser un elemento solamente programático, indicó cómo el futuro de América Central —y de cualquier región en el mundo— pasa necesariamente por la lucidez y capacidad que se tenga para ampliar la mirada, unir esfuerzos en un trabajo paciente y generoso de escucha, comprensión, dedicación y entrega, y poder así discernir los horizontes nuevos a los que el Espíritu nos está llevando [1] (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235).

En estos 75 años desde su fundación, el SEDAC se ha esforzado por compartir las alegrías y tristezas, las luchas y las esperanzas de los pueblos de Centroamérica, cuya historia se entrelazó y forjó con la historia de vuestra gente. Muchos hombres y mujeres, sacerdotes, consagrados, consagradas y laicos, han ofrecido su vida hasta derramar su sangre por mantener viva la voz profética de la Iglesia frente a la injusticia, el empobrecimiento de tantas personas y el abuso de poder. Recuerdo que siendo cura joven, el apellido de algunos de ustedes era mala palabra. La constancia de ustedes mostró el camino, gracias.

Ellos nos recuerdan que «quien de verdad quiera dar gloria a Dios con su vida, quien realmente anhele santificarse para que su existencia glorifique al Santo, está llamado a obsesionarse, desgastarse y cansarse intentando vivir las obras de misericordia» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 107). Y esto, no como limosna sino como vocación.

Entre esos frutos proféticos de la Iglesia en Centroamérica me alegra destacar la figura de San Óscar Romero, a quien tuve el privilegio de canonizar recientemente en el contexto del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes. Su vida y enseñanza son fuente de inspiración para nuestras Iglesias y, de modo particular, para nosotros obispos. Él también fue mala palabra. Sospechado, excomulgado en los cuchicheos privados de tantos obispos.

El lema que escogió para su escudo episcopal y que preside su lápida expresa de manera clara su principio inspirador y lo que fue su vida de pastor: “Sentir con la Iglesia”. Brújula que marcó su vida en fidelidad, incluso en los momentos más turbulentos.

Este es un legado que puede transformarse en testimonio activo y vivificante para nosotros, también llamados a la entrega martirial en el servicio cotidiano de nuestros pueblos, y en este legado me gustaría basarme para esta reflexión, sentir con la Iglesia, reflexión que quiero compartir con ustedes. Sé que entre nosotros hay personas que lo conocieron de primera mano —como el Cardenal Rosa Chávez, a quien el Cardenal Quarracino me dijo que era candidato al premio Nóbel de fidelidad. Así que, Eminencia, si considera que me equivoco con alguna apreciación me puede corregir, no hay problema. Apelar a la figura de Romero es apelar a la santidad y al carácter profético que vive en el ADN de vuestras Iglesias particulares.

Sentir con la Iglesia

1. Reconocimiento y gratitud

Cuando San Ignacio propone las reglas para sentir con la Iglesia, perdonen la publicidad, busca ayudar al ejercitante a superar cualquier tipo de falsas dicotomías o antagonismos que reduzcan la vida del Espíritu a la habitual tentación de acomodar la Palabra de Dios al propio interés. Y así posibilita al ejercitante la gracia de sentirse y saberse parte de un cuerpo apostólico más grande que él mismo y, a la vez, con la consciencia real de sus fuerzas y posibilidades: ni débil ni selectivo o temerario. Sentirse parte de un todo, que será siempre más que la suma de las partes (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 235) y que está hermanado por una Presencia que siempre lo va a superar (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 8).

De ahí que me gustaría centrar este primer Sentir con la Iglesia, de la mano de San Óscar, como acción de gracias, o sea gratitud por tanto bien recibido, no merecido. Romero pudo sintonizar y aprender a vivir la Iglesia porque amaba entrañablemente a quien lo había engendrado en la fe. Sin este amor de entrañas será muy difícil comprender su historia y su conversión, ya que fue este mismo amor el que lo guió hasta la entrega martirial; ese amor que nace de acoger un don totalmente gratuito, que no nos pertenece y que nos libera de toda pretensión y tentación de creernos sus propietarios o únicos intérpretes. No hemos inventado la Iglesia, ella no nace con nosotros y seguirá sin nosotros. Tal actitud, lejos de abandonarnos a la desidia, despierta una insondable e inimaginable gratitud que lo nutre todo. El martirio no es sinónimo de pusilanimidad o de la actitud de alguien que no ama la vida y no sabe reconocer el valor que tiene. Al contrario, el mártir es aquel que es capaz de darle carne y hacer vida esta acción de gracias.

Romero sintió con la Iglesia porque, en primer lugar, amó a la Iglesia como madre que lo engendró en la fe y se sintió miembro y parte de ella.

2. Un amor con sabor a pueblo

Este amor, adhesión y gratitud, lo llevó a abrazar con pasión, pero también con dedicación y estudio, todo el aporte y renovación magisterial que el Concilio Vaticano II proponía. Allí encontraba la mano segura en el seguimiento de Cristo. No fue un ideólogo ni ideológico; su actuar nació de una compenetración con los documentos conciliares. Iluminado desde este horizonte eclesial, sentir con la Iglesia es para Romero contemplarla como Pueblo de Dios. Porque el Señor no quiso salvarnos aisladamente sin conexión, sino que quiso constituir un pueblo que lo confesara en la verdad y lo sirviera santamente (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 9). Todo un Pueblo que posee, custodia y celebra la «unción del Santo» (ibíd., 12) y ante el cual Romero se ponía a la escucha para no rechazar Su inspiración (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 16 julio 1978). Así nos muestra que el pastor, para buscar y encontrarse con el Señor, debe aprender y escuchar los latidos de su pueblo, percibir “el olor” de los hombres y mujeres de hoy hasta quedar impregnado de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1) y así escudriñar la Palabra de Dios (cf. Const. dogm. Dei Verbum, 13). Escucha del pueblo que le fue confiado, hasta respirar y descubrir a través de él la voluntad de Dios que nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para la familia, 4 octubre 2014). Sin dicotomías o falsos antagonismos, porque solo el amor de Dios es capaz de integrar todos nuestros amores en un mismo sentir y mirar.

Para él, en definitiva, sentir con la Iglesia es tomar parte en la gloria de la Iglesia, que es llevar en sus entrañas toda la kénosis de Cristo. En la Iglesia Cristo vive entre nosotros y por eso tiene que ser humilde y pobre, ya que una Iglesia altanera, una Iglesia llena de orgullo, una Iglesia autosuficiente, no es la Iglesia de la kénosis (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 1 octubre 1978).

3. Llevar en las entrañas la kénosis de Cristo

Esta no es solo la gloria de la Iglesia, sino también una vocación, una invitación para que sea nuestra gloria personal y camino de santidad. La kénosis de Cristo no es cosa del pasado sino garantía presente para sentir y descubrir su presencia actuante en la historia. Presencia que no podemos ni queremos callar porque sabemos y hemos experimentado que solo Él es “Camino, Verdad y Vida”. La kénosis de Cristo nos recuerda que Dios salva en la historia, en la vida de cada hombre, que esta es también su propia historia y allí nos sale al encuentro (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 7 diciembre 1978).

Es importante, hermanos, que no tengamos miedo de tocar y de acercarnos a las heridas de nuestra gente, que también son nuestras heridas, y esto hacerlo al estilo del Señor. El pastor no puede estar lejos del sufrimiento de su pueblo; es más, podríamos decir que el corazón del pastor se mide por su capacidad de dejarse conmover frente a tantas vidas dolidas y amenazadas. Hacerlo al estilo del Señor significa dejar que ese sufrimiento golpee y marque nuestras prioridades y nuestros gustos, golpee y marque el uso del tiempo y del dinero e incluso la forma de rezar, para poder ungirlo todo y a todos con el consuelo de la amistad de Jesucristo en una comunidad de fe que contenga y abra un horizonte siempre nuevo que dé sentido y esperanza a la vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). La kénosis de Cristo implica abandonar la virtualidad de la existencia y de los discursos para escuchar el ruido y la cantinela de gente real que nos desafía a crear lazos. Y permítanme decirlo: las redes sirven para crear vínculos pero no raíces, son incapaces de darnos pertenencia, de hacernos sentir parte de un mismo pueblo. Sin este sentir, todas nuestras palabras, reuniones, encuentros, escritos serán signo de una fe que no ha sabido acompañar la kénosis del Señor, una fe que se quedó a mitad de camino.

Recuerdo un pensador latinoamericano: Así se termina siendo un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia y una Iglesia sin pueblo.

La kénosis de Cristo es joven

Esta Jornada Mundial de la Juventud es una oportunidad única para salir al encuentro y acercarse aún más a la realidad de nuestros jóvenes, llena de esperanzas y deseos, pero también hondamente marcada por tantas heridas. Con ellos podremos leer de modo renovado nuestra época y reconocer los signos de los tiempos porque, como afirmaron los padres sinodales, los jóvenes son uno de los “lugares teológicos” en los que el Señor nos da a conocer algunas de sus expectativas y desafíos para construir el mañana (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 64). Con ellos podremos visualizar cómo hacer más visible y creíble el Evangelio en el mundo que nos toca vivir; ellos son como termómetro para saber dónde estamos como comunidad y sociedad.

Ellos portan consigo una inquietud que debemos valorar, respetar, acompañar, y que tanto bien nos hace a todos porque desinstala y nos recuerda que el pastor nunca deja de ser discípulo y siempre está en camino. Esa sana inquietud nos pone en movimiento y nos primerea. Así lo recordaron los padres sinodales al decir: «los jóvenes, en ciertos aspectos, van por delante de los pastores» (ibíd., 66). Un pastor en relación a su rebaño no siempre va adelante, por momentos tiene que ir adelante para guiar, por momentos tienen que ir en el medio para olfatear lo que pasa, por momentos atrás, para custodiar a los últimos y no dejar que sea material descartable.

Nos tiene que llenar de alegría comprobar cómo la siembra no ha caído en saco roto. Muchas de esas inquietudes e intuiciones de los jóvenes han crecido en el seno familiar alimentadas por alguna abuela o catequista.

Hablando de las abuelas. Esta la segunda vez que la veo. La vi ayer y la vi hoy: una viejita así, flacucha. De mi edad o más, todavía con una mitra. Se había puesto una mitra con cartón y un cartel que decía: "Santidad, las abuelas también hacemos lío". Una maravilla de pueblo,

Y los jóvenes aprendieron en la parroquia, en la pastoral educativa o juvenil. Inquietudes que crecieron en una escucha del Evangelio y en comunidades con fe viva y ferviente que encuentra tierra donde germinar. ¡Cómo no agradecer tener jóvenes inquietos por el Evangelio! Por supuesto que cansa, por supuesto que a veces molesta. Se me viene el pensamiento y la frase que decía un filósofo griego de sí mismo, yo la digo de los jóvenes: "Son como un tábano sobre el lomo de un noble caballo". Para que no se duerman, caballos somos nosotros.

Esta realidad nos estimula a un mayor compromiso para ayudarlos a crecer ofreciéndoles más y mejores espacios que los engendren al sueño de Dios. La Iglesia por naturaleza es Madre y como tal engendra e incuba vida protegiéndola de todo aquello que amenace su desarrollo. Gestación en libertad y para la libertad. Los exhorto pues, a promover programas y centros educativos que sepan acompañar, sostener y potenciar a sus jóvenes; por favor “róbenselos” a la calle antes de que sea la cultura de muerte la que, “vendiéndoles humo” y mágicas soluciones se apodere y aproveche de su inquietud y de su imaginación. Y háganlo no con paternalismo, que no lo toleran, no de arriba a abajo, porque eso no es lo que el Señor nos pide, sino como padres, como hermanos a hermanos. Ellos son rostro de Cristo para nosotros y a Cristo no podemos llegar de arriba a abajo, sino de abajo a arriba (cf. S. Óscar Romero, Homilía, 2 septiembre 1979).

Son muchos los jóvenes que dolorosamente han sido seducidos con respuestas inmediatas que hipotecan la vida. Hay tantos otros a quienes se les ha dado una ilusión cortoplacista en algunos movimientos, se hacen los pelagianos o suficiente de sí mismos y quedan abandonados a mitad de camino.

Nos decían los padres sinodales: por constricción o falta de alternativas se encuentran sumergidos en situaciones altamente conflictivas y de no rápida solución: violencia doméstica, feminicidios —qué plaga que vive nuestro continente en este sentido—, bandas armadas y criminales, tráfico de droga, explotación sexual de menores y de no tan menores, etc., y duele constatar que en la raíz de muchas de estas situaciones se encuentra una experiencia de orfandad fruto de una cultura y una sociedad que se fue “desmadrando”. Sin madre, los dejó huérfanos.

Hogares resquebrajados tantas veces por un sistema económico que no tiene como prioridad las personas y el bien común y que hizo de la especulación “su paraíso” desde donde seguir “engordando” sin importar a costa de quién. Así nuestros jóvenes sin hogar, sin familia, sin comunidad, sin pertenencia, quedan a la intemperie del primer estafador.

No nos olvidemos que «el verdadero dolor que sale del hombre, pertenece en primer lugar a Dios» (Georges Bernanos, Diario de un cura rural, 74). No separemos lo que Él ha querido unir en su Hijo. El mañana exige respetar el presente dignificando y empeñándose en valorar las culturas de vuestros pueblos. En esto también se juega la dignidad: en la autoestima cultural. Vuestros pueblos no son el “patio trasero” de la sociedad ni de nadie. Tienen una historia rica que ha de ser asumida, valorada y alentada. Las semillas del Reino fueron plantadas en estas tierras. Estamos obligados a reconocerlas, cuidarlas y custodiarlas para que nada de lo bueno que Dios plantó se seque por intereses espurios que por doquier siembran corrupción y crecen con la expoliación de lo más pobres. Cuidar las raíces es cuidar el rico patrimonio histórico, cultural y espiritual que esta tierra durante siglos ha sabido “mestizar”. Empéñense y levanten la voz contra la desertificación cultural y espiritual de vuestros pueblos, que provoca una indigencia radical ya que deja sin esa indispensable inmunidad vital que sostiene la dignidad en los momentos de mayor dificultad.

Los felicito por la iniciativa de que esta Jornada Mundial de la Juventud haya comenzando con la Jornada de la Juventud Indígena en David y con la Jornada de la Juventud de origen africano. Es un primer paso para hacer ver ese plurifacetismo de nuestros pueblos.

En la última carta pastoral, ustedes afirmaban: «Últimamente nuestra región ha sido impactada por la migración hecha de manera nueva, por ser masiva y organizada, y que ha puesto en evidencia los motivos que hacen una migración forzada y los peligros que conlleva para la dignidad de la persona humana» (SEDAC, Mensaje al Pueblo de Dios y a todas las personas de buena voluntad, 30 noviembre 2018).

Muchos de los migrantes tienen rostro joven, buscan un bien mayor para sus familias, no temen arriesgar y dejar todo con tal de ofrecer el mínimo de condiciones que garanticen un futuro mejor. En esto no basta solo la denuncia, sino que debemos también anunciar concretamente una “buena noticia”. La Iglesia, gracias a su universalidad, puede ofrecer esa hospitalidad fraterna y acogedora para que las comunidades de origen y las de destino dialoguen y contribuyan a superar miedos y recelos, y consoliden los lazos que las migraciones, en el imaginario colectivo, amenazan con romper. “Acoger, proteger, promover e integrar” a los pueblos pueden ser los cuatro verbos con los que la Iglesia, en esta situación migratoria, conjugue su maternidad en el hoy de la historia (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 147).

El Vicario General de París, Mons. Benoit, acaba de sacar un libro que tiene como subtítulo "Acoger a los migrantes", un llamado al coraje. Una joya ese libro. Él está aquí en la jornada.

Todos los esfuerzos que puedan realizar tendiendo puentes entre comunidades eclesiales, parroquiales, diocesanas, así como por medio de las conferencias episcopales serán un gesto profético de la Iglesia que en Cristo es «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Const. dogm. Lumen gentium, 1). Así la tentación de quedarnos en la sola denuncia se disipa y se hace anuncio de la Vida nueva que el Señor nos regala.

Recordemos la exhortación de San Juan: «Si alguien vive en la abundancia, y viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,17-18).

Todas estas situaciones plantean preguntas, son situaciones que nos llaman a la conversión, a la solidaridad y a una acción educativa incisiva en nuestras comunidades. No podemos quedar indiferentes (cf. Sínodo sobre los Jóvenes, Doc. final, 41-44). El mundo descarta, el espíritu del mundo descarta, lo sabemos y padecemos; la kénosis de Cristo no, la hemos experimentado y la seguimos experimentando en propia carne por el perdón y la conversión. Esta tensión nos obliga a preguntarnos continuamente: ¿dónde queremos pararnos?

La kénosis de Cristo es sacerdotal

Es conocida la amistad y el impacto que generó el asesinato del P. Rutilio Grande en la vida de Mons. Romero. Fue un acontecimiento que marcó a fuego su corazón de hombre, sacerdote y pastor. Romero no era un administrador de recursos humanos, no gestionaba personas ni organizaciones, Romero sentía con amor de padre, amigo y hermano. Una vara un poco alta, pero vara al fin para evaluar nuestro corazón episcopal, una vara ante la cual podemos preguntarnos: ¿Cuánto me afecta la vida de mis curas? ¿Cuánto soy capaz de dejarme impactar por lo que viven, por llorar sus dolores, así como festejar y alegrarme con sus alegrías? El funcionalismo y clericalismo eclesial —tan tristemente extendido, que representa una caricatura y una perversión del ministerio— empieza a medirse por estas preguntas. No es cuestión de cambios de estilos, maneras o lenguajes —todo importante ciertamente— sino sobre todo es cuestión de impacto y capacidad de que nuestras agendas episcopales tengan espacio para recibir, acompañar y sostener a nuestros curas, tengan “espacio real” para ocuparnos de ellos. Eso hace de nosotros padres fecundos.

En ellos normalmente recae de modo especial la responsabilidad de que este pueblo sea el pueblo de Dios. Ellos están en la línea de fuego. Ellos llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12), están expuestos a un sinfín de situaciones diarias que los pueden dejar más vulnerables y, por tanto, necesitan también de nuestra cercanía, de nuestra comprensión y aliento, ellos necesitan de nuestra paternidad. El resultado del trabajo pastoral, la evangelización en la Iglesia y la misión no se basa en la riqueza de los medios y recursos materiales, ni en la cantidad de eventos o actividades que realicemos sino en la centralidad de la compasión: uno de los grandes distintivos que como Iglesia podemos ofrecer a nuestros hermanos.

Me preocupa cómo la compasión ha perdido centralidad en la Iglesia o se está perdiendo para no ser tan pesimista, incluso en medios de comunicación católicos la compasión no está. Existe la condena, el enseñamiento, la valoración de sí mismo, la denuncia de la herejía. Que no se pierda en nuestra iglesia la compasión y que no se pierda en el obispo la centralidad de la compasión.

La kénosis de Cristo es la expresión máxima de la compasión del Padre. La Iglesia de Cristo es la Iglesia de la compasión, y eso empieza por casa. Siempre es bueno preguntarnos como pastores: ¿Cuánto impacta en mí la vida de mis sacerdotes? ¿Soy capaz de ser padre o me consuelo con ser mero ejecutor? ¿Me dejo incomodar? Recuerdo las palabras de Benedicto XVI al inicio de su pontificado hablándole a sus compatriotas: «Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad con Él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica» (Benedicto XVI, Discurso a los peregrinos alemanes, 25 abril 2005).

El obispo tiene que crecer todos los días en la capacidad de dejarse incomodar, ser vulnerable a su pueblo. Estoy pensando en uno, de una diócesis grande, muy trabajador. Tenía audiencia en las mañanas. Era bastante frecuente que no veía la hora de ir a comer y había los curas que lo estaban allí esperando, así que volvía atrás y los atendía. Dejarse incomodar y dejar que el fideo se pase y la chuleta se enfríe. Dejarse incomodar por los curas.

Sabemos que nuestra labor, en las visitas y encuentros que realizamos ―sobre todo en las parroquias― tiene una dimensión y componente administrativo que es necesario desarrollar. Asegurar que se haga, sí, pero eso no es ni será sinónimo de que seamos nosotros quienes tengamos que utilizar el escaso tiempo en tareas administrativas. En las visitas, lo fundamental y lo que no podemos delegar es “el oído”. Hay muchas cosas que hacemos a diario que deberíamos confiarlas a otros. Lo que no podemos encomendar, en cambio, es la capacidad de escuchar, la capacidad de seguir la salud y vida de nuestros sacerdotes. No podemos delegar en otros la puerta abierta para ellos. Puerta abierta que cree condiciones que posibiliten la confianza más que el miedo, la sinceridad más que la hipocresía, el intercambio franco y respetuoso más que el monólogo disciplinador.

Recuerdo esas palabras del Beato Rosmini, acusado de hereje, hoy beato: «No hay duda de que solo los grandes hombres pueden formar a otros grandes hombres […]. En los primeros siglos, la casa del obispo era el seminario de los sacerdotes y diáconos. La presencia y la vida santa de su prelado, resultaba ser una lección candente, continua, sublime, en la que se aprendía conjuntamente la teoría en sus doctas palabras y la práctica en asiduas ocupaciones pastorales. Y así se veía crecer a los jóvenes Atanasios junto a los Alejandros» (Antonio Rosmini, Las cinco llagas de la santa Iglesia, 63).

Es importante que el cura encuentre al padre, al pastor en el que “mirarse” y no al administrador que quiere “pasar revista de las tropas”. Es fundamental que, con todas las cosas en las que discrepamos e inclusive los desacuerdos y discusiones que puedan existir (y es normal y esperable que existan), los curas perciban en el obispo a un hombre capaz de jugarse y dar la cara por ellos, de sacarlos adelante y ser mano tendida cuando están empantanados. Un hombre de discernimiento que sepa orientar y encontrar caminos concretos y transitables en las distintas encrucijadas de cada historia personal.

Cuando estaba en Argentina a veces escuchaba gente que decía "el cura no"; y la secretaria del obispo tenía la agenda llena. "Llame dentro de veinte días", "quiero ver al obispo", "no se puede, no puede ver al obispo", "quería consultarle". Esto es no un consejo sino algo del corazón. Si tiene la agenda llena, bendito sea Dios, porque así van a comer el pan. Si ven un llamado de un cura, a más tardar llamenlo al dia siguiente. Lo llaman y le pregunta si puede esperar, desde ese momento el cura sabrá que el obispo es padre.

La palabra autoridad etimológicamente viene de la raíz latina "augere" que significa aumentar, promover, hacer progresar. La autoridad en el pastor radica especialmente en ayudar a crecer, en promover a sus presbíteros, más que en promoverse a sí mismo —eso lo hace un solterón, no un padre—. La alegría del padre/pastor es ver que sus hijos crecieron y fueron fecundos. Hermanos, que esa sea nuestra autoridad y el signo de nuestra fecundidad.

La kénosis de Cristo es pobre

Sentir con la Iglesia es sentir con el pueblo fiel, el pueblo sufriente y esperanzador de Dios. Es saber que nuestra identidad ministerial nace y se entiende a la luz de esta pertenencia única y constituyente de nuestro ser. En este sentido quisiera recordar con ustedes lo que San Ignacio nos escribía a los jesuitas: «la pobreza es madre y muro», engendra y contiene. Madre porque nos invita a la fecundidad, a la generatividad, a la capacidad de donación que sería imposible en un corazón avaro o que busca acumular. Y muro porque nos protege de una de las tentaciones más sutiles que enfrentamos los consagrados, la mundanidad espiritual: ese revestir de valores religiosos y “piadosos” el afán de poder y protagonismo, la vanidad e incluso el orgullo y la soberbia. Muro y madre que nos ayuden a ser una Iglesia que sea cada vez más libre porque está centrada en la kénosis de su Señor. Una Iglesia que no quiere que su fuerza esté —como decía Mons. Romero— en el apoyo de los poderosos o de la política, sino que se desprende con nobleza para caminar únicamente tomada de los brazos del crucificado, que es su verdadera fortaleza. Y esto se traduce en signos concretos, en signos evidentes, esto nos cuestiona e impulsa a un examen de conciencia sobre nuestras opciones y prioridades en el uso de los recursos, influencias y posicionamientos. La pobreza es madre y muro porque custodia sobre todo nuestro corazón para que no se deslice en concesiones y compromisos que debilitan la libertad y la parresía a la que el Señor nos llama.

Hermanos, antes de terminar pongámonos bajo el manto de la Virgen y recemos juntos para que ella custodie nuestro corazón de pastores y nos ayude a servir mejor al Cuerpo de su Hijo, el santo Pueblo fiel de Dios que camina, vive y reza aquí en Centroamérica.

Recémosle a la Madre… Ave María

Que Jesús los bendiga y la Virgen María los cuide. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí para que cumpla todo lo que dije. Muchas gracias. 

[1] Quiero hacer presente la memoria de pastores que, movidos por su celo pastoral y su amor a la Iglesia, dieron vida a este organismo eclesial, como Monseñor Luis Chávez y González, arzobispo de San Salvador, y Monseñor Víctor Sanabria, arzobispo de San José de Costa Rica, entre otros.

Ceremonia de acogida y apertura de la Jornada Mundial de la Juventud

Queridos jóvenes, ¡buenas tardes!
¡Qué bueno volver a encontrarnos y hacerlo en esta tierra que nos recibe con tanto color y calor! Juntos en Panamá, la Jornada Mundial de la Juventud es otra vez una fiesta de alegría, una fiesta de esperanza para la Iglesia toda y, para el mundo, un enorme testimonio de fe.



Me acuerdo que en Cracovia algunos me preguntaron si iba a estar en Panamá y les contesté: “Yo no sé, pero Pedro seguro va a estar. Pedro va a estar”. Hoy me alegra decirles: Pedro está con ustedes para celebrar y renovar la fe y la esperanza. Pedro y la Iglesia caminan con ustedes y queremos decirles que no tengan miedo, que vayan adelante con esa energía renovadora y esa inquietud constante que nos ayuda y moviliza a ser más alegres y más disponibles, más “testigos del Evangelio”. Ir adelante no para crear una Iglesia paralela un poco más “divertida” o “cool” en un evento para jóvenes, con alguno que otro elemento decorativo, como si a ustedes eso los dejara felices. Ustedes no piensan eso, porque pensar así sería no respetarlos y no respetar todo lo que el Espíritu a través de ustedes nos está diciendo.

¡Al contrario! Queremos reencontrar y despertar junto a ustedes la continua novedad y juventud de la Iglesia abriéndonos siempre a esa gracia del Espíritu Santo que hace siempre un nuevo Pentecostés (cf. SÍNODO SOBRE LOS JÓVENES, Doc. final, 60). Eso solo es posible, como lo acabamos de vivir en el Sínodo, si nos animamos a caminar escuchándonos y a escuchar complementándonos, si nos animamos a testimoniar anunciando al Señor en el servicio a nuestros hermanos que siempre es un servicio concreto. No es un servicio de figuritas.

Pienso en ustedes empezando a caminar primero en esta jornada, los jóvenes de la juventud indígena. Fueron los primeros en América y los primeros en caminar en este encuentro. Un aplauso grande. Y también los jóvenes de la juventud descendiente de africanos que también hicieron su encuentro y nos ganaron la mano.

Sé que llegar hasta aquí no ha sido nada fácil. Conozco el esfuerzo, el sacrificio que realizaron para poder participar en esta Jornada. Muchos días de trabajo y dedicación, encuentros de reflexión y oración hacen que el camino sea en gran medida la recompensa. El discípulo no es solamente el que llega a un lugar sino el que empieza con decisión, el que no tiene miedo de arriesgar y ponerse a caminar. Si uno empieza a caminar ya no tiene miedo.

Esa es su mayor alegría, estar en camino. Ustedes no tuvieron miedo de arriesgar y caminar. Hoy podemos “estar de rumba”, porque esta rumba comenzó hace ya mucho tiempo en cada comunidad.

Escuchamos decir en la presentación con las banderas que venimos de culturas y pueblos diferentes, hablamos lenguas diferentes, usamos ropas diferentes. Cada uno de nuestros pueblos ha vivido historias y circunstancias diferentes. ¡Cuántas cosas nos pueden diferenciar!, pero nada de eso impidió poder encontrarnos, tantas diferencias no impidieron poder encontrarnos y divertirnos juntos. Ninguna diferencia nos paró. Eso es posible porque sabemos que hay algo que nos une, hay Alguien que nos hermana. Ustedes, queridos amigos, han hecho muchos sacrificios para poder encontrarse y así se transforman en verdaderos maestros y artesanos de la cultura del encuentro. Ustedes en esto se transforman en maestros y artesanos de la cultura del encuentro que no es “hola que tal, chau”; sino que nos hace caminar juntos.

Con sus gestos y actitudes, con sus miradas, sus deseos y especialmente con su sensibilidad desmienten y desautorizan todos esos discursos que se concentran y se empeñan en sembrar división, en excluir o expulsar a los que “no son como nosotros”. Como en varios países de América decimos, no son GCU: gente como uno. Todos somos gente como uno, todos con nuestras diferencias.

Y esto porque tienen ese olfato que sabe intuir que «el amor verdadero no anula las legítimas diferencias, sino que las armoniza en una unidad superior». Sabe quien dice eso? El Papa Benedicto XVI, que está mirando y lo vamos a aplaudir. ¡Le mandamos un saludo! Desde acá. Él nos está mirando por la televisión. Un saludos, todos, con la mano al Papa Benedicto.

Por el contrario, sabemos que el padre de la mentira, el demonio, siempre prefiere un pueblo dividido y peleado, a un pueblo que aprende a trabajar juntos. Y este es un criterio para distinguir a la gente, los constructores de puentes y de muros, esos constructores de muros que dividen a la gente. ¿Ustedes qué quieren ser? ¡Constructores de puentes! (responden los jóvenes).

Ustedes nos enseñan que encontrarse no significa mimetizarse, ni pensar todos lo mismo o vivir todos iguales haciendo y repitiendo las mismas cosas, eso lo hacen los loros y los papagayos. Encontrarse es un llamado e invitación a atreverse a mantener vivo un sueño en común.

Tenemos muchas diferencias, nos vestimos diferente, pero podemos tener un sueño común. Sí, un sueño grande y capaz de cobijar a todos. Ese sueño por el que Jesús dio la vida en la cruz y el Espíritu Santo se desparramó y tatuó a fuego el día de Pentecostés en el corazón de cada hombre y cada mujer, en corazón de cada uno, el tuyo y en el mío, a la espera de que encuentre espacio para crecer y para desarrollarse.

Un sueño llamado Jesús sembrado por el Padre, Dios como Él, enviado por el Padre, con la confianza que crecerá y vivirá en cada corazón. Un sueño concreto que es una persona y que corre por nuestras venas, estremece el corazón y lo hace bailar cada vez que los escuchamos: «Ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,34- 35).

¿Cómo se llame el sueño nuestro? ¡Jesús! (responden los jóvenes)
A un santo de estas tierras, escuchen esto, le gustaba decir: «El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de leyes que hay que cumplir, o de prohibiciones. Así el cristianismo resulta muy repugnante. El cristianismo es una Persona que me amó tanto, que reclama y pide mi amor. El cristianismo es Cristo» ¿Lo decimos todos juntos? El cristianismo es Cristo. (cf. S. OSCAR ROMERO, Homilía, 6 noviembre 1977). Es desarrollar el sueño por el que dio la vida: amar con el mismo amor que nos ha amado. No nos amó hasta la mitad, no nos amó un cachito, nos amó totalmente. Nos llenó de amor, dio su vida.

Nos preguntamos: ¿Qué nos mantiene unidos? ¿Por qué estamos unidos? ¿Qué nos mueve a encontrarnos? ¿Saben lo que es? La seguridad de saber que hemos sido amados con un amor entrañable que no queremos y no podemos callar, un amor que nos desafía a responder de la misma manera: con amor. Es el amor de Cristo que nos apremia (cf. 2 Co 5,14).
Fíjense que el amor que nos une es un amor que no “patotea” ni aplasta, un amor que no margina, que no se calla, un amor que no humilla ni avasalla. Es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que sana y levanta. Es el amor del Señor que sabe más de levantadas que de caídas, de reconciliación que de prohibición, de dar nueva oportunidad que de condenar, de futuro que de pasado. Es el amor silencioso de la mano tendida en el servicio y la entrega. Es el amor que no se pavonea, que no la juega de pavo real, que se da a los humildes. Ese es el amor que nos une a nosotros.

Te pregunto: ¿Creés en este amor? Te pregunto otra cosa: ¿Crees que este amor vale la pena?

Jesús una vez preguntó a uno lo mismo y le dijo que vaya y haga lo mismo. En nombre de Jesús yo les digo que hagan lo mismo. No tengan miedo de ese amor que gasta la vida.

Fue la misma pregunta e invitación que recibió María. El ángel le preguntó si quería llevar este sueño en sus entrañas y hacerlo vida, hacerlo carne.

María tenía la edad de tantos de ustedes y María dijo: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Cerremos los ojos todos y pensemos en María. No era tonta, sabía lo que sentía su corazón, sabía lo que era el amor y respondió "He aquí la Sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra". En este momentito de silencio, Jesús le dice a cada uno, a vos, a vos y vos: ¿Te animas? ¿Querés? Pensá en María y contesta: quiero servir al Señor, que se haga en mí según tu palabra.
María se animó a decir “sí”. Se animó a darle vida al sueño de Dios. Y esto es lo mismo que el ángel te quiere preguntar a vos, a vos, a mí: ¿querés que este sueño tenga vida? ¿Querés darle carne con tus manos, con tus pies, con tu mirada, con tu corazón? ¿Querés que sea el amor del Padre el que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás imaginados y pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y bailar al corazón?

¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los siervos del Señor, hágase? No contesten acá. contesten en el corazón. Hay preguntas que solo se responden en silencio.

Queridos jóvenes: Lo más esperanzador de esta Jornada no va a ser un documento final, una carta consensuada o un programa a ejecutar. No, eso no va a ser. Lo más esperanzador de este encuentro serán vuestros rostros y una oración. Eso dará esperanza. Con la cara con la cual vuelvan a sus casas, con la oración que aprendieron a decir con el corazón cambiado.

Cada uno volverá a casa con la fuerza nueva que se genera cada vez que nos encontramos con los otros y con el Señor, llenos del Espíritu Santo para recordar y mantener vivo ese sueño que nos hace hermanos y que estamos invitados a no dejar que se congele en el corazón del mundo: allí donde nos encontremos, haciendo lo que estamos haciendo, siempre podremos levantar la mirada y decir: Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado —¿se animan a repetirlo conmigo?—. Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado. Más fuerte, están roncos: Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado.

Y como queremos ser buenos y educados, no podemos terminar este primer encuentro sin agradecer. Gracias a todos los que han preparado con mucha ilusión esta Jornada Mundial de la Juventud. Todo esto, gracias, fuerte. Gracias por animarse a construir y hospedar, por decirle “sí” al sueño de Dios de ver a sus hijos reunidos. Gracias Mons. Ulloa y todo su equipo por ayudar a que Panamá hoy sea no solamente un canal que une mares, sino también canal donde el sueño de Dios siga encontrando cauces para crecer, multiplicarse e irradiarse en todos los rincones de la tierra.

Amigos y amigas, que Jesús los bendiga. Lo deseo de todo corazón. Que Santa María la Antigua los acompañe siempre, para que todos seamos capaces de decir sin miedo, como ella: «Aquí estoy. Hágase». Gracias.

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